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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |



 





DOS MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE

Por Aníbal Ricci


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No quiero más minutos de trabajo inútil. El Cozumel me alberga como otras noches. La última vez traté de ahogarme en el jacuzzi. El agua fría se percibía tibia de tanto que soportaba sumergido. Estaba seguro que filmaban mi muerte, una degollada al pendejo que quería sorber un par de minutos de vida.

Ser gerente es algo fastidioso. Sabes que estás a cargo de algo, pero en el fondo es una excusa para respirar por más tiempo. Quizá ese aire le conformara a otro con metas más claras.

Esto de la familia no está resultando. Tengo una mujer que me adora y de verdad desearía regalarle el mundo (casas, autos, de eso estoy hablando) para hacer más fácil este recorrido.

Me acabo de terminar dos whiskys. Se supone que era para dos personas. Estoy solo en este lujoso motel y doy el agua del jacuzzi. No quiero escuchar nada que venga del exterior. Creo que fui protagonista de una película porno de guion delirante y retorcido.

No quiero saber nada de la próxima licitación. No confío en el producto que vendo. Después de veinte bolsas de cocaína ni siquiera estoy seguro de seguir siendo humano.

Repito frases de Iron Maiden que no he olvidado en veinte años.

The killer's breed or the demon's seed,
the glamour, the fortune, the pain.
Go to war again, blood is freedom's stain,
but don't you pray for my soul anymore.

Estoy apoyado en un rústico mesón y de la recepción dicen que todo el frigobar es mío. Ni el culo es de mi propiedad. Jalaba hace unas horas y me acosté con cuanto travesti moraba no sólo en el departamento sino en el piso completo. Con diez gramos se te adormece cualquier pensamiento.

La idea original era ir al café Montana de Diez de Julio y afilarse a una travesti de esas de culo esculpido a punta de sacrificios. No era mala idea con condón. Altas, mejores pezones y la chupan como los dioses. Ahí es donde el plan se empezó a caer. Jalé tanto que se me encogió al nivel de un clítoris. Me sentí más mina que el propio transexual. Igual no había vuelta atrás. A punta de billetes invito a una chica y otra colombiana. Quiero ver cómo esta última la penetra y estoy dispuesto a pasearme unas cuadras. No me acuerdo dónde dejé el auto, por lo que deambulamos entre los mecánicos deseosos de comerse a la negra. Converso con la chilena que no se atrevía a salir conmigo, no te conozco, lo mismo de siempre. La travesti va evitándonos detrás, se sabe discriminado, siento un poco de vergüenza. Sus piernas en la penumbra del café no brillan como su cara a plena luz del día. Entramos a un tugurio de esos con salita de espera y cortinas. Una señora nos guía por laberintos de tres pisos de altura. La habitación, el baño, la ventana, la cortina, todo denota poca privacidad. Las chicas se empiezan a sacar la ropa, pero el lugar me resulta sospechoso. Rosan burdamente sus cuerpos, me revienta que empiecen a emitir sonidos impostados. Les pido detener la función. Está cediendo el efecto de la droga y ya no deseo seguir con ellas. Al principio quería ver cómo Carmen (eso se lee en sus botas) introducía su sexo dentro de la que suponía mujer. Sin embargo, entre los gemidos colombianos, el disfraz de enfermera y todas esas idioteces, mejor quedarse en la habitación viendo unas pornos. Tuve que soportar el discurso de cuídate, nosotras no somos tan malas como el resto del ambiente. De no ser por la coca se me hubieran hinchado las pelotas. Fui educado y les serví un whisky.

Por fin quedé solo y me cubrí con las sábanas. Donde antes no había imágenes ahora mágicamente sintonicé la pornografía. Trucos de motel. Ni intenté masturbarme. Cinco bolsas parecían suficientes y sólo a través de los ojos podía sentir placer. Agarro el auricular y pido otro poco de cocaína. Eso no se vende aquí, me hace comprar un par de whiskys y dejar cinco lucas de propina esperando que la coca vuelva a aparecer en el menú. La viscosidad penetra en mi sangre y se activan pensamientos lascivos. Parece que lo hubiera pedido, tocan a la puerta y en bandeja de plata aparecen dos bolsas. Veinte mil por el whisky y lo extra. Noto que con el paso de las horas ya no veo personas, sólo manos que intercambian bienes. Dinero, droga, no quiero seguir vendiendo más softwares.

Faltan dos minutos para la medianoche. Me pongo los pantalones, la billetera está intacta. Recordé dónde estacioné el auto. Justo frente al Montana, cómo no se me ocurrió antes. Creo que estuve en otro café, de genuinas mujeres, un fragmento de otro día.

Conduje directo a Holanda con Pío X, apagué el contacto y se acercaron un par de travestis ABC1 (con departamento, dealer y taxista incluido). Claudia resultó más atractiva. Conversamos un rato mientras Cristal conseguía cien lucas de droga. No estaba nada mal esta dealer–shemale. Claudia la había estigmatizado como portadora de VIH. Creo que con el ritmo que llevan da lo mismo morirse un par de años antes.

Claudia hablaba hasta por el pene, que lucía bien dotado a través de su traslúcido calzón fucsia. Pechugas formadas por hormonas, cintura menuda y un culo travestido. Pese a sus 25 años, el rostro parecía de 35. Según lo que contaba pasaba de largo al menos dos veces por semana y destinaba sólo cuatro mañanas para dormir. Las transexuales me parecían parte de la evolución femenina. Más atractivas y con más posibilidades. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro. Luego de unos pocos años de esplendor, la droga dejaba sus rostros convertidos en clones de Lou Reed.

Llegamos al Mar del Plata y pedimos más de lo mismo. El whisky bajaba las pulsaciones. No sólo eso, sino las barreras que separaban de este tremendo pedazo de culo que tenía a mi lado. Me hablaba cada vez más rápido sin hilar una idea con otra. Su boca se volvía la más atractiva que podía procesar el deseo. Claudia se colocó frente al espejo contoneando su trasero. El calzón se fue deformando y la agarré con urgencia. No pude aguantar más. Tuve que descargar la energía que generaban sus movimientos. Pedí otro whisky. Me contó que arrendaba un departamento en el centro y compartía los gastos con Cristal.

Estacioné en el subterráneo de Santa Rosa y caminamos hasta calle Tenderini. Ese bombero murió en un trágico incendio. Subimos cuatro pisos y al abrir la puerta nos recibió el olor a encierro, a vida suspendida, al final de una salita demarcada por meado de gato.

Claudia descubrió una cajita de cuyo interior aparecieron decenas de bolsitas de cocaína. Me la entregó cuidadosamente para que la administrara. Era un honor, así lo entendí cuando sobre la mesa colocó una botella de whisky. Brindamos en diminutos vasos que desaparecían uno tras otro junto con las huellas blancas alineadas sobre un espejo.

Nos sacamos la ropa y fuimos a la pieza de al lado. Parecía un cuarto de soltero con una pantalla gigantesca. De inmediato colocó una película cargada de falos en primer plano. Desnudos sobre un cubrecama fucsia del mismo color de su calzón. Ya no eran necesarios billetes enroscados sino nuestras narices de oso hormiguero. Jugábamos con las lenguas mientras los sexos no correspondían. Rozamos nuestra piel y fuimos testigos de como los chongos fundían la electricidad de los cuerpos. Seguimos tomando, esta vez directo de la botella. Observando hacia las cortinas de un verde muy difuso. Apenas consciente, escuché que abrían la puerta del departamento. Cristal, señaló Claudia acariciándome la espalda. No estaba tan mareada al parecer. Cristal era rubia y tenía una voz sedosa. Comenzó a tocarme la entrepierna y con la boca rompió una bolsa y dispuso el polvo blanco entre el índice y el pulgar. Sentí un pequeño golpe eléctrico mientras Claudia hizo lo mismo y de nuevo Cristal arremetió esta vez con su sexo. Medio inconciente pedí más whisky que se fue escurriendo por mis labios.

Tras la puerta presentía a varios pares de ojos. Los míos no servían de nada, sólo veía borrones de color verde y fucsia. Sentía las risas cada vez más cerca y algunas voces que pedían que enfocara la cara. Traté de enrollarme, pero me volvieron de cara al techo. Acercaron sus penes y no me quedó otra alternativa que succionarlos. Me sentí como un niño alimentado con leche materna.

Desperté en medio de una tina de baño. Veía dificultosamente y sentía un fuerte dolor en uno de los ojos. Estaba desnudo y el agua golpeaba mi espalda. Era fría pero sedosa. Fluía sobre mi pelo y provocaba una sensación saludable. Percibí un ruido al otro lado de la pared y apagué la llave. Un azulejo parecía moverse y abajo había una bolsita. La rompí apenas con mis dedos húmedos y chupé todo el contenido. El azulejo cayó y se quebró. Estaba arrodillado ante el hueco de donde aparece una mano blanca. Lamo su cobertura de cocaína y me acaricia. Luego se retira y regresa con una petaca de whisky. Una especie de sueño que cumplía los deseos.

Reaparecieron Claudia y Cristal envueltas en lencería negra. Me levantaron y sacaron del baño. Yacía sobre el cubrecama negro. Claudia cargaba una pequeña cámara y Cristal ofrecía otro poco de coca. Filmaba mientras se proyectaba una película en el plasma gigante. Dos lesbianas besándose y acariciándose sobre sus ropas. Quedé prendado de esas bocas al tiempo que Cristal me sodomizaba. Claudia decía que este cabroncito podía ser degollado cuando quisieran. Cristal seguía convidando droga. La tiraba al suelo y mi lengua absorbía el polvo. Quedé boca abajo con el trasero sobre la cama. Pedí whisky y Claudia vertió whisky sobre su ombligo. Se lo besé buscando aquel líquido viscoso. No podía ver nada. Ninguna de las imágenes que filmaban estas diosas del deseo.

Desperté con rayos luminosos en la misma habitación. Recostado sobre la cama, pero de nuevo con la ropa puesta. A mi lado había una jeringa y una frase escrita en un papel. «La sangre es la mancha de la libertad». Apenas podía concentrarme, pero capté el odio en las palabras de esa raza de asesinos que habían mutado de diosas a semilla del demonio. La puerta entreabierta parecía amenazante. Me imaginé que apenas cruzara el umbral me despedazarían a cuchillazos. Salto de la cama y me arrojo rodando hacia la otra habitación. No había nadie, sólo un gato que parecía conocer mi destino. Seguía agazapado en el suelo. De a poco reúno fuerzas para alcanzar la puerta del departamento. Corro por el pasillo hasta la puerta del ascensor, pero preferí las escaleras. Accedo a cada piso esperando el puñalazo al corazón.

Los peldaños se tornaron infinitos. Al fin llegué a la calle y hurgué mis bolsillos. Los billetes intactos en mi billetera. Detuve un taxi y le pedí que me llevara al Cozumel. No había ido a trabajar y tampoco me atrevía a regresar con mi esposa. Sabía que la había perdido para siempre. Estaba cansado de fingir que todo estaba en orden. No soportaba la sola idea de volver a la oficina y dar órdenes a otras personas. Demasiada responsabilidad para un padre de familia.

Del frigobar saco la botellita de whisky y me la tomo al seco. Mientras espero el jacuzzi observo el espejo en la pared. Creo que me observan, pero mis impulsos vencen y enciendo el porno. Subo el volumen para no seguir oyendo la voz de Cristal. Introduzco la mano en el pantalón, no me atrevo a desnudarme sobre la cama. Caigo y me aferro al tubo fluorescente que la ilumina. Su tibieza me aísla de la persecución. Adopto la posición fetal y reconozco una imagen del televisor. Aparezco en primer plano con los ojos casi cerrados. Me inyectan un fluido rojo en mi brazo. Busco rastros del pinchazo, pero el ojo duele demasiado. El televisor está conectado y replica las imágenes de mi retina. Me siento desnudo y cierro el ojo adolorido. La pantalla se funde en un falo gigantesco. Vuelvo a abrirlo y enfoca de nuevo la habitación. Miro el espejo y me siento descubierto. Estoy con los pantalones puestos, pero ya no soy dueño de las emociones. En la pantalla aparecen mis deseos más profundos. Apenas cierro el ojo el televisor interpreta mi mente. No soporto esta intromisión. Tomo el citófono para salir del lugar. Nadie responde …cinco …cuatro …tres …dos …uno.

Despierto recostado en una camilla rodeada de monitores. El hipnotista me explica que tuve una regresión profunda. Muestra las ondas de baja amplitud en una pantalla. Pide que me reincorpore lentamente y pregunta si fue satisfactorio. Observo por la ventana el movimiento de los automóviles sobre las bandas magnéticas. Le digo que jamás había experimentado algo tan puro. Presiento un recuerdo de otra vida, aunque quizás sólo sea un eco del futuro.


 

 

 

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