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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |



 





DÍAS DEL FUTURO PASADO

Por Aníbal Ricci


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Las primeras cuadras camino asustado entre personas cuyas caras desconozco. Temo encontrarme con algún profesor. Un compañero de curso es más probable, pero menos complicado de explicar. Es pleno invierno y salí sin paraguas, la parka no será suficiente. El sector de Plaza Ñuñoa es el epicentro, una vez cruzado Irarrázaval irán disminuyendo los latidos del corazón.

No me importa la lluvia, capear el colegio no es una tarea fácil. Pasado las ocho el peligro disminuye y en las cercanías del Campus Oriente es casi imposible encontrarme con alguien conocido. Mis pasos son parsimoniosos, el comercio abre más tarde y tendré que deambular por las cercanías de la Oxford. 

Sin prisa conecto con una calle menos transitada y voy conejeando por calles angostas. Llevo meses enfermo, las amigdalitis se han sucedido una tras otra y mis padres evitan inyectarme penicilina. Los cuadros de fiebre son eternos y muchas veces alcanzan los cuarenta grados. Mis capacidades no son las mismas, los pensamientos se han vuelto circulares, desvaríos como estar sumando cifras en el pizarrón mientras el profesor no cesa de dictar números. Todo es mental, tengo demasiado miedo a equivocarme, un miedo que me persigue en pesadillas. Supongo que las altas temperaturas han hecho pebre mis neuronas, me siento cada vez más estúpido. Antes leía un cuaderno y la mente fijaba cada página, mientras que ahora leo un párrafo y quedo atascado, pensando en otra cosa o complicado con el significado de una palabra. No puedo avanzar dentro del contexto general, una sola palabra me dispara hacia otro lugar.

Sigo caminando por Manuel Montt, la casa matriz de Oxford todavía no abre sus puertas. Voy por la altura del 500 en dirección a Providencia. Son cerca de las diez y algunos locales están abriendo, aunque la tienda de bicicletas atiende a partir de las once. Todo el semestre he visto televisión cagado de frío, la fiebre mantiene mis pies helados. Mientras los demás almuerzan saco monedas de la cartera de mi madre. Enfermo no puedo ahorrar debido a que no me dan dinero. Echo de menos andar en bicicleta, ya me cansé de copiar cuadernos y asistir al colegio a dar pruebas orales, a veces dos o tres en una mañana. Los profesores de castellano me desafían con libros fuera de programa y agradezco leer algo distinto a la literatura española. La metamorfosis de Kafka es una historia poco común, pero me ha hecho mucho sentido. En la mañana todos desaparecen de la casa y quedo horas en medio del silencio. Muchos días transcurren sin pronunciar palabras, mis amigos no me van a visitar luego de tantos meses, temen que los contagie. Tuve paperas por segunda vez, algo inaudito. Lo típico es que se inflamen todas las glándulas al mismo tiempo, pero mi caso ha sido desafortunado. La ropa del colegio me queda ajustada, seguro he crecido durante estos meses. Soy una cucaracha, permanezco con las luces apagadas atrapado en un tiempo que no avanza.

Van a ser las once y espero a que abran la Oxford. Con el dinero robado me alcanza para comprar un velocímetro magnético que indica un montón de datos. Distancias recorridas, promedio de velocidad y obvio los kilómetros por hora. Hace tanto que no pedaleo, aunque sé que mis músculos tienen memoria y apenas recupere la salud subiré de nuevo el cerro San Cristóbal.

La sensación es la misma que cuando estoy enfermo. La falta de oxígeno hace entrar en un trance donde las ideas son confusas y muchas veces disparatadas. Enfermo he empezado a agarrarle fobia a las clases, siento una especie de vergüenza al reunirme con mis antiguos compañeros. Ellos van a fiestas y disfrutan los fines de semana, tienen una vida de la cual soy ajeno. Parezco una cucaracha que evita la luz y las personas me han empezado a incomodar. Descubrí el cajón donde mi padre guarda la llave del escritorio. Saco sólo dos billetes para que no se dé cuenta. Hace un mes atrás quería dejar de existir y me sumergía en agua fría por las noches. Todo cambió al convertirme en ladrón. En algún compartimento de mi cabeza se disparó algo desconocido. Acceder a esa llave me hizo sentir vivo y ahora deseo recuperar la salud y estrenar el velocímetro.

No quiero volver al colegio. Seguir las lecciones y obedecer a los profesores me resulta desquiciado. Vendrá el verano y superaré las enfermedades. La temperatura dentro de la casa no supera los once grados, mejor vagar por las calles y entrar en calor, no estar en clases como el resto me hace ser diferente, un poco de locura me ha dado la energía necesaria para emprender el viaje. Serán cinco horas en bicicleta y el velocímetro informará de las estadísticas. A Cartagena deben ser cien kilómetros. Mi primo desempolvó la mediapista y emprendimos juntos la travesía. Dejando atrás Melipilla al ritmo de cada subida. Las piernas dolían hasta que apareció el anuncio del balneario. Pablo puso décima y desapareció sorteando las grietas del pavimento. Su valentía era innegable, por primera vez tuve miedo al descender. Pedalear cuesta abajo por el San Cristóbal siempre fue un suicidio, el acto demencial de esquivar autos en sentido contrario. Manteniendo la velocidad al invadir la otra pista. Ahora me preocupaba no dañar la bicicleta, cuando meses antes poco importaba arriesgar el pellejo. Algo había cambiado, no era amor al peligro, sino la posibilidad de vislumbrar caminos diferentes. Poco a poco superé el deseo de hacerme daño. La enfermedad esta vez no había sido sólo física, sino que la mente me había jugado una extraña pasada. Para afrontar la embalada cuesta abajo era mejor un poco de miedo. Sin temor no había nada que perder. Podía vulnerar las reglas y tomar atajos para que el tiempo transcurriera más rápido. Los números del velocímetro eran irrefutables. El peligro mostraba el camino alternativo, una vía de escape para evitar que la mente detuviera el tiempo.


To wander in the wasteland,
immortal to the end.
Waiting for the judgement,
but the judgement never ends.


Elijo un rumbo diferente y escapo de la moral de los hombres. Sobrevivo sorteando obstáculos y desplegando una cordura desquiciada. El delirio será el antídoto para afrontar esta vida que devora a cada instante.



 

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