«Tu vida siempre ha sido una mentira», una letra contagiosa que escucho todos los días. Proviene de una teleserie que sigue mi hermana y de tanto repetir ese estribillo estoy seguro que esconde alguna verdad. Para un escritor la mentira se disfraza y se vuelve una certeza. Abraza su oficio porque desea revelar una injusticia, algún suceso que lo impulsó a escribir. Su biografía no es real, es lo que deja traslucir a través de las palabras. Hechos que nunca sucedieron, pero que en un instante lo transformaron en un traficante. La huida por una Latinoamérica corrupta y el dolor por la pérdida de su amada resulta romántico, pero no es más que miedo a que otros lo rechacen y le confieran heridas. «Mi suerte se cambió con tu presencia», esa mujer oscura que borró el recuerdo de una mejor historia. Una mujer cruel le destrozó el corazón, un alma salvaje que lo asomó al abismo. La escritura fue lo único que logró resignificar ese dolor. Insisto en que me asaltaron, pero todos sabemos que es una mentira. Me pregunta si estaba con alguien en la habitación. La botella de whisky está vacía y miro asustado hacia la mesita de la hamaca. Hasta el momento no hay rastro. Uno de los policías ya registró mi pantalón y no hay pruebas. Nervioso pongo la mano sobre el televisor, donde tampoco hay huellas. Voy a la cocina y me detiene otro policía. El pasaje a la cárcel podría estar cerca. Pero, mayúscula sorpresa, no hay ningún resquicio de cocaína en todo el departamento. Aliviado, voy a la pieza y cercioro que mis cheques de viaje están intactos. El policía recoge la billetera y hurga en mis documentos. La identidad es algo difícil de refutar ante un papel que informa de tu nombre real. Por algo los indocumentados inventan identidades, así como las prostitutas cambian su nombre. «Una vulgar y estúpida mentira» que el cliente o la policía deja sin sanción. Acepta ese nombre inventado por el escritor. «Esas palabras bellas que… dejan en el fondo cicatrices». Me llamo Casandra y estoy segura de que estás conmigo. El placer los reúne en ese escenario de tantas batallas. Pero después del sexo y el cigarrillo, la chica confiesa que en casa la espera un hijo. Una extranjera que conoce el oficio y educa a su retoño lo mejor que puede. Casandra es en realidad otra persona y ese niño el fruto de una anomalía anticonceptiva. El escritor supone que no es el padre, que lo ampara la ley de grandes números. «Jugué a ganar y sólo he conseguido…». Esa mujer oscura quedó embarazada antes de engañarme con otro. Ingrata traición que invocó «…un puesto en el reparto del olvido». No quiero ser el padre de ese hijo y a Casandra todavía no la recogía de una esquina. Predijo que iba a escribir la historia del hijo prematuro nacido de una madre adicta al alcohol y las drogas. El escritor concibe ese futuro posible, no sólo para la prostituta, sino también para el testigo del milagro.