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El poder: un dinosaurio ebrio (La poesía de Augusto Rodríguez)

Por Iván Oñate

Aunque parezca extraño, soy un poeta que no ha dedicado su tiempo al estudio de la poesía; me he limitado a sufrirla o gozarla como un enamorado vive en todas sus rostros los designios del amor. Al contrario de la narrativa, a la que he dedicado gran tiempo como profesor universitario, a la poesía siempre consideré un territorio sagrado. Un reino donde impera el misterio. Pero más allá de la actitud de un enamorado que se resiste a reflexionar y racionalizar los móviles del amor o el desamor, pienso que mi actitud responde al temor de que me ocurra lo mismo que al ciempiés de la fábula.

Cuenta la leyenda que en alguna parte existía un ciempiés que caminaba alegre y despreocupado, hasta que un buen día, se le ocurrió investigar cuál pata movía primero y cuál después y así sucesivamente. Desde entonces, el ciempiés no volvió a caminar. Sospecho que ha sido este temor el que me ha mantenido alejado de investigar sobre los móviles y mecanismos que hacen posible a la poesía.

Me he visto en la necesidad de hacer esta aclaración, por cuanto en estas páginas no pretendo hacer un análisis exhaustivo de la poesía de Augusto Rodríguez, cosa que, por otra parte, no creo que sea pertinente en un acto de presentación, de saludo y bienvenida a la nueva obra de un amigo. Sin embargo, no puedo dejar de reconocer que en ocasiones así, es obligado enunciar una poética y en base de esos parámetros, establecer las diferencias y afinidades, los aspectos más relevantes del poeta presentado.

Plantearse una poética, significa en primer lugar el intento por definir lo que consideramos poesía y luego, el afán por sistematizar ordenar nuestras intenciones dentro de ella y sus alrededores.

Sin embargo, y a renglón seguido debo decir, que el discurso poético es quizá el único que se resiste a los ordenamientos y racionalizaciones. Su misma sustancia es de por sí la ruptura de la norma. Normas de cualquier nivel y calibre. Normas semánticas, sintácticas o verbales. Y no se diga rupturas con el “sentido común”, con los deberes y obligaciones del buen ciudadano. Pero existe una ruptura que a mi parecer es la más importante: la ruptura de la realidad o, mejor dicho, con las convenciones de lo que acatamos por realidad. Dentro de este marco, la poesía está para decirnos que hay otros mundos, sí, otros mundos que están y reclaman dentro de este.

Justamente, por su capacidad de hacernos ver, sentir y conocer lo que está más allá de las convenciones, la poesía se erige como el discurso del anti-poder. La rebelde con y sin causa de las epistemologías oficiales. La poesía es subversiva porque cuestiona la moral y los dogmas con los que se nutre el poder. Otorgarle a la poesía una misión política o religiosa, una finalidad, un sentido práctico es desnaturalizarla de su condición de escalofrío.    

Veamos este primer escalofrío que nos entrega Augusto Rodríguez:

Oración a un padre que ha fracasado 

“Padre:
Ya no quiero seguir copulando con los muertos/ Ya no quiero encontrarme en mis pesadillas/ con tu rostro moribundo/ ya no quiero amar a mamá ni usar tus corbatas y calzoncillos sin tu aprobación de varón/ sé que mi puñal te asesinó, pero padre era necesario/ tenía celos y envidia de ti/ y bastante tengo con ser yo, para todavía tener que cargar tu pesada cruz”. 

En definitiva, pretender conceptualizar a la poesía, equivale a maniatarle con una camisa de fuerza, esclavizarla con la “razón” del enemigo. Ya en 1800, Novalis decía que la poesía curaba las heridas producidas por la razón. Es que a la razón le atraen los límites muy estrechos, las tajantes divisiones entre verdad y falsedad, entre lo aceptable e inaceptable, entre el yo y el no-yo, entre cordura y locura. La razón da por supuesto la existencia de una base firme, de un centro fijo. Pero la poesía está para recordarnos que el centro está en todas y en ninguna parte, está para que se corra la tinta y se borren los límites. Para que en algún momento de nuestras vidas, nos sepamos quién es la cruz y quién el Cristo. 

“Y bastante tengo con ser yo, para todavía tener que cargar tu pesada cruz”. 

El filósofo rumano, hace poco tiempo desaparecido, E. M. Ciorán decía en alguna parte de su Breviario de podredumbre: “Muchas veces he soñado con un monstruo melancólico y erudito, versado en todos los idiomas, íntimo de todos los versos y de todas las almas, y que errase por el mundo para nutrirse de venenos, de fervores, de éxtasis, a través de las Persias, las Chinas, Las Indias muertas, y las Europas moribundas, muchas veces he soñado con un amigo de los poetas que los hubiera conocido a todos por desesperación, porque sólo a los poetas les es permitido verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis, quejas, en el espacio que le permiten los versos, no así a los prosistas, cuyas páginas necesariamente tienen que ser medidas y civilizadas como para que las lean y las entiendan los otros. Esta no es obligación del poeta, porque en la mayoría, si no en todos los casos, la poesía nace como una inaplazable necesidad de hablar y escucharse a sí mismo, de la urgencia de vernos reflejados en un espejo. De la angustia y el temor de habernos invisibilizado como vampiros y, por lo mismo, necesitamos concretizarnos en cada poema, sentir como verso a verso se va ensamblando nuestro espíritu a nuestro cuerpo.  

“La pregunta de Bukowsky

¿Qué es un cuerpo sino un hombre
atrapado interiormente
durante un breve espacio de tiempo?
se pregunta
el poeta Bukowsky
y yo te respondo:
pues nada de nada,
más que mierda enclaustrada
en más mierda”.

En definitiva, el poema nos otorga nuestra identidad. Esta necesidad, esta angustia por concretizarse, percibo en la poesía de Augusto Rodríguez:

“El cuchillo tiembla en mi puño. No hay nadie en la casa, me escondo en el corredor y sigo pensando que no hay nadie.

Pero una sombra cruza sospechosa el animal que hay en mí me incita a atacar y ataco:

Otro muerto más para que los diarios gocen con su sangre y yo en mi clandestinidad, solo, con hambre y sin que nadie me tome una maldita foto”. 

Concretizarse, afirmarse, identificarse, pero ¿cómo?, es la pregunta que surge en todos y cada uno de los poemas. La respuesta que nos da el libro en su conjunto, parece ser esta: mediante la transgresión, mediante el pecado, mediante todos los excesos y todos los vicios, mediante el rencor que Augusto Rodríguez lanza al rostro de los otros, pero sobre todo hacia el rostro de los otros, pero sobre todo hacia el rostro que por momentos, estremecedoramente cínicos, le devuelve su propio espejo. ¿Acaso, no hay mejor espejo que el del padre? 

“Padre me voy/ sí pero aquí te dejo mis poemas/ para que los leas y después los quemes/ pero antes te darás cuenta, tal vez, de lo que en vida te odié”. 

Soledad, frustración, descreimiento y rabia destilan las páginas de este libro. 

“Fui un exiliado de todas las dictaduras
y de todas las reuniones sociales
solo porque era un alcohólico
¿acaso ellos no se emborrachan?
Total mis únicos amigos fueron los vagabundos ciegos
y los rateros nocturnos
con ellos aprendí a beber vino rojo
que es la verdadera sangre del mundo” 

Sin lugar a dudas, en la poesía de Augusto Rodríguez, se encuentra coraje, la valentía indispensable para echar por tierra los dogmas morales y los estereotipos sociológicos. Se encuentra calidad y voluntad poética. Esto me hace pensar que en algún momento terminará por acertar con su centro. En la plenitud. En la más hermosa fibra humana.

 

 

 

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El poder: un dinosaurio ebrio
(La poesía de Augusto Rodríguez).
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