QUE SE HABLA
CUANDO SE HABLA
Por
Armando Roa Vial
(Publicado en Periódico Literario "Carajo",
Número 7, Marzo de 2006)
Me refiero a la zona muda, defenestración final del lenguaje.
La memoria exigió de Zeus el canto, las cosas, no bastando
con su creación. Hoffmansthal, a quien no hemos escuchado,
o no al menos lo suficiente, nos dirá que el gran estilo es
el arte de callar. Y es que como bien él afirma la epifanía
irrepetible de la experiencia no es reducible a un significado unívoco.
El silencio o los espacios en blanco también podrían
ser regulaciones de sentido lingüístico, esto es, formas
como los objetos no son
dados. Surge la duda de si habrían reglas para todos y cada
uno de estos casos, vale decir, si existen diferentes enunciaciones
del silencio. Lord Chandos, como bien apunta Magris, más que
abrumarse por el mutismo de lo real, se sentía descolocado
ante la multiplicidad simultánea de voces, un contrapunto infernal
y epifánico. Ese mismo contrapunto podría producirse
en la zona muda. No hay una sino muchas formas de mengua y ruptura:
cada silencio puede ser la clave de un conjunto imponente de silencios,
agrupados en categorías: por rememoración o representatividad
-el vestigigium y la imago de Occam-, con variadas gamas de concordancia
sintáctica, gramatical y semántica, ya sea por estructura,
por contextos o bien el arbitrio del intérprete. Se puede conjeturar
formas purificadas y sucesivas de ausencia, hasta llegar a un mutismo
conclusivo. La "herrumbre de los signos" tal vez sea fruto
de un proceso sostenido, con diferentes estratos, con momentos precisos
y determinados. En la música cada nota lleva su correspondiente
silencio indicando una determinada duración; posiblemente cada
palabra lleve el suyo, su llegar tarde o temprano a la pérdida
de referencia, a la ausencia de lenguaje. No hay debilidades en el
silencio; sin contornos, sin fin y sin mirada sobre sí mismo,
es un espacio abierto. Lejos de ser la negación de la palabra
es una parte del entramado de ésta, de una totalidad ininterrumpida.
Aquí es válido preguntarse, aceptando que cada palabra
lleve consigo su dosis de silencio, si el mentar algo a través
de un enunciado, no está siendo alterado por ese mismo acto,
tal cual ocurre con los fotones de luz que golpean el interior de
un átomo diseminando sus partículas. El silencio sería
entonces una técnica de medición de esos espacios que
se abren entre el observador y lo observado. Así se produciría
una red de silencios divergentes, convergentes y paralelos, algunos
con sentidos directos, otros con sentidos figurados. La palabra sólo
sería huella de un silencio con voluntad de ser, preparación
para la palabra, o bien en las antípodas, de la palabra que
calla para mostrarnos, en su disolución, las posibilidades
no realizadas de su ser, el dominio de su ausencia. No hay poema firme,
lugar seguro para asentar esta o aquella bandera (las teorías
también ondean); el poema, la literatura, tal vez sólo
sea el pretexto de la palabra para su propia erosión, porque
es en la erosión y la orfandad -como en la transparencia del
éter mallarmeano- donde brilla la plenitud expresiva.