17 de septiembre de 1925. Ciudad de México. Tengo 18 años. Viajo en un autobús con mi novio, Alejandro Gómez Arias. De Pronto: El Estampido. El color rojo delineando mis ojos, pintando con carmín mis labios machucados. Es la sangre, mi sangre, que estalla, brota de todo mi cuerpo en una erupción como la del Popocatepétl. Dejo de ser yo misma para ser un manojo de astillas. Yo que tenía en mis planes ser médica, ahora soy paciente. Paciente crónica. Cirugías, jeringas, costuras, pus, infecciones, agujas, alcohol, soy el magma de un cuerpo estallado.
Hoy que estoy hospitalizada por centésima vez, a la sala no parecen faltarle colores. Las paredes de la habitación están pintadas de un azul cobalto (suelo usarlo en mis pinturas) que hace contrapunto con el metalizado de mi corsé de yeso y aluminio. El azul se refleja en él emitiendo pequeños rayos cuando el sol entra por la ventana. Las cortinitas color naranja con flores blancas también forman parte de la escenografía de este improvisado atelier.
La cama chirría como mi cuerpo chirría. Cama y cuerpo, elásticos y resortes, ángulos y fragmentos, perspectivas y escalas de un todo de ese cuerpo extraño en mi cuerpo. Llega la enfermera con la bandeja con el almuerzo. Vuelvo a los colores: el rojo y el verde del ají estridentes, se esfuman con el rosa de la sangre del cerdo con su grasa y el abrillantado amarillo del choclo.
En este lugar de tormento mi cuerpo grita. Yo no soy la que grita. Grita toda mi osamenta. Mi cuerpo todo. Cada uno de los mis órganos de mi carne destripada. Diego ha venido a verme ayer, luego de revolcarse entre las piernas de dos jóvenes muralistas en un trío salvaje en el que mi presencia con este cuerpo contrahecho está desterrada. Bien me hubiera sumado a ese juego perverso. Luego del accidente, hace ya años, solo recuerdo la frenada y un estallido: yo fuera de mí. Ahora estoy muy adentro.
Pequeñas partículas de mis huesos se me habían metido en la boca. Masticaba tierra. Masticaba restos de mis dientes. Masticaba vidrios molidos de las ventanillas del autobús, que fue embestido por un tranvía desorbitado y criminal.
Me traje un atril de mano al hospital, para hacer mis bocetos. Frida multiplicada en muchas Fridas. Frida en abismo. Todas somos Frida. Ando buscando la sombra de la mujer interior que ovarios de por medio, pechos para amamantar o gozar y vagina dispuesta a la cópula sean la arquitectura interior de una pintora que no se atreve a mostrar su cuerpo a un nuevo amante por pudor. ¿Con qué cara exhibir estas cicatrices? ¿mis yesos? ¿mis heridas que todavía supuran?
Todo cuerpo es un mecanismo delicado. Un engranaje sutil que puede desplazarse por el espacio (como yo, con un bastón de madera de cedro y mango de cuerno de carnero), pero hacerlo a sabiendas de que es materia frágil. La fragilidad de mi cuerpo es como el conjunto de los borradores de mi obra: su provisoriedad.
Sangro. Unto el pincel en mi sangre y escribo: “Frida”. Mi nombre en espejo. Me miro en esa firma, me miro en la paleta de colores que son mis venas por las que circula la pintura entre roja y violeta. Mezclo ambos colores como se ha mezclado la suerte en este destino.
Mis padres, luego de un mes en el hospital, y otros dos de recuperación en casa, me entusiasmaron para que pintara. Vieja bicha la vieja. Corazón salvaje para su hija de artista postrada. Despertaron una pasión. Despertaron a un monstruo.
La cama del hospital me duele. Confundo sus resortes con los míos. Bebo mucha agua. Hace calor en Coyoacán. Un calor que atrae a las moscas que se posan sobre mis bocetos, que son mi cuerpo. Las moscas son moscas que pronto voy a pintar. Es el efecto casual que viene a conferir un toque de verosimilitud a mis autorretratos de cuerpo entero.
—Es tarde para llorar, Frida
—¿Eres tú mamá?
—Es hora de cantar y pintar.
—¿Eres tú? ¿Me estás hablando en este sueño en el que me veo sin un roce? Es un sueño. Estoy en medio de un sueño. En el soy una doncella ágil como cualquiera de las que Diego se lleva a su catre. No soy la Frida tullida. En el sueño puedo usar de traje de baño de dos piezas. Tomar sol en las costas de Acapulco. Ser reina de la belleza en un concurso. Ser una mujer que hace deporte con un uniforme de polleritas tableadas, que juega al tenis en los fondos de la casa quinta de un cónsul. Cambio los pinceles por la raqueta, corro, saltamos con la otra chica, mi contrincante casual, corremos de punta a punta de la cancha de tenis. Hay unos muchachos que nos miran alrededor del perímetro y nos silban. Cuando hago un tanto se escucha un bullicio de algarabía. “¡Frida! ¡Frida!”, declaman. “¡Frida, Frida!”, escucho el eco. Halagada, los saludo a la distancia con la mano. Ellos gritan más alto, me aplauden. Me piropean. Mientras el pincel lentamente comienza a deslizarse de mi mano, y cae sobre la sábana del hospital hasta golpear contra el sueño, despertándome con un estampido a un nuevo regreso a lo mismo de siempre, la trágica rutina de ser Frida.