El escritor toma la taza de café entre sus manos. Huele, morosamente, su aroma. Se embriaga. Es invierno. Siente su tibieza que se detiene en el paladar y luego desciende por los anillos de la garganta. Pero a la vez percibe un temblor. Algo lo inquieta. Está intranquilo. ¿Angustiado? No, no para llegar a tanto. Experimenta un desasosiego, una cierta clase de inquietud. Una emoción perturbadora lo embarga. Tiene una vaga necesidad. Una demanda a la que responder de naturaleza espontánea. Una demanda que él comprende viene desde su interior, desde el interior de su mente. Desde el interior de su cuerpo energético. Es el indicio de una toma de decisiones urgente que le evite el malestar. Una frase como un martillazo se le impone, pero que también compromete a su dimensión corporal, porque crispa sus músculos, tensa el plexo, agita sus pulmones, percibe una cierta clase de movimiento involuntario en sus manos que, no obstante, se disponen a actuar. Esa frase persistente regresa, como un péndulo. Si no toma una decisión pronto esa frase se apoderará de él de modo invasivo. Se masificará. O será destructivo incluso. Da un rodeo, busca excusas, lava la loza, acomoda su biblioteca, procura concentrarse en la lectura de un libro, el que había empezado ayer. Pero sus ojos se levantan de la página. Le hormiguea la columna. No logra serenarse. ¿Por qué le teme tanto a esta escena? ¿es una escena de pánico? ¿es una escena de arranque, de irrupción, de interrupción del fluir habitual de sus pensamientos? Digamos, dado que él es escritor ¿de irrupción del texto literario? ¿de un texto literario singular? Digamos que sí, que todo tiende a hacernos pensar que es literario porque se trata de una escena que a él lo involucra emocionalmente, como dije, no solo racionalmente. La frase es un fragmento que remite a una constelación de sucesos que vagamente logra entrever. Y porque él es escritor de literatura, narrador más precisamente, y suele escribir cuentos, comprende que esta es una de sus oportunidades Ha escrito algunos cuentos según una forma tradicional. Algunos menos. Algunos fantásticos. Algunos realistas. Algunos extraños. Otros inclasificables. Algunos de final feliz, otros de final abierto, otros siniestros, otros ambiguos, otros ominosos. Digamos que no puede ser fijado en un estereotipo de escritor de trama. Sino simplemente como escritor de formas: es un narrador. Recordemos que como afirma el estudioso Raymond Williams, los géneros se dividen en tres clasificaciones: según su forma (narrativa, poesía, teatro), según el público al que están dirigidos (para adultos, jóvenes o niños) y según sus temas (policial, fantástico, ciencia ficción, entre otros). Diría esto como grandes tendencias. Hay matices importantes, cruces importantes, híbridos, que no pueden quedar por fuera pero que esta taxonomía sirve para ubicarnos según ciertas líneas orientativas para no extraviarnos en el gran océano de toda la producción literaria de todos los tiempos.
Lo cierto es que por fin asume su rol. Se levanta. Deja el libro. Se sienta frente a la computadora. Apoya al lado de la máquina el café (estará frío en minutos, no lo terminará de beber, de eso podemos estar seguros). Y se sume en el texto. La pantalla es un punto ciego. Un agobiante remolino que amenaza con devorarlo. Se trata de un momento inestable. De un momento de vértigo. Escribe la primera frase (que puede que no esté formulada de ese modo definitivamente, es decir, que modifique más tarde o más temprano). La frase que se le había impuesto de modo insistente. Una frase que a él le resulta liberadora al momento de ser escrita. Se la ha quitado de encima como una alimaña, diría Cortázar. Ahora le pertenece al lector que es en primer término él mismo, pero sin embargo ha dejado de contener ese altísimo voltaje electrizante. A lo sumo la leerá como un testigo. Leerá a esa frase por fuera de ella. Como quien asiste a una prenda que ha dejado de usar porque le queda demasiado pequeña o demasiado grande (eso se verá).
Esa frase (se da cuenta) comienza a encadenarse con otras. Y se encuentra sumido en una nueva escena. Ha salido de la instancia de la realidad constatable, empírica, para ingresar de lleno en el universo de lo imaginario. Es la primera escena de la escritura propiamente dicha. Una escena que puede ser in media res (esto es, irrumpir en ella una vez que ya el relato ha comenzado), o bien cuando da comienzo la historia (ab ovo), o bien cuando ha finalizado y él retrospectivamente deberá comenzar a desandarla. Optar por el lugar en que la coloca dentro de esa construcción, de esa arquitectura. O bien puede que suceda que él tenga en mente tanto el comienzo como el final. Y deba completar esa zona intermedia entre ambos puntos de partida y de llegada con un cierre infalible.
¿Qué le sucede a este escritor en la medida en que comienza a internarse en las distintas escenas de la escritura? En primer lugar se verá inmerso en mundos alternativos, apenas vislumbrados, que pueden tanto parecerse como en nada en absoluto a este mundo, al que está por fuera la escena, al mundo de la realidad de su estudio. Pero en lo sustantivo ese mundo en el que el escritor ha ingresado, es un mundo que lo absorbe, que lo captura, que mediante una operación de abducción le impide salir del texto, a menos que alcance momentos intolerables o bien esté francamente agotado de escribir, agobiado por la tarea, en que ha sido absorbido por el trabajo hasta quedar exhausto. Este escritor quedará cautivo del relato. De un relato en particular. Distinto en cada caso de todos los que ha escrito antes. Víctima, él, de lo que acaba de concebir, el escritor permanecerá instalado en un sitio. El autor es su propia víctima. La víctima del dispositivo que acaba de poner en movimiento. Su disparador ha sido una frase. Pero sus consecuencias han arrastrado a un conjunto de otros acontecimientos que eran imprevisibles. Y ahora de naturaleza incalculable.
Ahora bien: ¿qué sucede en la escena de la escritura? Diría que en primer lugar debe tomar decisiones. Unas cuantas. Y debe tomar decisiones urgentes. E importantes. No puede abandonar las escenas de la escritura porque abandonarlas puede tener consecuencias incalculables. E irremediables. E irreversibles. Ello podría sumirlo en un malestar profundo, arruinarle el día, dejarlo inmerso en la melancolía o la depresión. En la frustración. Puede perder la cadena de escenas que lo iban conduciendo como por un hilo hacia la escena que desembocará en el gran final: su desenlace.
Habrá entonces esta primera escena, esta escena inaugural, en la que si bien él puede sentar las bases de un pacto, de un primer pacto (con la historia que narra, con el lector), ello no le garantiza el éxito definitivo. Eso por un lado. Por el otro, ingresa en un mundo, en un universo de la imaginación narrativa (recordemos que es cuentista), del cual se da cuenta de pronto que es un territorio que debe ir descubriendo en la medida en que lo escribe, va recibiendo revelaciones sucesivas, momentos que lo orientan tanto como lo desorientan. Él es un escritor. Él debe escribir. Él sabe cómo moverse en un texto. Él sabe moverse entre signos. Por más que el texto suponga emociones difíciles de sobrellevar, blancos que debe completar, temblores, momentos perturbadores, momentos de extravío, de pérdida del sentido, de pérdida de orientación. De agotamiento. Un texto, a menos que se trate de un texto surrealista, onírico o desordenado deliberadamente, debe responder a una lógica. Aún los desordenados deben tenerla al ser concebidos. Deben responder a una cohesión y a una coherencia aunque parezca que no la tienen en absoluto. De modo que él debe ajustarse a ciertas pautas. Si quiere ser escritor y aspira a ser leído así debe actuar. Así debe ocurrir en lo esencial en su actividad. Son las reglas del juego. Por eso eligió su vocación. Y eligió realizarse en ella. Tiene obligaciones que cumplir en la génesis de escritura y a todo lo largo de la realización del texto. Tiene normas a las cuales ajustarse. La escritura tiene reglas. Algunas deben ser respetadas a rajatabla. Otras pueden y hasta es de desear sean infringidas o, en todo caso, transgredidas para dar un paso más adelante.
El texto, como veremos, lo irá conduciendo por oscuros pasadizos, por espacios en especial que por momentos le parecerá que no puede sortear. Pero sin embargo lo podrá hacer. Tal como le ha sucedido en otras oportunidades y ha sido certero su trabajo en ellas. Ya tiene oficio, tiene una larga experiencia de escritura. O con la escritura. No es un aprendiz que se está iniciando en la escritura, en un progreso de tentativas por acierto y error. Tiene una hoja de ruta, un mapa, ha ido armando una cartografía de tres dimensiones (o más) que le permiten guiarse acerca de por dónde seguir en su senda por las sucesivas escenas de la escritura. Las ha atravesado antes. Con mayor o menos dificultad. Con mayor o menor felicidad. Pero no le son ajenas. Las escenas de escritura que acabo de referir (por fuera, por dentro), son escenas en las que él ha ingresado. De ellas se puede hacer o elaborar una narrativa. Es lo que acaba de hacer. Y de las escenas es de las que por lo general ha salido exitosamente. Si bien puede que alguna vez haya tenido alguna falla. O algún revés.
Pero regresemos al punto de partida. De pronto se ve introducido en un universo ficcional que pasa a ser su mundo que él experimenta como real en ese momento. Tiene su atención toda puesta en él. Ese mundo le resulta tan tangible como el mundo empírico. Huele, palpa, toca, mira, escucha, esculca, se detiene en los detalles de un vestido o una camisa, en el andar de un personaje, en la marcha de una bicicleta, en el roce de la camisa de un personaje como si fuera él mismo. En esa escena él cuenta con información privilegiada. Un mundo que le parece real al menos, de tan involucrado que se encuentra con la ficción que está escribiendo. La escena de escritura lo ha capturado. Está en su seno. Está inmerso en ella. Comienza a ver cómo digita lo que sucede para confiarle sentidos. Para que la escena de escritura, por dentro de la cual él se encuentra sumido de modo inexorable, suerte de caja o habitación, de habitáculo de la escritura, le permita disponer de un grado de acción adecuado a sus posibilidades de autor, sean las que fueren. Se supone que si es un escritor con experiencia, dispondrá de recursos para hacerlo. Tendrá su caja de herramientas a la cual acudir en caso en que se encuentre extraviado. Perdido en el sentido. Perdido en los sentidos del texto. En la trama que puede guiarlo hacia un recodo que (aparentemente) es un callejón sin salida y puede trabarse en la fluidez de la narración, caer y permanecer en una encerrona.
En esta escena el trabajo consistirá en detectar un conflicto. Un conflicto que se le puede revelar de inmediato o habérsele revelado de antemano, en esa frase preliminar que ya lo ha diseñado todo ni bien la escribió. La que abrió el universo ficcional y pudo haberle mostrado todo lo que vendría a continuación. O no. Solo darle una pista. A partir de ese punto tomará sus decisiones. Si el conflicto se le revela en la medida en que va escribiendo, el trabajo del texto será un trabajo de construcción pero también de descubrimiento. Estas son a mi juicio las opciones: o se lo conoce al conflicto, a los conflictos quizás, o los hechos que va narrando lo hacen aparecer. Se avanza en la narración. Se conoce la dinámica del argumento: sus zonas difusas se esclarecen. Y los conflictos se desatan para permanecer velados o bien para irrumpir en la escena del texto. Y puede estar a la vista como puede subyacer a la acción visible (o legible, para el caso). Y ese conflicto puede ser siniestro como puede ser erótico, como puede ser amoroso, como puede ser enigmático, como puede ser violento o criminal. En todos los casos, él sabrá o deberá saber más que el lector en lo relativo a lo que está narrando. De hecho lo sabe porque está sumido en la ficción, por dentro de sus compuertas. El narrador siempre es de desear esté al corriente más que el lector de la historia, pese a que sabemos que eso no es así. Porque en ocasiones muchos buenos lectores le realizan señalamientos que él no había percibido de antemano por sus propios medios. No había alcanzado a vislumbrarlos. El autor es un lector privilegiado. Si esto ocurriese, el efecto que produce es sugestivo. Es menos lo que muestra que lo que de veras sabe. La ficción más interesante es la que sustrae a la mirada del lector información preciosa que está sólo en la imaginación creativa del autor. Pero que está actuando sin él tener la capacidad de percibirla. Está actuando todo el tiempo. Actúa en el texto cumpliendo una determinada función. Pero sin embargo cuyo origen, cuya índole el lector (salvo que esté demasiado entrenado), no es capaz de elucidar. Y deberá ser un lector muy fino. Sin embargo, esa información a la que él no puede acceder, al lector lo afectará. Cumplirá en la economía del relato, una función determinante. Incluso fulminante, llegado el caso. Será en ocasiones como un shock, como un mazazo.
De modo que luego de la escena fundante, inaugural, llega la escena de estar en la escena de trabajo sobre el texto. Su trama, el contorno de los personajes, su temperamento, su fisonomía (sea o no descripta), su habla, las intercambios que mantendrán, los silencios que habrá entre ellos o a lo largo de todo el texto, el tiempo (lo que condicionará muchas otras dimensiones, desde la ropa hasta las características visuales del espacio, el tipo de vínculo que mantengan los personajes en función de sus costumbres, sus rasgos de carácter, características en virtud de las cuales se define una cronología en la Historia de la Humanidad de ese texto). También el autor deberá decidir cómo será presentada esa acción. Si mediante una voz que todo lo sabe. Si mediante una voz que solo describe acontecimientos sin informar sobre lo que tiene lugar por dentro de los personajes, si narrará solo apariencias, sin saber lo que ocurre por dentro de los personas. Si es una voz que se concentra en solo uno de ellos o en un grupo, en una primera persona del plural, entre otras posibilidades igualmente significativas. Claro que también puede ser un narrador en tercera persona omnisciente. Sus criaturas no tendrán secretos para él. Y en lo relativo a lo constructivo de la prosa: la cadencia, el ritmo, la puntuación, los acentos, las zonas tónicas, los meandros de un texto. Lo que hace a su gramática, a su textualidad. A su constitución como tal, a su esencia. Una vez más o menos detallada esta escena se dispara la otra escena. La dinámica.
El autor se halla inmerso en medio de la acción, mueve las piezas a su antojo. A una determinada velocidad. A un determinado ritmo. Ajustándose a un determinado (o no) género literario. Ese género al que él está acostumbrado o puede que sea completamente nuevo, es determinante. Y él podrá tanto adherir a él según su convención como transgredirlo. Violar sus normas de todo tipo mediante múltiples estrategias como plegarse a ellas, ajustarse a un prototipo. Él está metido en una trama con todo lo que ello supone. Forma parte de una acción al tiempo que la determina. Y la determina a partir de una serie de expectativas que suscitan lo que escribirá, como de codificadas formas de concebir los componentes del texto.
Para resumir entonces: tenemos un autor primero inquieto por una acción que debe realizar de forma urgente. Pero que puede realizar de varias maneras y debe elegir. No obstantes se trata de una acción que ignora (pese a que pueda existir algún indicio) de lo que hará. Tenemos luego un autor que ingresa a un universo ficcional: su umbral, primero, luego su trama con sus rasgos característicos de manera brutal. Que tanto lo construye (ese universo se va construyendo mediante acciones y atributos sobre el espacio, los personajes, la definición del tiempo, su sucesión, el encadenamiento de las acciones), como le va siendo dictado por una serie de ideas previas que ya en él estaban contenidas. Y tenemos, por fin, a un autor que debe salir de esta escena de la escritura de una vez por todas. Pero antes deberá llegar a un desenlace que considere satisfactorio. Por tal motivo, todas las acciones y el conflicto deberán ser conducidos en una dirección para producir el efecto anhelado previa o lentamente descubierto. Pero como mínimo manipulado para alcanzar su punto de cierre. Un remate. De modo que deberá preparar o bien de antemano, o bien conducido por los hechos, mientras escribía, su partida. La salida del texto. O acaso su fuga, si le resulta de una dificultad compleja de la cual necesita desprenderse. O bien debe concebir una partida en la medida en que el texto iba siendo escrito. Todo texto conduce a un final. Abierto o cerrado. Hay otra clase de final, que el escritor argentino Rodrigo Fresán denomina epifánico y es el que atribuye a los cuentos de John Cheever. Son aquellos cuentos de los cuales el lector sale transformado y asiste al mundo bajo una nueva luz. Pero ese mundo por algún motivo ha cambiado sin necesariamente haber quedado resuelto una trama que venía siendo narrada separándose el conflicto del discurrir de la historia. Deja de poner el foco en el conflicto. El universo presenta otra fisonomía. Se lo ve de otro modo. Es un final que bautiza al mundo bajo otras coordenadas.
El autor ha terminado las distintas fases de su texto. De la narración breve, de su cuento, pongamos por caso. Ahora bien: ¿saldrá de él? ¿podrá salir de él? ¿cómo saldrá? ¿qué emociones le producirá su partida de ese espacio imaginario? ¿sentirá una sensación de pérdida, de duelo, de desgarro, de alivio, de distensión o de tensión por no haber quedado satisfecho con lo que ha querido escribir previamente? ¿destruirá o borrará lo escrito, enojado, iracundo o lo guardará para reformularlo? El autor define tanto como padece esta escena de despedida del texto. Puede ser hasta una escena de padecimiento intolerable. Que le duele. Pero también puede quedar aliviado. Y todas las emociones que acabo de describir, entre muchas otras, son posibles. Por lo general un escritor exitoso en escribir un texto ha triunfado si también esa escritura lo deja a gusto con lo que ha escrito.
Y luego llega la otra gran escena, a continuación o un tiempo más tarde (eso se verá). El autor deberá volver sobre lo escrito. Lo deberá revisitar. Lo deberá entender en su lógica y acentuar zonas claras, o bien disimular lo evidente, aclarar las difusas y desambiguar zonas complicadas innecesariamente hasta volver nítidas. Mejorar un adjetivo. Corregir disortografías. O quizás dejar zonas que eran demasiado explícitas frasearlas en términos más implícitos, en un juego entre lo que exhibe y lo que sustrae al lector. El autor entonces, en esta escena, revivirá lo escrito, introducido nuevamente en su texto. Recorriéndolo por dentro como por una casa ya construida. Una casa que le da visión de conjunto a su texto. Pero que también le da la visión de sus fallas, visión de sus flancos débiles, la visión de sus zonas perfectibles, desangeladas o acaso erróneas. Puede haber errores de construcción. O de incongruencia. También apreciará sus zonas más certeras. Esas le merecen llamarlas un acierto. El autor ahora, en esta escena de revisión, entrará en su texto más desapasionadamente. Pero también, si es exigente, más despiadadamente. Más fríamente. Ya no será ese autor indefenso, a la intemperie, que estaba por fuera de la historia. Ahora es un autor por dentro de la escena de escritura, por dentro de la escena de corrección. Y ya presume cuál será la escena que prosigue a la de corrección. Ya no estará construyendo. Sino dándole una forma más o menos definitiva a su texto. Un texto que ahora en esta escena, la escena de revisión, una escena por la que se vuelven a transitar todas las emociones por las que se atravesó al construirlo, todo es menos desapasionado, todo es más sereno, es menos desgastante, ahora se lo hace de modo supuestamente más apacible. Ya no de modo con la intensidad del primer impulso en relación con lo que estaba poniendo por escrito. El texto tiene una forma no diría que definitiva pero que deja de ser un mero esbozo. “Es” su texto. Ya ha hecho acto de presencia en el mundo. Un acto de apropiación. Una primera versión. Un borrador provisorio. El texto adopta una forma no diría que definitiva, pero con un contorno establecido sólidamente. De ahora en más se pisa sobre seguro.
Y llega por fin la escena del desprendimiento final del texto. Esta escena, conforme o disconforme, satisfecha o insatisfecha, exultante o deprimente, deja, bajo la forma de totalidad, una impresión de lo que se ha hecho y un recuerdo de sus escenas que pasan a formar parte de la experiencia de escritura de este autor. De su pasado de aprendizaje, consciente o no. Un pasado que comienza a dialogar de forma dinámica con todo lo que se ha escrito previamente. Con todo lo que se está escribiendo simultáneamente. Con todo lo que se escribirá a próximamente. Esta escena en la que vemos un texto concluido puede colmarnos de satisfacción como puede movilizarnos negativamente. Pero por lo pronto ha logrado cambiar esa suerte de malestar que había ocasionado la inquietud inicial antes de ingresar en la primera escena del texto. Hasta la escena en que se ha marchado de él. Lo ha abandona porque o está agobiado. O está cansado. O siente que por esa jornada ha hecho lo máximo posible a lo que podía aspirar. Le duelen las lumbares. El texto queda abierto. Pero esbozado en sus líneas fundamentales. No me atrevería a decir que para siempre (uno puede regresar a sus textos, éditos o inéditos, reeditados, corregidos, mediante una relectura, toda vez que sea posible). Pero sí que, en otra escena, promete otra clase de intervención sobre el texto. Una escena en la que ya estaremos por fuera de él. Ya no por dentro. La distancia que existirá entre ese texto concluido y revisado estará dada por una sentimiento de desapego. También el escritor registrará su propio estado psíquico. De agotamiento, de moderado descanso, con los ojos agotados por la emisión de luz de la pantalla. El autor está agobiado por todo lo que acaba de hacer nacer, desarrollarse, crecer, avanzar, descubrir cómo está su cuerpo. Si le molestar las vértebras cervicales. O bien las piernas que han estado inmóviles durante tres horas. La circulación de la sangre se ha visto afectada luego de tanto tiempo de permanecer sentado, inmóvil.
Y este estado cognitivo y emocional en el que estuvo sumido, que evoca otros previos y pasa a conformar, como dije, la memoria de la escritura, ya es distinto. Es otro. Ha dejado de ser una cierta clase de persona. Para ser otra. Porque ha atravesado por todas las escenas de la escritura. Por su teatro completo.
Publicado por primera vez el 14 de diciembre de 2022 en ViceVersa Magazine de NY
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