La sana relación con los progenitores debería ser una tarea importante a resolver en la vida. Una larga convivencia quizás sea suficiente para lograr una buena comunión. Pero hay quienes no tienen esa suerte y sus padres parten pronto de este mundo. Ojalá los conflictos hayan sido resueltos a tiempo y la partida transcurra en un clima de paz y armonía. Siempre me he llevado pésimo con mi padre, incluso cuando estoy escribiendo interrumpe con una descalificación gratuita. Pregunta sobre sus conversaciones al teléfono, como si adivinara los diálogos con otras personas y estuviera al pendiente de sus palabras. «Nunca sabes nada», su frase habitual que en realidad denota que no me interesa oír su voz. Desde que era un niño se refirió a mi como a un ser débil, «tu hijo es un merengue», le decía a mi madre y me destrozaba el corazón. Aprendí rápido a no prestar atención a ese orador que denostaba con sus deseos. Nunca daba consejos con afecto, sino que imponía sus creencias sobre el resto. Odiaba a todas las personas que conocía, incluso de sus amigos comentaba que eran infelices. Un afán de destrucción del que había que huir y andar en bicicleta se convirtió en la mejor evasión. Ahora, a sus ochenta años, sigue siendo un hombre hiriente y despiadado. Busca amistad en los desconocidos y se hace pasar por un hombre plenamente realizado. A los arrendatarios que no le pagan los trata amablemente y a nosotros sus hijos nos insulta si lo contradecimos en cosas sin importancia. Es cierto que los viejos se ponen desconfiados con la edad y creen que les van a robar para abandonarlos en un asilo. Pero la verdad este señor ha hecho hasta lo imposible por dinamitar nuestros logros. Prefiere vernos solos y tristes, se podría decir que no entiende el concepto de familia. Los pobres que se encuentra en la calle son unos sabios y los que lo rodean «no saben nada». Por eso cuando de improviso me invita a un concierto de Charly García, de verdad no me interesa su compañía a estas alturas y prefiero perderme la oportunidad de disfrutar del músico argentino que tanto admiro. Si lo acompaño al banco y le digo que se coloque en la fila de tercera edad, me responde de mala manera, poniéndome en ridículo y peor. «Tu trabajaste en bancos y no me avisaste de la fila preferencial», otra forma de ningunearme y expresar que no sé nada. Al escuchar sus quejas me doy cuenta de que habla de sí mismo, que nunca trasmitió valores, consejos cariñosos o nos ayudó de forma desinteresada. Es de madrugada y las imágenes en blanco y negro me hacen indiferente frente a la pérdida de este ser, en cierto modo estoy resignado ante el paso del tiempo. Es un anciano con rasgos de demencia y sus ocurrencias no me conmueven. Como hijo debiera acompañarlo en este viaje, pero ya no me interesa ver las olimpiadas y menos un partido de tenis. Antes seguía las estadísticas para conversar con él, pero siempre quería tener la razón y afirmar que Rafael Nadal era un pésimo tenista. Puro estado físico, según él, como si su técnica en arcilla fuera puro esfuerzo y, por último, como si esforzarse no valiera un ápice. Busco desentrañar su historia, la de un hombre sin recuerdos con un futuro aciago. Un hombre sin memoria que jamás habló de política, obsesionado por su salud en desmedro de los vecinos que ojalá se mueran de cáncer. Le reconozco como un hombre honrado con los dineros de otros, no así con el patrimonio familiar que en ocasiones enajenó a terceros. Disfruto de una película con múltiples detenciones y desvíos, no una particularmente ágil, a veces divertida y otras veces dramática. Antes hablábamos del pasado glorioso del cine negro, pero ahora soy incapaz de disfrutar de sus recuerdos.