El cristal ilumina su rostro. Esconde pulsiones reprimidas mientras sigue esperando
que ella acuda a la cita. Olvidó el celular y los minutos parecen angustiosos. Es un
hombre de buenos modales, pero tras cerrar la consulta sigue conectado a sus
pacientes. Hace unos años estuvo casado, pero cometió el pecado capital.
Relaciona al sexo con la creatividad, un inconsciente que nos conecta a otro ser
humano. No es un neurótico y exhibe cierto grado de psicosis, aunque la espera lo
impacienta más que las imágenes lujuriosas. Vive en carne propia los laberintos de
una mente extraviada. La mujer cruza el umbral y le da un beso en la mejilla.
Vuelan los pensamientos antes de fijarse en sus labios. Escucha su voz, pero no
entiende una palabra.
–Me ofrecieron una copa de vino.
–¿Por parte de la casa?
–Dejé el celular y no podía llamarte.
–El Uber tardó en llegar.
–¿Te gusta el Carmenère?
Su conducta está vinculada a la teoría de Freud, pero oculta sus impulsos
recordando algunas asociaciones sobre el diván. La imaginación se dispara y hablar
sobre una película de terror borra de un plumazo aquellas zonas peligrosas. Tiene
miedo de que la mujer lo rechace. Le resulta difícil dominar su ansiedad, pero
tampoco puede convertirse en un imbécil. Un poco de osadía, admirar el colgante
de su cuello, decirle que hace juego con sus ojos. Mirarla cómplice y al mismo
tiempo brindar por ese hermoso momento. Dejar fluir sus instintos y hacerla sentir
una diosa. Mejor no reprimir deseos sexuales, un roce sobre su pierna. No hay
maldad, simplemente son fuerzas contenidas.
En la habitación 54 es un galán, sus palabras de buena crianza para ganar su
confianza.
–¿Cómo le fue a tu hijo en el colegio? –olvidó su nombre.
–Rodri pasó de curso.
–Genial –reprobado, no tiene idea de su edad.
Del mismo cuarto sorprende con una rosa. Una mirada furtiva y enciende una vela
en otro cuarto. Observa la puerta 69 y apaga esa luz.
–¿Cómo estuvo la oficina? –Habitación 2, lo profesional.
–Firmamos el contrato con Entel.
–Esa campaña de verano será un éxito.
Por el momento es consciente de un lugar, parece tener una sola vela. Ya visitó el
espacio cinematográfico, es momento de los libros.
–La balada del café triste, te la recomiendo.
–Carson se llama el escritor.
El género es importante, a McCullers le gustaba ser escritor, aunque era una mujer.
El sexo no se consumaba en esa novela, mejor no seguir ahondando en esa historia.
Pero si bien no existía el acto sexual, se distinguía claramente quién era el amante y
quién el amado. Roberto era el primero en este caso, sentado frente a Andrea que
era la segunda y por ende lo haría sufrir durante las próximas horas. Decir que
Carson McCullers era una escritora podía ser una mala opción, corregir puede ser
arrogante.
Sabe que en la habitación 1 está divorciada. Hablar del ex es una pésima idea,
aunque conoce perfectamente al sujeto, uno de sus alumnos en la universidad y no
uno de los destacados.
Es obvio que en la habitación 13 todavía no cumple treinta años. La conoció en un
congreso de psiquiatría donde él era uno de los expositores. Su novio de ese
entonces se la presentó y entendió cuál era su destino. Andrea era una joven
deslumbrante, ya habría tiempo para conocerla. De partida, le propuso una
ayudantía al alumno desventajado.
Roberto era un experto en el estudio del inconsciente y era cultor de una disciplina
espiritual profesada por un maestro del Tíbet. Se convirtió en un budista tántrico
que aprendió a meditar invocando el número 108 de las habitaciones sagradas.
Una a una se focalizaba en las distintas dimensiones, visitando regularmente cada
uno de sus cuartos secretos.
Este hombre estaba interesado en un aspecto de la disciplina tántrica referida a la
sexualidad consciente. Roberto interpretaba a su manera los preceptos del
maestro para experimentar la intimidad de manera más profunda. Mezcló el
concepto de las habitaciones con los espacios del inconsciente. Sabía que el ser
humano poseía un limitado estado de consciencia semejante a la punta de un
iceberg que esconde el noventa por ciento de la realidad.
Entendió que podía intercambiar alguno de los 108 cuartos a su estado consciente.
Su mente era como una vela que podía iluminar una habitación a la vez. Se volvió
un estudiante avezado y fue capaz de superponer hasta 3 cuartos en la elaboración
de un pensamiento.
Mezclaba el casillero sexual, número 69, con su ámbito profesional y el apartado
sádico. 69, 2 y 17 era una extraña elección. Se entendía el influjo de poder de un
psiquiatra, pero al incorporar al cóctel la supresión del libre albedrío, el apartado
69 se volvía despiadado, buscando la esclavitud del otro.
Para Carson McCullers el amor era administrado con crueldad por la amada, siendo
el amante el que sufre y arriesga en la relación. Roberto trastocaba estos valores y
le daba poder omnímodo al amante. Antes de adherir al budismo tántrico sufrió
muchas decepciones amorosas. El camino espiritual era sólo un arte de dominación
para él, una manera de utilizar el sexo para evitar el sufrimiento.
El reflejo del cristal ilumina su rostro. El vino representa la sangre, nada tiene que
ver con religión. Bebe la sangre de Andrea, gota a gota saborea ese elixir. La
conducirá por los aleros de su inconsciente, sus zonas más profundas y reprimidas.
Su cóctel numérico es mortal y acude al baño para inhalar unas rayas. No es Jung
hablando con Sabina Spielrein, es el adicto de Freud experimentando en cuestiones
ocultas. Llevando instintos primitivos a su máxima expresión.
Roberto descubrió que la cocaína no sólo alteraba su estado de consciencia, sino
además permitía aflorar rasgos atávicos que lo emparentaban con lo animal. Nada
de neocórtex y condicionamientos mamíferos, simplemente el cerebro reptiliano
activado para dominar y subsistir sobre otro ser humano, la sexualidad
desbordada, ya no era la amada, sino una esclava para subyugar.
La copa vacía y el plan de sumisión puesto en marcha. La habitación del camaleón,
de la oscura estrategia, lograr que Andrea lo hiciera subir a su cuarto. Una noche
de sexo, cuando en la mente retorcida de Roberto el primer paso era sólo disparar
expectativas. La punta del iceberg, todo lo demás oculto para una segunda cita
malvada.
En su imaginación ocurría el infierno. Una tercera noche de sexo desenfrenado.
Sirve las últimas dos copas y en su mirada todo es lujuria. Hay maldad en sus ojos,
ahora de carácter transgresor, una fuerza incontrolable que en caso de ser liberada
dará paso a una creatividad sin límites.