“No puedes esperar más y aspiras un poco de
felicidad. Respiras a través de tus pulmones
mentolados y deseas que todas las cosas
ocurran al unísono. Ansías el amor y la pasión al
mismo tiempo…”
–Las Jaulas del alma– Pág. 61
Aníbal Ricci se ha caracterizado, en su ya extensa obra, por incursionar
reiteradamente en las profundidades de una psiquis que bordea los límites de la
racionalidad y que, sin embargo, es capaz de dilucidar permanentemente los
agobios y el desconcierto de una sociedad enferma.
Es cierto: en los delirios que sus personajes evidencian se trasluce la decadencia
moral de un mundo contemporáneo que, desde la óptica chilena, se extrapola
como una bola de nieve que crece con cada historia que en este libro vibrante se
desliza sin contenciones posibles. O, dicho de otro modo, las eventuales
contenciones son esos deseos reprimidos de quien ostenta una lucha diaria por
salir del atolladero.

Aníbal Ricci Anduaga
Mirado en esa perspectiva, la literatura de Aníbal Ricci pareciera un permanente
contrasentido: por un lado, sus héroes marginales son presa de sus pasiones y
obsesiones más sombrías y, por otro, subyace en su mundo narrado una
necesidad de salvación que surge a ratos como manoteos al cielo tras un Dios que
se oculta con una obstinada perversión.
No obstante, Ricci se escuda en una premisa que lo sacude visceralmente: tras
sus narraciones conflictuadas el anhelo de otra realidad es buscada con una
perspicacia a veces obsesiva y en otras como una súplica. Los hechos que se
suceden en este libro son una retahíla de caídas y puestas de pie que nos
envuelven como una pesadilla traicionera: nos conmueven, es cierto, pero
igualmente sentimos que en esa lucha soterrada estamos perdiendo la batalla
junto al narrador.
Y he ahí, la crueldad de una paradoja que se obstina en resurgir como un
bumerang persistente: Ricci nos arroja al vacío más crudo de la existencia
humana advirtiéndonos del riesgo de morir antes de tiempo sacudidos por una
puesta en escena recurrente: en los márgenes de su propia vida, en su aparente o
clara perdición, se alza una voz herida que clama por la salvación. Es verdad, Dios
no surge nítido en su encrucijada: “si el no existe, todo está permitido”, señala
emulando a Dostoievski, a quien incluso se puede motejar casi como un ser
inexistente.
De ahí que su descenso a los infiernos narrativos sea periódico. Sus necesidades
más trascendentes se extravían a menudo en los placeres del sexo y su
escapismo en las drogas lo hacen revivir como si sus relatos fueran piezas de un
ajedrecista esmerado en atrofiar sus sentidos ex profeso, para perder de
antemano las partidas.
Aun así, en ese juego diletante reaparece un signo, un preludio algo confuso, pero
que es posible insinuar como una exhortación, que hace mirar a sus protagonistas
cual esclavos físicos de una esperanza que los sostiene aún vivos y esperando.
La espera es un viaje que supera el mero pensamiento, “su réplica” no es
únicamente la aspiración de un mundo nuevo que también se intenta desentrañar
con un esfuerzo sobrehumano, es, asimismo, –aunque parezca ilusorio– un
llamado sensitivo desde el corazón mismo de sus visibles precariedades.
En Pensamiento Replicante se reproducen los vicios secretos que esta sociedad
depresiva ya no puede ocultar. La porfía de quien relata nos hace preguntarnos a
pausas hacia dónde se dirige este mundo globalizado al extremo, y con visos de
perder toda identidad particular. Una conclusión elemental no sería otra que al
despeñadero: allá abajo se removerán los últimos cimientos de una civilización
que no sólo ha perdido su norte colectivo, sino que por, sobre todo, se esfuerza en
anular el sentido profundo de la individualidad, aunque disfrace su clamor rayano
en la desesperación, con espasmos de una placidez material mentirosa y
autodestructiva.
En esos planos del subsuelo Aníbal Ricci deambula anotando en su itinerario los
deslices que vislumbramos o que decididamente vivimos a expensas de una
hipocresía generalizada. Pareciera que no hay escapatoria posible, que la
“tecnología del mal” y sus derivados, se ha apoderado de nuestros pensamientos
y nos ha ido convirtiendo en zombis de nuestros deseos y apetitos más primarios.
Ricci nos muestra su desolación como si todos perteneciéramos a ella. No se trata
sólo de escudriñar en sus historias como si fuéramos pasajeros que miran las
estaciones desde un tren inmóvil. Nada de eso. Somos parte indisoluble de una realidad fragmentada que se esparce sobre nuestras mentes atribuladas como
una gangrena corrosiva.
En Pensamiento Replicante se nos arrojan las esquirlas de nuestras
esquizofrenias enmascaradas, los detritos nauseabundos de poderes fácticos
encubiertos, las esquinas oscuras de una ciudad mentirosa y mimetizada en sus
alucinaciones, y entremedio de la azarosa existencia los anhelos de ver el cielo a
nuestro pesar o, precisamente, por ese peso agobiante que a duras penas Ricci
nos transfiere con una complicidad incitante que no podemos ni debemos eludir.
Otro eslabón imprescindible en la vasta trayectoria de un autor que ya ha ganado
con creces un sitio de privilegio en la narrativa nacional.