EDUARDO ANGUITA


 
 

 

 

Sentimiento Temporal

(Plan, N°83, Santiago, 17 de octubre de 1972, pág. 18).

 

Desde cualquier punto de la esfera que recorren mis propios punteros, logro alcanzar casi todas las circunferencias que ciñen la experiencia de mi vida y trazar líneas secantes y las tangentes exteriores que dibujan los acontecimientos y las personas que han compuesto el ámbito de determinadas fechas y lapsos que atañen a una historia tanto colectiva como personal. ¿Por qué no comenzar, por ejemplo, con 1932? Bien podrían constituir estas páginas un bosquejo de lo que más tarde (soy, con mis cosas, un eterno postergador de la vida; mala ilusión, con que, tal vez, siempre he intentado postergar la muerte) serían susceptibles de convertirse en Memorias. No se me oculta que cuando a uno se le ocurre, o admite la sugerencia de hacerlo, escribir "memorias", es porque uno ya está viejo o es célebre o tiene mucho que decir. Como lo último no es evidente, me invade un sentimiento temporal muy poco alentador, a saber: aquel que confirma la sentencia de Novalis: "Viejo es un hombre que sólo tiene pasado. Joven es el que tiene futuro". Me inclino a rechazar el incluirme terminantemente entre los viejos y admitir, por el contrario, que las creaturas humanas son capaces de ir creando su edad madura, de modo que los años idos ya no sean idos, sino venidos… venidos y afluyendo a nuestra memoria y a nuestro ser para henchirnos y hacernos personas cada vez más reales. Es un trabajo no sólo nemotécnico, sino principalmente una integración existencial, que uno debe efectuar, día tras día, más con el comportamiento que con la escritura, y en tal forma que lo vivido y padecido sea escarmenado y seleccionado a fin de borrar lo insignificante, rectificar lo erróneo y realizar una especie de composición voluntaria, tan actuante como para operar sobre el pasado e incorporarlo al presente según un proyecto de existencia para nuestro propio futuro. Así podría cumplirse lo que, con ingenua literalidad afirman ciertas religiones orientales, pero que sólo es verdadero en cuanto al sentido de una existencia, y no como repetición de lo ya vivido. Una "existencia circular", tal es la metáfora que signa a los "hombres con destino", y la entiendo como una conjugación del libre albedrío con los sucesos que le ha tocado vivir, o simplemente presenciar, y que aparentan haber sido impuestos por un Destino con mayúscula, pero que, en verdad, no es ni debe ser sino una elección ética; más ética mientras mayor sea la perseverancia en consentir y activar lo que uno propugna y en repudiar y luchar contra lo que no estima malo, feo e injusto: todo ello, pese a los embates y pruebas que haya que soportar. Como no me juzgo un hombre que haya llevado a cabo, ni en esquema, esa heroica tarea, abandono la idea -¡por de pronto!- de escribir Memorias; me limitaré a consignar recuerdos, con cierta esperanza de hallar uno o más hilos conductores.

1932 fue para mi un año de libertad. Me retiraba, contando escasos 17 años de edad, de la carrera de Leyes, a la que yo había accedido, como muchos otros escritores, creyendo hallar en el estudio del Derecho algo semejante a mis aspiraciones humanistas. Pero sólo fue en 1933 y ya en Tercer Año, después de conocer al poeta Vicente Huidobro, cuando desahucié mis estudios. La opinión de aquél pesó en forma definitiva: "Anguita: ¿cómo se le ocurre estudiar Leyes siendo, que en pocos años más vendrá la Revolución Social y todas las leyes de ahora no valdrán nada?". Esa frase y el comienzo de mi práctica que, siguiendo la recomendación de mi madre, "para que le tomara gusto a la carrera" alcancé a realizar en el estudio de Gerardo Ortúzar Riesco, fueron el final. Gerardo era un aristócrata de ideas avanzadas, abogado al que llegué por recomendación de mi primo abogado Augusto Anguita Cousiño; el propio Gerardo -a quien encontré poco después dirigiendo el "Instituto Chileno-Soviético de Cultura" ( no era éste exactamente su nombre)-, aunque me aconsejó pasar por el aprendizaje ingrato del trajín a los juzgados, comprendió que, a pesar de la tradicional juridicidad que corría por la sangre de todos mis parientes, yo no estaba hecho para eso.

En 1932, quedándome libres las tardes -ya que en la Universidad Católica las clases sólo se dictaban en la mañana- entré a trabajar (?) a un asombroso organismo: el Departamento de Extensión Cultural del Ministerio del Trabajo, regido flexiblemente por el escritor Tomás Gatica Martínez y cuyas Secciones eran dirigidas por Pablo Neruda (Biblioteca), Tomás Lago (Sección Educación), Joaquín Edwards (Sección Docente), Antonio Acevedo Hernández (Teatro del Pueblo), el poeta porteño Carlos Casassus (Secretario General), Jacobo Nazaré, y, visitante permanente, Alberto Rojas Jiménez. Yo escribía un poema por día, y no salía del éxtasis de encontrarme entre escritores que, pocos meses atrás, yo creía supraterrenos y cuyos rostros había conocido en antologías y cuyas obras había devorado en la Biblioteca Nacional. De la oficina de Neruda, de pronto oía yo, al pasar, un fragmento de la conversación. "En Suiza las vacas amanecen maquilladas…". Y la voz de Joaquín Edwards se perdía tras las misteriosas puertas de aquella oficina de Neruda en la que se congregaban los escritores de aquel subterráneo mágico.

 

 

 

Este libro reúne un conjunto de crónicas, publicadas entre los años 1972 y 1973, por el poeta Eduardo Anguita.

.... En ellas, el poeta rememora diversos aspectos de su vida, describiendo su formación como escritor y, en particular, su vinculación a la Generación del 38.
Gracias a este ejercicio de la memoria, el lector puede aproximarse a la vida cultural de dicha época, mediante una evocación sencilla que no elude la profundidad del recuerdo.

.... En estas páginas se encuentran las figuras de Pablo Neruda, Vicente Huidobro, el "Chico" Molina, José Edwards, entre otros, así como el impacto de la Guerra Civil Española en los escritores chilenos o las relaciones establecidas por el surrealismo y el marxismo.

 



En Páginas de la memoria
Ril Editores. Chile
Año 2002, 134 págs.

 


 

 
 
 

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