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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |










EL ÚLTIMO FIN DE SEMANA

Por Aníbal Ricci


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Elena levanta la copa y bebe el último sorbo de merlot mediocre. Sabe que, al hacerlo, está indicando a Sergio que da por finalizada la tardía merienda en el restaurante chino de chillona decoración. No hay muchas alternativas de encontrar algo para matar el hambre sin sentir que infringen la tradición de no comer carne en Viernes Santo. Están en La Serena, un lindo balneario de mar a quinientos kilómetros de la ciudad capital, Santiago de Chile. Han coincidido en que a ninguno le agrada el pescado ni los mariscos. Acuerdan ordenar un chau mein, un guisado de fideos de arroz con verduras. Sergio levanta el brazo derecho y le hace a la mesera la seña habitual para indicar que desea pagar la cuenta. Instantes después, ella se acerca con un platito en cada mano y los deposita sobre la mesa. En uno, la adición, en el otro, dos galletas de la fortuna, de esas que habitualmente sirven añejas, duras como palo, y que al quebrarlas esconden en su interior una tirita de papel impreso con alguna máxima o vaticinio. Elena se apresura a elegir una y morderla, más que por ansias de algo dulce que de curiosidad por leer el mensaje, para alargar, aunque sea por algunos minutos solamente, la permanencia en el restaurante antes de emprender la caminata de tres calles de regreso al Hotel Papaya, donde Sergio tiene reserva de habitación y había dejado estacionado el coche hacía menos de una hora. Elena piensa leer en voz alta la breve frase del papelito, pero se arrepiente de inmediato y lo coloca debajo del platito donde llegaron las galletas. Sergio la invita con una sonrisa y una levantada de cejas a compartir con él lo leído, mientras abre la galleta suya, pero acepta, aliviado, el gesto de ella al comprender, antes de arrugarlo, lo que aparece en su pequeño mensaje: «Irán, pero no volverán». Elena cambia de tema comentando que las placas de poliuretano que conforman la decoración del cielorraso le recuerdan los pasteles de merengue de cumpleaños de su infancia.

«Irán, pero…», repite en su mente, aburrida, Irán es un país donde antes dominaron los persas, nada tiene que ver con La Serena, como todos los chilenos, han aprovechado los días feriados para tomar aire fresco, Jesús los tiene sin cuidado, aunque quizás el viaje resucite este matrimonio que hace rato se fue a la cresta.

–«La muerte es el comienzo de la inmortalidad», decía mi galleta de la fortuna.
–Todas estas sentencias están pensadas en tono neutro –le responde Sergio.
–«… pero no volverán» no me parece muy positivo, es como una sentencia final. Al menos la mía habla de una vida después de la muerte.
–¿Te tinca dar una vuelta por La Recova?

Este hombre nunca hace el esfuerzo, conversar con su mujer no es precisamente algo motivante.

–Irán empezó las hostilidades –Elena prefiere hablar de temas que no le interesan a Sergio. Ella es historiadora y conoce bien el conflicto de Medio Oriente.

–Pero los judíos están masacrando mujeres y niños.

–Gaza está lleno de túneles donde Hamás opera, tienen acopios de armas bajo los hospitales.

–Pero los civiles son inocentes –interrumpe Sergio– están matando de hambre a los palestinos.

–Lo que no muestran en televisión es que Hamás lanza decenas de cohetes sobre Tel Aviv, es casi un deporte.

–Pero los judíos tienen su Cúpula de Hierro, no les afecta en nada.

–¿Encuentras lógico que los ataquen todo el tiempo?

–Irán odia a los judíos, el enemigo pequeño –proclama dos decibeles más arriba–. Estados Unidos es el gran enemigo.

–Vimos la serie «Teherán» –comenta Elena–. Tanto el Mosad como la guardia revolucionaria iraní son implacables.

–Irán debiera lanzarles una bomba atómica y hacerlos desaparecer.

–Israel tiene el tamaño de la Región Metropolitana –reflexiona la mujer–. Basta un solo misil para vulnerar las defensas.

–Odio a los sionistas capitalistas –Sergio enfurecido con la conversación.

–¿Me encuentras la razón con el asunto de las bombas?

–No creo que hayan enriquecido uranio.

–Pero te gustaría.

«Esta vez no volverán», esas palabras nuevamente. Le gusta sacar de sus casillas a Sergio, demostrar que está vivo, han pasado meses del último polvo. Irán a La Recova y comprarán unas artesanías que no sabrán ubicar dentro de la casa enorme sin hijos. Volverán esta vez, como tantas otras, a sus vidas sin objetivos. Sergio es sociólogo y siempre comulgó con ideas socialistas. Odiaba el capitalismo, a los gringos, ahora Trump era el fascista de turno.

–«La muerte es el comienzo de la inmortalidad».

Elena dio por muerto el matrimonio hace años, sigue por inercia, prefiere vivir con los sueldos de ambos, profesores universitarios que pueden darse ciertos lujos. A veces piensa que debiera renunciar, no a la pega, sino a Sergio y aspirar a otra vida. Superar esta mediocridad sería vencer a esta muerte, pero ya no tiene fuerzas para empezar de nuevo.

–Ha estado bueno el tiempo.

–Fue buena idea comer en los chinos.

–Dejemos La Recova para otra vez.

–Exquisito el vino.

Elena sabe que es un vino de mierda, que la conversación ha sido una mierda, está muy enojada, pero no quiere que Sergio empiece a hablar de nuevo.

–Estoy cansada.

Este último fin de semana parece una maldición. Elena ya no tiene ambiciones, los alumnos le dan lo mismo. Lo peor de este fin de semana es que no será el último. Habrá otros más adelante, cuando las palabras apenas se crucen entre ellos. Ya no habrá discusiones, sólo recriminaciones en silencio.

Con los años llegará la muerte, no quiere resucitar ni reencarnar. Acudir sola al Danubio Azul, pedir una carne mongoliana y como premio una galleta de la fortuna le confirma que Sergio no volverá a aparecer ni siquiera en sus pesadillas.



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