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Conoci a Heberto Padilla en La Habana

Por Roberto Ampuero
Publicado en La Tercera,
septiembre de 2000


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Tuve la fortuna de conocer a Heberto Padilla en La Habana, en 1975. El poeta ocupaba entonces, bajo una suerte de prisión domiciliaria, un modesto departamento en el barrio de Marianao junto a su esposa, la pintora Belkis Cuza Malé, y su pequeño hijo Ernesto. Fidel Castro lo había condenado en 1971 al silencio por su poemario, "Fuera del Juego", y por sus críticas al proceso revolucionario, lo que Jorge Edwards describe magistralmente en su libro "Persona non grata".

Aquellas críticas le costaron caro a Heberto. Cuando lo conocí, el régimen ya lo había expulsado de la unión de escritores y la mayoría de sus miembros -por oportunismo, prudencia o cobardía- le aislaron y quitaron el saludo, como Roberto Fernández Retamar, actual director de la Casa de las Américas, el mismo a quien Pablo Neruda llamó en sus memorias "sargento de la cultura". Por orden de Castro, los libros de Heberto fueron retirados de librerías y bibliotecas, y a él se le prohibió publicar en la isla y el extranjero, mudarse de vivienda, trasladarse sin aviso fuera de la ciudad o abandonar el país, y también conversar con corresponsales extranjeros.

De cuando en cuando llegaban a hostigarlo a su departamento agentes de la seguridad del estado, quienes, con la pistola bajo la guayabera, permanecían por horas en su living y se hacían servir café mientras le preguntaban cínicamente cómo le iba. Trabajaba como traductor de una editorial, pero estaba obligado a laborar en su casa, porque el régimen no deseaba que se mezclara con colegas y, lo que era aun más maquiavélico, sus traducciones no llevaban nombre. El "máximo líder" quería borrarlo de la memoria de su pueblo y el mundo, pero fracasó, porque en la universidad se recitaban, entre gente de confianza, sus poemas y en el extranjero sus libros siguen vendiéndose.

Yo fuí testigo directo de los abusos contra Heberto y de su sufrimiento. Nadie me los contó. Me reunía con él dos veces por semana en su apartamento, donde le enseñaba alemán y conversábamos de política. Yo era entonces un joven comunista que denunciaba la dictadura de Pinochet y veía en el socialismo cubano el modelo de desarrollo para América Latina. Pero al conocer al poeta sitiado, hostigado, injuriado y en poder de la policía política por el mero delito de escribir poemas y expresar críticas, entendí que aquel régimen no era democrático ni deseable para nadie.

Pese a las presiones, Heberto nunca sucumbió.¡Y vaya que había que tener coraje para oponerse a Castro en la isla! Cuando constató que no lograría doblegarlo por la intimidación, Castro le puso en perspectiva una estadía en Weimar, Alemania del Este, donde seguiría teniéndolo bajo control. Para ello quiso imponerle una condición: que "rectificara" y "reconociera la superioridad del socialismo", pero Heberto no estaba dispuesto a traicionar sus convicciones y no se dejó seducir.

Esa osadía le significó tener que esperar durante doce años, bajo circunstancias lamentables e injustas, el permiso para abandonar legalmente el país. A veces cierta gente -tal vez agentes- le ofrecían una balsa para escapar, pero él no aceptó. Temía que fuese una trampa mortal y quería salir de su patria haciendo uso de un derecho que debía corresponderle como ser humano. Sólo gracias a la intervención humanitaria de políticos españoles y norteamericanos, Heberto pudo dejar la isla con su familia. Castro lo dejó salir porque quería mejorar entonces las relaciones con Madrid y Washington, y porque tal vez lo creyó destruído para siempre.

Ahora que Heberto ya descansa, vuelve a llamarme la atención un hecho simple y escalofriante: nunca se le acercó alguien del exilio chileno en Cuba. Escalofriante, pues todos sabían quién era, que vivía en La Habana y que ningún tribunal lo había condenado. Ninguno de los líderes de la izquierda chilena de entonces, que pasaban a descansar a La Habana mientras recorrían el mundo denunciando legítimamente las violaciones a los derechos humanos en Chile, tuvo el coraje moral de llegar hasta donde el poeta a expresarle una voz de aliento. Gladys Marín, Volodia Teitelboim, Camilo Escalona, Jaime Gazmuri, Oscar Guillermo Garretón, Pascal Allende y Estévez, por nombrar sólo a estos adalides de entonces de la libertad, sabían que Heberto era un símbolo clave de la oposición pacífica en Cuba, pero ninguno de ellos pronunció jamás una palabra en su apoyo. Ellos exigían libertad y democracia solamente para Chile, pero ante el régimen de partido único cubano guardaban un silencio cómplice. Sólo pueden haber tenido dos motivos para callar: la convicción de que Castro era un dictador y no convenía provocarlo, o la convicción de que quienes se oponen al comunismo carecen de derechos humanos. Ambas opciones son, por lo menos, deleznables e hipócritas en el contexto de la política chilena. 

Hay que recordar que sólo la protesta suscrita por un centenar de intelectuales de todo el mundo -entre quienes figuraban Jean Paul Sartre, Mario Vargas Llosa y Alberto Moravia- logró liberar a Heberto Padilla en 1971 de la cárcel. El "caso Padilla" -juicio en el cual fue obligado a culpar de "actitudes contrarrevolucionarias" a su mujer, sus amigos y a sí mismo-- mostró que la revolución nada tenía que ver ya con los jóvenes barbudos de verde olivo que habían derrocado al dictador Fulgencio Batista para imponer la libertad y la democracia, sino que imponía en la isla un régimen dictatorial estalinista al estilo de la Unión Soviética o la Europa del Este.

Heberto admiraba nuestra transición a la democracia y soñaba con que algún día su patria pudiese imitarla. Pensaba, sin embargo, que Castro, a diferencia de Pinochet, jamás  dejaría el poder, porque ha atado el estrepitoso fracaso de su destino personal al destino de la nación cubana. Pese a esa convicción desesperada, Heberto rechazó siempre la violencia y soñó con una transición pacífica y ordenada hacia la democracia. Ese sueño le costó su libertad, la patria y su vida.

Heberto murió de un infarto en su departamento de Auburne, Georgia, donde enseñaba literatura. Habíamos hablado largo el sábado por la tarde sobre sus planes futuros. Su voz me sonó cansada, pero no resignada. No pudo retornar a su patria ni tampoco volver a ver sus libros publicados allá. Fue enterrado en Miami. Estoy seguro de que pronto, cuando Cuba sea libre, sus cenizas regresarán a la tierra de las palmas y  de José Martí, esa tierra que tanto amó y de la cual fue despojado por haberse atrevido a discrepar.

 

 



 

 

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Por Roberto Ampuero
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