La rutina como lugar de descanso, apacible, confiable, si uno repite sagradamente los pasos de la semana anterior, parecerá que todo está calmo, que la vida continúa sin sobresaltos. Uno medita acerca del presente, lo analiza sin mediar emociones, no prestando atención a los eventos dramáticos. Simplemente ocurren y la rutina será el soporte para resignificar esos actos que permiten sobrevivir al tiempo. Antes vagaba entre los transeúntes, pero luego de un suceso trágico las calles vacías parecen no ofrecer salidas. Honorio se pegó un tiro en la sien y las harinas de la panadería se tiñeron de rojo. Siempre cuidó de su hermana, él salía a correr con ella, pero ahora me encuentro consolándola mientras todo parece cruel e irreal y mis emociones no logran contener a esta mujer que amo. Las vías observan desde la distancia y la vida adquiere un tono neutro que permite rescatar algo que parecía extraviado. Sentía su dolor e intentaba distraerla con panoramas absurdos. Descubría la gravedad de lo irreparable, pero percibía como se distanciaban sus sentimientos, quería estar sola y mi presencia simplemente la incomodaba. Los pequeños detalles de la cotidianidad reconstruyen la realidad, expresando lo desolador de ese evento repentino que remeció nuestros destinos. Reacciono con incredulidad frente a los momentos tensos donde descubro que he quedado solo mientras intento empatizar con el sufrimiento. Persiste el miedo al futuro y con pequeños gestos le transmito algo de humanidad. La rutina algo fría busca unir todo aquello que se ha roto. Enfrento la necesidad de madurar en medio de estos tiempos aciagos, de asumir la nueva realidad que el destino ha reconfigurado. Entiendo la fragilidad del ser humano y comprendo lo crucial de levantarse tras cada mañana. Una palabra de afecto o una sonrisa, aunque salgan del alma, a veces no pueden componer un mundo que se ha hecho trizas.
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Por Aníbal Ricci Anduaga.
