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Muestra poética

Adalber Sálas Hernández
(Caracas, 1987)



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Adalber Salas Hernández. Caracas, 1987. Poeta, ensayista, traductor. Licenciado en Letras por la UCAB. Ganador del II Premio Nacional Universitario de Literatura por el libro La arena, el vidrio: ascenso en tres movimientos (Caracas, Editorial Equinoccio, 2008), así como autor de los poemarios Extranjero (Caracas, bid&co. editor, 2010; Bogotá, Común Presencia, 2012), Suturas (Caracas, bid&co. editor, 2011) y Heredar la tierra (Bogotá, Común Presencia, 2013). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (Caracas, bid&co. editor, 2013). Recientemente han sido publicadas sus traducciones de El hombre atlántico, Agatha y Savannah Bay, libros de Marguerite Duras (Caracas, bid&co. editor, 2013 y 2014) y Elogio de la creolidad de Bernabé, Chamoiseau y Confiant (Caracas, bid&co. editor, 2013). Textos suyos, tanto poesía como ensayo, han sido publicados en distintos medios periódicos, nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña como Co-Director de bid&co. editor, como miembro permanente del consejo de redacción de la Revista POESIA de la Universidad de Carabobo y cursa como becario Santander el MFA en Escritura Creativa en Español de la New York University.

Los siguientes poemas pertenecen al libro inédito Salvoconducto.

 

 

VIII

Sin mucho drama, el fantasma de mi padre
camina a la luz del día. Cada mañana se afeita,
se ducha y sale a trotar (quiere para sí una
muerte saludable).

Nos vemos a menudo. Habla poco, lentamente,
porque tiene piedras en la voz. Recuerda cada
juguete que me regaló cuando yo era niño
y él también. De resto, se dedica a mirar
a su alrededor, a especular, a contar los
años como si el tiempo fuera una manzana
mordida. No sabe cuantas veces ha muerto, ni en
qué poemas o cuáles esquinas. No sabe
cuántos padres ha sido.

Viste su carne intacta con desenvoltura,
sin prisas, seguro de que su ataúd no será
una copla. Tiene bien escondidos sus huesos,
no vaya a ser que se los robe algún santo.

El fantasma de mi padre no es un buen fantasma.
Sabe que ningún tiempo pasado fue mejor.
Insiste en comer y beber, cumple con los ritos
de la respiración y el sueño, se toma el pulso
con regularidad para medir el la velocidad de las
plantas al crecer. No aparece por las noches
llamándome Hamlet, pidiéndome que vengue su muerte.

El fantasma de mi padre olvidó hace años el rostro
de su padre, e incluso ha logrado borrar alguna que otra
sílaba de su nombre; como yo, nunca aprendió a leer bien
la herencia, sus papeles falsos.

 

 

IX
(don Luis de Góngora y Argote en los infiernos)

¿Y dónde más iba a estar? De cierto
no allá arriba, pasando hambre entre tanto silencio,
tanto santo en éxtasis, tanta esfera celeste
obsesionada con medir los siglos,
ni tampoco aquí abajo, domesticando esa
soledad tan de nadie,
dándole de comer sílabas
y naufragio.
No, don Luis tiene que estar
allá en los infiernos,
así, en minúsculas,
en una gruta espesa como su garganta,
condenado a no repetir
una sola palabra, a gastar
irremediablemente lo dicho,
a ser testigo de ese lujo secreto
que es la voz cuando se da por vencida
y se vuelve pura ceniza desatada.

 

 

 

XXIII
(san John Coltrane en los infiernos)

Prefiere tocar aquí, aunque haya pésima
acústica y apenas se escuche la respiración
áspera del saxofón. Prefiere montarse en escena a pesar
del micrófono dañado, la mala ventilación, los tragos
sin hielo. Aquí, a tan sólo quince minutos
de la eternidad, si no menos, entre los yonquis
y las putas trasnochadas, entre los condenados por anfibios
o ambidiestros, por faltos de simetría, aquí, bien lejos de
los coros celestiales, donde ya no queda espacio
para un ascenso más. Porque esta música solamente
puede subir, fue hecha con esas cosas que se derrumban
sin un crujido, sin pedir perdón. No separa la carne del día
de los huesos de la noche, no se sienta a la diestra
de nadie. Lluvia dura, viento de hojalata, cielo
inconcluso y terco, música que lleva en el costado
una herida que no sangra, luz que busca
hacerse polvo entre las manos.

 

 

 

XXV

A Ezequiel Zaidenwerg

Mi abuela tenía un soplo que le endurecía las venas
y se las volvía quebradizas; cuando caminaba,
en ellas se abrían huecos por los que
se escapaba mi infancia. Ningún material
servía para tapar las grietas y detener el derrame.
Entonces ella me hacía buscar un coleto
para limpiar el charco que se había formado en el
piso. A veces, el soplo también le empañaba la voz
y las palabras se le quedaban suspendidas,
ilegibles. Era necesario esperar por un rato, hasta que
finalmente se evaporaba la humedad y uno podía
escuchar qué había dicho.

*

Era robusta, pero nunca tan grande
como la recuerdo. Tenía la piel rugosa
y amarga, tenía el cabello seco, las piernas
espesas, la espalda como una caída libre. No
sabría decir cuál era el color de sus ojos. Mi abuela
era una formación geológica, un puño de calcio
endurecido bajo el suelo de un país extranjero,
estaba repleta de pasadizos y pliegues, minas
y grutas, hierro y flebitis, huesos que pasaban la noche
murmurando entre sí. Mineral tallado por una tristeza
que no comprendía ni comprenderé. Por eso siempre
creí que hablaba el lenguaje de las piedras y
me preguntaba con insistencia por qué
no querría enseñármelo.

*

Solamente habitaba por completo esa hora del atardecer
en la cual se encienden todas las lámparas, pero no
se ve nada: cuando a la luz le da vergüenza. Iba de un
extremo a otro de la casa, arreglando todo a su paso,
precedida por el olor a detergente, como si fuera su cortejo,
murmurando Cara al sol con el tono indefenso y un poco
distante de las canciones para niños, el tono de los que no son
ni víctima ni victimario, de los que ya fueron
perdonados hace tiempo, porque nunca saben lo que
hacen. No reparaba en el peso furtivo de la tierra
que le llenaba la boca. Con esa canción me mandaba
a dormir, y yo cerraba los párpados, insomne, tieso,
mientras crujía la esclerosis de la tarde.

*

Nunca descubrí si ella también dormía
o si, en cambio, esperaba el amanecer
oyendo la tos lisa de los pájaros, rodeada
de sus muebles, cojines con faralao, figuras
de porcelana, todos tan viejos que ya no
se parecían a sí mismos. Una casa como
un espacio vacío en la memoria. Y en medio,
ella, quizás dormida, quizás no, con un amasijo
de raíces en el pecho, bajo las tetas caídas,
las manos nudosas tanteando en la oscuridad,
buscando el clavo del que cuelga
lo que soñamos cada noche.




 



 

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