Despierto a las cuatro de la madrugada. Escucho voces que supuestamente vienen de los edificios vecinos, pero en realidad provienen de mis miedos atávicos. Los fármacos ya cumplieron su tarea y será imposible conciliar otra hora de sueño. Ayer me acosté agotado luego de hacer unos trámites en la comisaría. Me duelen las manos, un dolor como si se tratara de una artritis. Preparo un café y enciendo el computador. Llevo cinco líneas escritas y procedo a meditar tras unas espirales concéntricas. Diez minutos más tarde las voces han desaparecido y sus ecos evocan la historia de un Chile fracturado. Era un niño en esos primeros años de la dictadura, pero acuden a mi recuerdo unos amantes que buscan refugiarse tras una puerta. El derecho a la intimidad era custodiado por los agentes, los verdaderos dueños de las llaves. Los amantes eran meras siluetas, una ilusión, la idealización de una pareja. «Escríbeme, dame forma», para que seas testigo de mis sueños, mientras huimos de los gases y los guanacos, escríbeme antes de que me arrojen al mar. La palabra no dicha recordaba los silencios de las salas de tortura. Esa historia fue olvidada en los salones de los idiotas, los caballos del carrusel no se liberaron de sus rieles, los cuerpos seguían amarrados con alambre y antes de llegar al fondo, un hombre pesca esquivando las olas. Cada palabra es una gota de sangre, pero los espacios entre los glóbulos rojos están llenos de silencio, de tortura y ausencia de plaquetas que nos protejan de esa violencia desatada. Cada gota de sangre bombeada al corazón, se vuelve sensual a pesar del poco tiempo que les queda. Yacen exhaustos, escapando de sus verdugos. Cada historia es un acto de memoria construido a través de palabras y silencios. Eran tiempos de protestas e iban disfrazados de enamorados bajo la lluvia de los carros policiales. Hay pesadumbre ante los horrores vividos durante la dictadura, pero también subsiste la esperanza de los amantes. No importa si alguno desapareció o si la clandestinidad los separó. Quizás ambos murieron atados a las vías de la muerte, separados al momento de los apremios ilegítimos. Ese amor clandestino los unió en la eternidad, ese amor explica que todo valió la pena. «Nos jugamos la muerte», mientras el ruido de los extractores los enmudecía de miedo. Las palabras fueron desapareciendo y esas dos siluetas se transformaron en fantasmas.
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Por Aníbal Ricci Anduaga