Persigue al hombre por varias cuadras y se escabulle tras un muro. No lo ubicó entre los empleados de la nómina. Las cámaras mostraban un rostro desconocido para el encargado de la planta. Siguió las pistas por semanas, ninguna señal de acelerantes. Había seguros contratados, por eso las sospechas recaían sobre los dueños. El incendio devoró íntegras las instalaciones, muchas personas quedaron sin trabajo de la noche a la mañana.
El apellido Mendoza no figuraba al comienzo de la investigación. Lo esperó afuera del bar, el sujeto retornaba donde la señora que le ofreció un café. Reveló su identidad y que pagaba puntualmente el arriendo. Era viuda y los hijos vivían en el sur. El hombre misterioso se hizo pasar por un amigo, no recordaba su nombre, pero la anciana le respondió confiada.
A veces sale al anochecer –le explicó– y lo dejó en la puerta. Estaba anunciada lluvia, pero al parecer no acertó el pronóstico. El hombre hizo preguntas por el vecindario. ¿El bar más cercano? Mostró una fotografía al joven que atendía, miró a la concurrencia y creyó reconocerlo. Buscó una mesa en la vereda y pidió una cerveza. La entrada estaba cubierta.
Llamada de una mujer. –Nos vemos mañana a las siete–. Otra llamada, esta vez su esposa. –Estoy trabajando, no puedo hablar–. La mirada fija en la puerta de entrada. Tras media hora el sospechoso pidió la cuenta. Se apresura en pagar al muchacho y espera en la esquina contraria.
Sale del lugar y está seguro de sus facciones. Mira desconfiado y cruza la calle delante suyo, está a cuatro cuadras de la pensión. Caen las primeras gotas y las pisadas pasan desapercibidas. Antes de doblar en la esquina, el sujeto mira de reojo y se larga a correr.
Revisó los registros de llamadas de los hermanos Parraguez. Un número se repetía durante el último mes. Un celular descartable. Los mensajes eran crípticos y no hacían mención de la fábrica o de una fecha particular.
La señal había sido captada desde una torre situada en una comuna populosa. Eran cientos de casas a la redonda, algunas situadas en Bajos de Mena. Pero no todas las llamadas provenían de esa antena, otras fueron efectuadas desde los alrededores del suceso. La semana anterior al incendio se interrumpió la comunicación.
Pedro Parraguez llamó a su familia y a unos proveedores. En cambio, su hermano recibió múltiples llamados de un celular desconocido.
Corrió tras él, el pavimento estaba resbaladizo. Dobló en la otra esquina en dirección contraria. No pensaba volver a pernoctar, eso era seguro. Saltó el muro y se fugó por el patio. Tocó el timbre para alertar, ladró un perro. Abrió la reja y mostró la placa. Sacó el arma y penetró en la oscuridad. Divisó luces tras una pandereta y se aseguró de recorrer el recinto. La luz del otro lado provenía de una terraza improvisada.
El detective Robinson interrogó al otro hermano, percibió nerviosismo en Juan Parraguez. Otro funcionario de la PDI siguió su vehículo por días y en una ocasión ingresó al patio de comidas de Bellavista. El complejo tenía tres salidas y Juan desapareció. Hubo otras llamadas, desde otros celulares sin registro, ninguna pista, salvo que Bajos de Mena parecía ser el epicentro.
El detective mostró la fotografía de las cámaras. Pequeños bares sin que nadie reconociera al sujeto. En otro operativo en Bellavista cubrieron todas las salidas, pero Juan Parraguez volvió a desaparecer entre los restoranes.
Un mozo reconoció haber atendido a Parraguez y que conversó con otro sujeto de acento extranjero. En Bajos de Mena no estimaban mucho a los foráneos, era un reducto donde la droga provenía de bandas locales.
Robinson llegó con una botella de vino. Saludó al niño y se sentó en el sofá, madre soltera, poco más de veinte años. –Nunca respondes el teléfono–. Le explica que es cosa del trabajo, a veces encubierto, siempre lo mantiene en silencio. Al chico lo soborna con un autito en miniatura, menos presión de su madre. –Podríamos ir a bailar–. Otro fin de semana, le responde. Espera que el pequeño se vaya a dormir. Beben una copa de vivo y se desvisten en penumbras.
Bajos de Mena. El venezolano volverá por sus pertenencias. Antes lo sapearon los vecinos, no tenía conocidos y a veces acudía a un bar cercano.
El detective lo seguía desde hace semanas. Habló desde un celular, pero no tenía registrado ninguno bajo su nombre. La hora del llamado no coincidía con el número de Parraguez, pero la torre que registró la llamada correspondía al domicilio.
Walter Mendoza decía llamarse, lo reveló su casera. El nombre no pertenecía a ningún extranjero residente, como tampoco figuraba dentro de los ingresos de policía internacional.
Robinson Rodríguez tenía dos hijos en la universidad y su esposa era voluntaria de la Cruz Roja. A veces la llamaban de urgencia desde el hospital. Rodríguez sabía sobre el asunto de los turnos. No era difícil buscar excusas para no llegar algunas noches. En la comisaría no tenía amigos, acostumbrado a escalar rápido dentro del escalafón.
Robinson tenía detectives bajo su cargo, pero le gustaba cerrar los casos en forma personal. Mendoza era su chapa, al parecer un indocumentado ingresado tras el bochorno de Cúcuta.
–El sujeto se nos ha escabullido varias veces.
–Le perdí la pista en el sector San pablo con Matucana.
–Un venezolano cualquiera.
–Debe tener instrucción.
–No portaba armas –aseguró Rodríguez.
–Pero sabe esconderse.
–Allanen la casa de la vieja y vean si encuentran precursores.
Robinson estaba mosqueado con estos extranjeros que cruzan las fronteras. El caso del teniente Ronald Ojeda había tomado un rumbo alarmante. Refugiado del gobierno de Chile, proveniente de las filas del ejército bolivariano y secuestrado en la comuna de Independencia en febrero del año pasado. Las indagatorias de fiscalía sospechaban de una operación orquestada desde Caracas. Estos sujetos operaban en las sombras, desaparecían y cuando son hallados fuera del territorio, era imposible lograr una extradición desde Venezuela.
Walter Mendoza desapareció del radar y a la semana siguiente Juan Parraguez fue encontrado muerto en su domicilio. Habían desaparecido varios millones de su cuenta bancaria. Giros en efectivo de seguro escondidos en el maletín que el dueño de Parraguez Hermanos llevaba cuando se les escapó en Bellavista.
Ahora estaba extorsionando al otro hermano, pero Pedro Parraguez contactó de inmediato al detective Rodríguez. La planta incendiada estaba ubicada en el barrio de Quilín. La amante de Robinson vivía en Los Industriales, a pasos de la fábrica de uniformes.
Hace tiempo que no tenía sexo con mujer, pero Daniela era una cabra joven, muy dependiente económicamente. Robinson la golpeaba cuando el chico dormía y esa noche le avisaron de otra llamada a Pedro Parraguez, esta vez proveniente del depósito de fábrica ubicado al frente de la planta siniestrada. Una jugada extraña del venezolano.
Cuando inspeccionaron la planta no hallaron rastros de productos químicos. Las llamas no dejaron ninguna pista. Robinson Rodríguez estaba cansado del caso, por lo general daba con los culpables al cabo de unas semanas. No pidió refuerzos. Cada vez que le daba un beso a su mujer, se acordaba del coño de Daniela. Le gustaba tener sexo rudo y hacerla sentir miserable. Un tigre devorando su presa. Jamás se atrevería a denunciarlo, era indocumentada como este criminal de mierda que se reía en su cara. Salió a la calle de luminaria insuficiente. Llegó al portón y el guardia había sido reducido. Ingresó por una ventana con el arma empuñada. Mendoza vació una caja fuerte no detectada durante la investigación y rompió el candado de una bodega oculta en el patio trasero.
El detective lo encañonó y lo golpeó con el arma. Estaba cansado de este sujeto escurridizo. Recordó al exteniente Ojeda y su muerte miserable. Torturado y enterrado bajo cemento. Lo golpeó otra vez con fuerza y lo dejó inconsciente.
Extrajo unos productos químicos y roció al delincuente con ácido. Su rostro desfigurado le recordaba el rostro de Daniela tras la última golpiza. El pequeño no se daba cuenta de la gravedad. Deslizó el cuerpo de Mendoza e incendió la bodega. Que no quede rastro de esta alimaña. Se quedó viendo cómo ardía, las llamas reflejadas en sus ojos. Revisó las cámaras y el acto salvaje sin testigos.
Llegó a la garita y movió al guardia hasta la vereda. Imaginaba al venezolano quemándose y todos los procesos judiciales que no se llevarían a cabo. Odiaba los casos largos, estos criminales de El Tren de Aragua son tipos con instrucción militar que operan incluso dentro de las cárceles.
Esperaba un ascenso por el hallazgo del asesino, nadie sospecharía de un comisario de la PDI con hoja intachable. No habría preguntas incómodas, el antisocial manipuló químicos peligrosos. Su señora acudiría a la condecoración, la enfermera de la Cruz Roja, una fachada perfecta para seguir ascendiendo en la policía de investigaciones.