Una madre, un hijo drogadicto y la hija prostituta. La madre se tituló de psicóloga en tiempos de la dictadura. Hubiera querido estudiar sociología, pero esa opción era sospechosa para las autoridades. Julia tuvo dos hijos, una parejita decían todos. El padre vendía artesanías para turistas en los principales aeropuertos. Viajaba mucho en búsqueda de lapislázuli al lejano Afganistán. Hablaba perfecto inglés, Jorge y Andrea lo heredaron como segundo idioma. Pero el padre pasaba meses en el extranjero hasta que conoció a otra mujer y se avecindó en el viejo continente.
George desapareció de sus vidas y Julia, de ancestros españoles, se hizo cargo de la casona ubicada en La Reina. El patio era enorme y la madre recibía a los pacientes en su oficina de Luis Thayer Ojeda. Providencia era una excelente ubicación debido a la proximidad de la estación Tobalaba del tren subterráneo. Partía temprano a la consulta y se retiraba a las ocho ya oscuro durante el invierno.
Jorge y Andrea se graduaron en el Grange School, Jorge se inscribió en Medicina y dos años más tarde Andrea cursó una licenciatura en Letras Inglesas. La casa de dos pisos poseía muchas habitaciones, cuarto de juegos y otra habitación como estudio. Tenían cocinera y una persona se encargaba del aseo. El jardinero cuidaba del Lawngrass con trébol que rodeaba la amplia terraza revestida de cerámicos.
Julia era una mujer estupenda, muy delgada, no se volvió a emparejar. Una profesional que dejaba las cuestiones del hogar a sus empleados y en cierta forma sus hijos conversaban más con la servidumbre. Las únicas amigas eran otras psicólogas que hablaban de temas inentendibles.
El cuarto de Jorge estaba ubicado fuera de construcción principal. Recibía a sus amigos hasta altas horas, fumaban marihuana y tocaban la batería mientras Jorge conectaba la guitarra eléctrica al amplificador. Pololeaba con una estudiante de enfermería, casi toda la carrera, hasta que terminaron y el chico se enfrascó en fiestas animadas con drogas duras.
Andrea no enganchaba en esas celebraciones, aunque era bien liberal, su madre apenas cumplió catorce años le compró anticonceptivos. Los compañeros de Jorge eran mayores, pero Andrea tenía un novio de treinta años, profesional exitoso, supuestamente su futuro marido.
Jorge estudió oftalmología en Sao Paulo y llegó de Brasil aún más descarriado. Durante ese tiempo se distanció de su hermana y al regreso ella quiso recuperar los años perdidos. Su novio la descuidaba y en la casa de atrás probó la cocaína por primera vez. Nunca tuvo problemas con su cuerpo y hablaba de escritores gringos e ingleses como si fueran cercanos. Pese a que Bukowski era un misógino empedernido, le atraía esa prosa sucia sin horizontes. Un día hablando de Lovecraft, uno de los amigos de su hermano se dio cuenta que se refería al mundo masculino con total familiaridad.
Jorge instaló la consulta frente a la clínica Iopa, en cuyos pabellones se especializó en cirugías correctivas con Lasik. Julia seguía siendo esa madre lejana y perfecta que les pagaba el psicoanálisis a los hijos. Por alguna razón, Jorge no se volvió a emparejar y cuando se fue de la casa se habituó al sexo con profesionales. No le interesaba tener hijos, de hecho, luego de pololear muchos años un día se aburrió del cuento social. Acudía solitario a los matrimonios y el motel Cozumel era como su segundo hogar.
Andrea debía ir a estudiar un magíster al extranjero, pero fue postergando la decisión. Su novio economista era consejero del Banco Central. Una de sus mejores amigas del colegio trabajaba extrañamente en el Platinum, un club nocturno que le permitía recorrer el mundo. Alguna vez fue a ver su show, un ambiente lleno de hombres y entre los clientes uno la abordó.
Esta mujer encontró fascinante ese mundo de luces y en cierto modo la literatura norteamericana era fecunda en esos ámbitos oscuros del ser humano. Heredó la belleza de su madre y esa vez, aunque no andaba arreglada, ese hombre le ofreció una cita fuera del lugar. Era más joven que su novio y la trató con ternura. La miraba a los ojos y acomodaba el cabello, sobre todo le conversaba para no hacerla sentir como una prostituta.
A veces llegaba muy tarde a dormir. No eras tiempos de celulares y ella inventaba reuniones con amigas. Su novio era frío y calculador, ella era su trofeo. Descubrió un arma de seducción que no era precisamente su cuerpo. Andrea escuchaba a su supuesto cliente, era hábil con las manos y lo acariciaba. Eso derritió a Marco, un ejecutivo bancario al que su novia había puesto los cuernos. Salían a cenar y ella siempre proponía temas interesantes para hablar, de libros y películas.
Andrea por años anduvo de víctima, su madre apenas hablaba con ella y Jorge tenía muchos problemas con el alcohol. Su novio también la hacía sentir miserable, no apreciaba para nada la literatura. Leía libros de economía y eso es todo. El universo de Andrea no le importaba y Marco la escuchaba como perrito faldero. Obvio que tenían sexo en moteles, pero no era lo primordial del intercambio. Pudo haberse vengado del funcionario de banco, enrostrarle su ignorancia, pero se dio cuenta que disfrutaba haciéndolo feliz. Lo trataba con cariño, era curioso verla tan femenina, tan en el rol de mujer preocupada de un hombre. Pero a Andrea le gustaba juntarse en el Platinum, siempre se hizo pasar por una de las chicas. Nunca pasó un mal rato, una vez divisó a un ex alumno del Grange y se escusó con Marco por esa noche. En el local nocturno a veces conversaba con otros hombres, pero era para despistar y sentir otras miradas de admiración.
Jorge adquirió un departamento en el barrio el Golf. De pocos metros cuadrados, con una cocina americana bien equipada cuyo mesón operaba de bar. Le gustaba el whisky, el vino lo reservaba para las escort que contrataba por una noche. Las invitaba a su departamento de soltero, pero este chico que no conoció el cariño de sus padres, no era una víctima, sino un victimario que tenía sexo descarnado con esas mujeres bastante educadas. Algunas venían de colegios privados y a Jorge le encantaba bajarles los humos y tratarlas como esclavas. Esos encuentros a veces transcurrían en el motel Cozumel, donde la noche transcurría entre muchos gramos de cocaína y licores destilados.
Julia era una mujer independiente que siempre delegó los problemas de sus hijos. Con otros psicólogos, ahora Jorge acudía a un psiquiatra cerca de la municipalidad de Las Condes. Su madre lo derivó, un psicoanalista estricto con los horarios, que no dejaba colar ninguna intimidad con sus pacientes. Los trataba de usted y ante las confesiones de Jorge siempre fue esquivo. En cierta forma este psiquiatra era aún más impersonal que el padre que venía a Chile cada tres años.
Jorge no deseaba tener hijos y Andrea se estaba distanciando de su novio economista. Eran hijos problemáticos provenientes de una familia acomodada. “No hay nada más absurdo que vivir sin propósito”, decía Nietzsche. Muy rara vez se juntaban a almorzar los hermanos. Jorge era un maleducado que calzaba perfectamente con el alter ego de Bukowski. Pedía un Cabernet Sauvignon que se bebía hasta la última gota. Medio alcoholizado le refería su misoginia a su hermana. Por ningún motivo lo consultaría como oculista, lo imaginaba falso ante sus pacientes. Los almuerzos terminaban en un abrazo triste. Andrea era amable, pero su hermano no entendía de afectos.
La principal víctima era Julia, sus padres habían fallecido en España. Nadie le prodigaba cuidados y sus hijos eran unos malagradecidos. Ella pagó por la educación de ambos, ellos debían ser profesionales, pero no acudió a sus graduaciones. George era un mujeriego, era cosa de tiempo para que la engañara. Julia era fría, se llevaba muy bien con el novio de Andrea. Le gustaban las reuniones sociales donde nadie habla con sinceridad. Cenar en restoranes lujosos. Con George tenían una casa en la playa, nunca salían a divertirse. Por eso le encantaba escaparse de noche con las amigas.
La traición de George se las hizo pagar a sus hijos. No estaba dispuesta a que la vieran derrotada. Ellos eran sus víctimas y tampoco se preocupó de que ellos se respetaran. Andrea era la hermana chica que nunca fue a buscar, tampoco la integró al grupo de sus compañeros. Para Jorge era una mujer más, la hermana latera que hablaba de libros. Dejaron de verse. Jorge engordó y dejó su humanidad de lado. Despiadado y cruel, mientras Andrea mantenía esa doble vida que la alejó de todos.
Jorge se acercó a la barra y conversó con esta mujer sobre tacones. Maquillaje elegante como la mayoría de sus conquistas.
–Eres una mujer muy guapa. Te invito un trago.
–Estoy esperando a alguien.
–Vine con unos amigos a celebrar mi cumpleaños.
–Eres un hombre alto. ¿Pidamos un espumante en otra habitación?
–Solamente quiero conversar.
–Te espero en la mesa desocupada.
Jorge le pide a un mozo que los atienda mientras mira el trasero de la chica.
–Tu vestido rojo es impresionante.
–Salud por un año más.
Le mira las tetas que dejan poco a la imaginación. El rouge lo distrae, nunca la mira a los ojos.
–¿Cómo te llamas?
–Angélica.
–Un ángel de verdad.
Reconoce esa mirada y Andrea no imaginó este encuentro. Jorge sirve dos copas y le dice salud. No hay desprecio en su mirada. Sólo aburrimiento, ganas de acudir al baño y empolvarse la nariz. Jala esos pensamientos sin afecto, de verdad no le importa lo que haga su hermana. Vuelve a sentarse y ella se ha marchado.
De regreso en la mesa de sus amigos sólo hay preguntas.
–¿De dónde sacaste esa mina?
–¿Por qué la dejaste ir?
–¿Te dio su teléfono?
Los observa con indiferencia, son compañeros de la facultad que no ha visto en años.
«Nunca me llamará».