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Antonio Skármeta

Neruda por Skármeta



El Cultural de España, Publicado el 22 de abril 2004


Es decir, un poeta


Pablo Neruda, uno de los protagonistas literarios del año, tampoco faltará a la cita del Día del Libro. El poeta de los versos de amor desesperado marcó a autores como Antonio Skármeta, que publica en mayo su Neruda por Skármeta (Seix Barral), en el que descubre su huella literaria y humana, y del que ofrecemos sus primeros tramos.


Imagínate que naciste en un país infinitamente largo y flaco extendido entre una tajante cordillera y un mar vivaz que azota sus miles de kilómetros. Imagínate ahora que este país tiene un poeta.

Es decir, un poeta.

No es que en este país no haya otros poetas. Tradicionales y vanguardistas, inteligentes y banales, calvos e hirsutos, exitosos o resentidos, saludables o enfermos, admirados en la provincia o en el mundo. Incluso, acaso mejores poetas.

No. Este país tiene muchos poetas como olas tiene el mar y cimas la cordillera. Sólo que hay un poeta que es el mar, que es la cordillera.

Al igual que la naturaleza no necesita cédula de identidad ni pasaporte, este poeta no precisa de explicaciones. Fue un hombre que se definió como una hoja más del gran árbol humano. Cuando vio el pan preguntó por el panadero.

No sé si fue un gran amante, pero su poesía hizo que las parejas se amaran.

No sé si fue un gran político, pero sembró su palabra en tiempos de conflicto y con ella alentó la esperanza en luminosas ciudades de justicia.

Recorrió el mundo y fue amigo de los grandes poetas del siglo XX. Antes de que le dieran en 1971 el Premio Nobel de Literatura había logrado el consenso de millones en torno a sus imágenes.

Era en vida un mito. Después de su muerte, es un hombre.

Yo tuve la suerte de nacer en ese país que ahora te imaginas. En Chile. La tierra de Pablo Neruda. [...] Veo la obra y vida de don Pablo como una espiral que se inicia ascendente desde profundas sombras vegetales hacia la plenitud de la luz natural, vital y social, y que luego se repliega al final de los días otra vez en una soledad melancólica, anhelante de quietud, sombra y silencio.

Ésa es la hora del infinito, cuando se desarticula en su vida el país que ama, el ruido de las gestas no siempre gloriosas, la enfermedad que muerde al animal sano. La gran historia hizo, aún en vida, un mito de Neruda. Este libro es acerca de mi Neruda de décadas, sacudido de los oropeles de la gloria, y deseoso de que lo vean como un hombre.

Mi visión aspira a ser sólo una entre otras cientos de visiones que acaso nunca alcanzarán a dar una idea completa de un hombre y un poeta inagotable. Pido sólo un lugar democrático para compartir la mía con otras versiones de Neruda que acaso la confirmen o contradigan.

La morena infinita
Mi relación con él, aquella que me inspiró la novela y la pieza teatral que desembocaron en el film Il Postino, fue al comienzo tan estrictamente pragmática que confesarla aquí pone un brote de rubor en mis mejillas.

Cuando era niño o algo más, hacia los trece o catorce, solía enamorarme perdidamente cada dos días –y para toda la vida– de mujeres mayores que yo. Pero éstas siempre preferían a los galanes del último año del liceo, expertos en enchuecar la boca para gorjear baladas de Nat King Cole, eximios fumadores de cigarrillos marca Richmond en las eróticas esquinas del instituto y diestros incursionadores en las blusas de los uniformes de mis amadas platónicas e imposibles. Ellos sabían hablarles con voz ronca, mirándolas fijo a los ojos, y echando volutas de humo con la precisión de un relojero, mientras The Platters cantaban Smoke gets in your eyes. En cambio nosotros, los de los cursos inferiores, comenzábamos a rascarnos el cuello y las espinillas en cuanto una chica se nos ponía al alcance. Si alguna nos preguntaba la hora nos poníamos púrpura, granate, y un océano de pudor nos hacía transpirar.

Hubo ocasiones en que la vida, ciertas primas celestinas o la caridad, pusieron en mi radio de acción algunas de esas bellezas que amaba con todo el furor del silencio. Pues bien, ni aun a solas en el sofá del living, la madre ausente jugando canasta, me animaba a decirles algo. Cuando volvía a casa pateando piedras por las calles santiaguinas las palabras me venían en tropel. [...] Y así iban pasando mis días, yo cocinándome en mi silencio mientras todos los otros se mojaban los labios en las frescas bocas de las muchachas del mundo, cuando cayó en mis manos un libro de Neruda: Todo el amor.

Un año antes había traficado de modo ignominioso con la poesía cuando, para aterrar al profesor de francés que nos enseñaba estribillos inofensivos tipo sur le pont de Avignon, escenifiqué un ballet inspirado en Las flores del mal de Baudelaire. Se trataba de una precaria representación de El vino del asesino, donde sobre la tumba de Baudelaire, hecha de cartulina negra, dos bailarinas se disputaban el alma del francés, mientras mi amigo Pato Carvacho, futuro capitán no golpista de la Fuerza Aérea chilena, tocaba en acordeón El mar de Charles Trenet, uno de los temas galos de su repertorio, que incluía además C’est si bon. Yo recitaba el poema en francés como si tuviera piedras en la boca y con toda justicia nuestro maestro, le cochon Arenas me puso sólo un más que regular por la performance.

Pero no fue en el rubro de mi bilingüismo donde alcancé fama y popularidad. Las dos bailarinas, traídas de una opaca academia vocacional cercana, aparecieron en la coreografía con ceñidas mallas negras donde se podía apreciar no sólo sus tersas curvas sino la insinuación de todas sus hendiduras. Los patibularios de mi curso les propinaron en agradecimiento una rijosa ovación, y yo pasé a ser el “choro” que había traído las “chicas prácticamente en cueros” al impoluto Instituto Nacional. Dueño de la más perfecta virginidad, tuve que asumir la fachada de una suerte de gigoló, y espantar con empujones a mis colegas estudiantes, que me imploraban con la voz quebrada por “gallitos” que les presentara a mis amigas. ¡Me lo pedían a mí, el más indigente en erotismo!

“Ayúdame a debutar, Ángel de la Guarda”, rogaba por las noches con la sábana elevada en un pequeño promontorio.

Todo el amor de Neruda estaba ilustrado con ninfas larguísimas, como las modelos de una revista, y yo comencé a elucubrar que ellas eran las figuras reales a quienes el poeta asestaba sus versos. De los dibujos me detuve en las palabras y en pocos días proclamé que Neruda era el ventrílocuo de mi alma.

Ah, los vasos del pecho! Ah, los ojos de ausencia!/ Ah, las rosas del pubis! Ah, tu voz lenta y triste!

Como los niños se enamoran de un trapo o de un objeto y lo acarician día y noche, yo designé al libro de Neruda mi lazarillo. Caminé con él en la más amarga doble soledad: sin una chica al lado y con esos poemazos que me refregaban su ausencia en las narices.

Por fin, una tarde de invierno, una cierta morena infinita me preguntó en el sofá de su abuelo qué libro era ése. Leímos unos versos hasta que se hizo oscuro, y puesto que ella no tomó la iniciativa de encender la luz, de pronto adiviné que su lengua se deslizaba sobre mis labios y los abría levemente para seguir avanzando hasta mi propia lengua. El resto fue una deliciosa turbación de difícil detalle que debo ahorrarle a mis honorables lectores.

Concretamente, le debo a Neruda haber perdido mi inocencia.

Creo que desde ese momento decidí pagarle algún día la exquisita deuda. Y tal vez en esta provinciana anécdota esté el impulso de mi vocación de escritor. ¡Tenía ya una prueba fehaciente del poder de las palabras! En un cuaderno marca Torre que reencontré en el baúl de mis padres mientras concebía estas páginas, había estampado con trazos febriles el siguiente informe: “Bendigo mis torpes gestos de muchacho despeinado y mis palabras prestadas; bendigo su mar sin orillas y la deliciosa tempestad en que me ahogo. Así que esto era el amor. Gracias, don Pablo.”

Nada de extraño entonces que cuando publicara mi primer libro con el título de El entusiasmo (optimismo que mis lectores comprenderán si les juro que en ese momento era joven, flaco y tenía pelo) corriera a casa de Neruda en Isla Negra para rescatar una opinión, y quién te dice, quizás un elogio.Castigé mi rauda citroneta y llegué con el libro latiendo entre las falanges. Neruda le dio vuelta por tomo y lomo, lo hojeó aburrido y subiéndose los pantalones me dijo:
–Bien, muchacho. Dentro de dos meses te doy mi opinión.

Dos semanas más tarde hice repiquetear todas las campanas de Isla Negra. Cuando el poeta abrió, tuvimos el siguiente diálogo: –Poeta, soy yo.
–Ya veo.
–¿Lo leyó?
–Sí.
–¿Y qué le pareció?
Neruda levantó la vista hacia unas aves migratorias, seguramente deseoso de emprender el vuelo con ellas.
–Bueno –dijo.

Me llené de rubor y orgullo. El poeta Pablo Neruda encontraba bueno mi libro. Con un pie yo me sujetaba el otro para no comenzar a levitar.
–Pero –añadió bajando abruptamente su mirada hacia mi frente- esto no quiere decir nada, porque todos los primeros libros de escritores chilenos son buenos. –Hizo una dramática pausa–. Mejor esperemos el segundo.

Años después mi relación con Neruda adquirió matices más sustanciales. Hacia 1969 fue precandidato a la presidencia de la República y tuve la ocasión de verlo en campaña política en una humilde población de los aledaños de Santiago. Había llovido y los casi doscientos auditores de su discurso tenían los pies hundidos en el barro. Era gente muy pobre y con certeza su situación no les había permitido educarse más allá de los primeros cursos escolares. El poeta concluyó más bien con desgana su arenga y se disponía a bajar de la tarima de madera, cuando la gente se lo impidió gritando “Poemas, poemas, queremos poemas”. Neruda se hizo rogar un minuto y luego sacó un libro del bolsillo. La imagen de esas doscientas personas, ateridas de frío, acaso sin haber desayunado, clamando por “poemas”, “poemas” se impregnó muy fuerte en mí y decidí que jamás en la vida iba a olvidarla.

 



NERUDA POR SKÁRMETA
Antonio Skármeta
Planeta/Seix Barral
2004

 

 

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Antonio Skármeta: Neruda por Skármeta
Es decir, un poeta
El Cultural de España, Publicado el 22 de abril 2004