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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |









DÍA 44


Por Aníbal Ricci Anduaga


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La hora en que se retira la noche y comienza a despuntar el día, el instante de penumbra en que se originan más nacimientos y en que se registra el mayor número de muertes, esa hora del crepúsculo donde el artista concibe las mejores ideas y creaciones. En su retiro lo asaltan fantasmas, encarnados por seres que viven al otro lado de la isla. Personajes esperpénticos, vampiros que beben de la sangre del artista y desean apropiarse de su genio, pero a la vez se burlan de cada vez que realiza un salto al vacío. Lo mortifican con su antigua novia, una mujer que lo desquiciaba, en contraposición a la vida monacal que lo protege de las tempestades. Lleva años viviendo en la isla y al hombre lo asedia el insomnio. Las imágenes de fósforos, su sonido que se apaga, el miedo a perder la chispa creadora mientras accede a espacios de locura donde pululan esos habitantes siniestros. Estos le van quitando vitalidad, seres deformados por la cámara que lo asaltan a toda hora. Las escenas del castillo son surrealistas y giran vertiginosamente en torno a esos espectros que disparan ideas para confundir. Cuando sueña con su amante, las hienas lo observan desde un rincón, adheridas a las paredes y el techo, mientras se mofan de los delirios del artista. Disfrutan de sus escritos, pero creen tener derecho a devorar las entrañas de su alma. Esa mujer propiciaba el caos, el lado oscuro del hombre, en cambio la soledad permite esos instantes de satisfacción. Son dos caras de la misma moneda, las emociones y los pensamientos que luchan por sobrevivir a la hora del lobo. Cree que ella jamás lo amó, debido a que nunca fue digno de su compasión. De ser así quizás lo hubiera salvado de sus demonios. El padre fue el primero en martirizarlo y esa penumbra lo ha perseguido a cada paso. Desea matar al niño que aprendió temprano lo que era el miedo, aunque puede que esas pesadillas sean la fuente misma de su inspiración. La mujer oscura no veneraba el fulgor del creador y a este no le quedó más remedio que hundirse en sus obsesiones. A veces odiaba escribir libros, no los entendía del todo, pero gozaba del arte de unir palabras. Los demonios que rodean su casa son sanguijuelas que desean robar su energía creadora, despojar al artista de su esencia, esclavizarlo para después destruirlo. Lo elevan a una categoría superior, pero ante la incomprensión de su obra, prefieren corromper al hombre debido a que jamás llegarán a apreciar al mundo desde el Olimpo.

 

 




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