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Alia Trabucco Zerán:
«La literatura está plagada de libros que castigan a las mujeres poderosas».


Por Constanza Anabalón Tohá.
Publicada en revista Liberoamérica, 28 de Mayo de 2018



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Miércoles 17 de enero de 2018. Seis y media de la tarde. Bolso, grabadora, audífonos. Vallas papales cruzando Providencia, muy ad hoc. Por primera vez pensé en las vallas. En su nombre. ¿Las habrán inventado cuando vino el Papa, el año 1987? ¿Habrán tenido que esperar, las pobres, treinta años para volver a servir a su función original? Tengo mucho tiempo para ese tipo de reflexiones. Porque no consideré en mi desplazamiento la visita del Papa encubridor. Las calles ebullen de humanos. Todo cortado. Ni micros ni taxis. Decido caminar. Sólo imaginar el metro me da más ánimo de caminata y reflexiones. Camino con la certeza de la demora. Y con la liviandad de que sólo podría llegar a tiempo si viajara en el Papa Móvil. Llego hasta un café ubicado en la intersección de Av. Pedro de Valdivia con una calle más chiquitita. Avenida intacta, por ahora. Conversamos largamente con Alia Trabucco Zerán (Santiago de Chile, 1983), escritora chilena, autora de la novela «La resta» (Tajamar Editores, 2015).

—Me contabas que estudiaste derecho, ¿cómo haces el paso desde el derecho a la literatura?
Por un lado, siempre quise escribir y escribía desde niña. Pero también quería ser abogada. Viniendo de una familia donde el tema de los derechos humanos había sido muy importante, pensé que podía dedicarme a defender esa causa. Al final, terminó siendo el camino no hecho, la otra persona que pude ser y no fui. Por suerte, entre peor se ponía la carrera, entre más técnica y burocrática, más escribía yo. Así que el quiebre no se produjo al final. No me levanté un día y dije: «ya, desde ahora en adelante me dedico a escribir novelas». De hecho, ahora estoy en un momento de reencuentro con el derecho, convencida de que me permite ver otras cosas en la literatura.

—¿Qué tipo de cosas?
Estoy terminando de escribir un ensayo sobre mujeres asesinas. Y al leer ficciones que trabajan esa figura, constato una y otra vez que la literatura puede ser muy normativa. Castigadora, incluso. Y no sé si estaría tan consciente de esa operación. Un ejemplo histórico en el caso de Chile es La Quintrala, descrita como bruja, diabólica. Son palabras que permiten no tomar en serio la violencia cometida por mujeres. Y eso que pasa con el caso extremo de las mujeres que matan, pasa también con otras subjetividades femeninas. La literatura está plagada de libros que castigan a las mujeres poderosas. Que las relegan al silencio, a la locura, al encierro. Esas son operaciones normativas que después muchos autores reproducen en sus libros y que también la prensa reproduce. Qué decir del «crimen pasional». Si una mujer comete un crimen tiene que ser por amor o celos.

—Y es el amor por un hombre, ¿no?
¡Exacto! Por eso me interesó la figura de la asesina. Sus casos son fascinantes. Y rara vez son tomadas en serio. Rara vez la prensa o la propia literatura va más allá de los moldes de la mujer celosa, la que enloquece por amor. Estoy indagando en una literatura que rompa con esos moldes y que se tome en serio el abanico afectivo que subyace a esa violencia: la rabia, la frustración.

—Pensaba en la figura de Gabriela Mistral, que ha sido mostrada como una madre pura y casta, desexualizándola y despolitizándola. Es lo que ocurre también en la película de Violeta Parra. Al verla, pareciera que todo lo que acontece en su vida es por el francés. Que se termina matando «por un hombre».
Muy cierto. Es como si hubiera una horma lista para ser llenada. Con la Mistral es impresionante el borramiento que se ha hecho de su lesbianismo. Durante mucho tiempo, Gabriela Mistral fue descrita como una madre de la nación que escribía sobre la infancia. Esa fue la Mistral que me enseñaron a mí. Cuando lo cierto es que era una mujer radical, brillante y transgresora. Y, además, ¡lesbiana! Sus escritos políticos, rescatados por La Pollera, son estupendos. Es muy lindo ver cómo han cambiado las lecturas sobre ella y cómo se ha resignificado. Con la Violeta Parra parece haber pasado algo similar, aunque acotado al ámbito romántico. A la Mistral, en cambio, se la intentó normalizar por todos lados: tanto en su sexualidad como en su escritura.

—A propósito, pensaba en el componente lésbico presente en tu libro. He leído reseñas, entrevistas y no aparece mencionado. ¿Te interesa indagar en lo lésbico en términos escriturales? ¿Tiene alguna intencionalidad política su inclusión en la novela?
Me sorprendió que este tema casi no se mencionara. No solamente el lesbianismo de las dos personajes femeninas. O su «atracción», para no ponerle ni siquiera esa etiqueta. Tampoco la «otra masculinidad» que encarna Felipe. No es un macho alfa, más bien lo contrario. Es un perro, un maricón, una yegua, un loro, un ave fénix. Y en cuanto a ellas, cuando hay deseo, tienen sexo y punto. Y me parece que ese deseo sexual era fundamental para anclarlas al presente. Que tuvieran una vida propia y no solo revivieran la historia de sus padres. Creo que tienes razón y que ese presente se politiza en sus sexualidades. Una sexualidad desenfadada, donde las mujeres son sujeto de deseo y no objeto.

—Me queda dando vueltas que el tema lésbico no hubiese aparecido, pensando que Chile no es el país más liberal del planeta, digamos, ni tampoco es un tema que se aborde demasiado en la literatura chilena. Puede ser un reflejo de la invisibilidad lésbica, que se reproduce también en lo literario.
Toda la razón. Y cabe preguntarse si todavía hoy no hay algo ilegible en el lesbianismo. Recuerdo que una nota confundió la relación de Iquela y Paloma con una relación madre e hija. Era un tropiezo, pero me pareció una distracción elocuente. Un tropiezo casi Freudiano. Como si no hubiera podido leer lo sexual en esa relación entre mujeres. O como si no fuera posible que la sexualidad y el deseo fuera parte de la subjetividad del personaje femenino. Lo cierto es que ellas nunca se hacen rollo por tener sexo. La protagonista no va en ningún momento donde su madre a «confesar» y eso complejiza sus subjetividades.

—Creo que ahí radica la potencia. En el fondo, no es andar pidiendo disculpas. Quizás te habrían preguntado más si hubieses presentado al personaje como una mujer culposa que anduviera pidiendo permiso, «permiso, ¿ puedo tirar con…?»
Claro, y que se sintiera pésimo al día siguiente, ¡pero está feliz! (risas). Es un lesbianismo que se vive desde la felicidad y el deseo. Si el personaje hubiera estado atormentado por su sexualidad, seguro hubiese sido un tema. Pero es un aspecto más. Un rasgo importantísimo, en mi opinión, porque es uno de sus únicos puntos de fuga en el libro. Ese deseo es su modo de habitar el presente, de habitar un cuerpo y una voz propia.

—Leí una reseña que Edmundo Paz Soldán hizo de tu novela y menciona a Felipe como una versión contemporánea de Antígona. ¿Qué piensas respecto de esa lectura?
Me sorprendió. No lo había pensado. Pero en los clásicos, en los griegos, suele estar todo ¿no? Todas las traiciones. La figura de Antígona feminizaba a Felipe y eso me gustó mucho porque me parece un personaje muy híbrido. ¿Qué te pareció a ti?

—Escribí lo siguiente, pensando en esa lectura: «¿Será acaso que los tres personajes, Iquela, Felipe y Paloma, son las Antígonas e Ismenas? Uno de los padres es detenido-desaparecido, porque el otro dijo su nombre bajo tortura. ¿Será que éste, acaso por la culpa, muere de cáncer? Como Polinice y Eteocles, ambos muertos por la misma lanza». Me da la sensación de que el padre de Iquela murió antes, mucho antes. Por eso la lanza. Murió en el minuto en que develó el nombre de Felipe padre.
Qué bonito. Y es muy cierto, además. Y yo también creo que el padre de Iquela muere mucho antes de morir. Muere cuando habla. Al delatar, una parte de sí mismo muere. Una verdad o un mito sobre sí mismo… Cuánta gente bajo tortura debe haber sentido que traicionaba a la persona que ellos creían ser o que creían que debían ser. Debe haber sido terrible. Y es algo que me siento incapaz de juzgar. Lo veo con dolor, simplemente. Un dolor que debe haber sido inconmensurable y que en La resta se traslada a los hijos.

—¿Te refieres a Iquela y Felipe?
Si, cómo se relacionan ellos con el hecho de que el padre de uno delate al padre del otro. Ellos tienen una relación tan de hermanos, sin ser hermanos. Hermanados por ese acto. Y la verdad es que yo no quería emitir un juicio sobre ese evento. Los personajes se quieren igual. Juzgan y no juzgan esa «traición». ¿Cómo juzgar un comportamiento tan extremo? Yo, desde mi presente, aquí, conversando contigo, no puedo hacerlo. No sé cuál es el límite del cuerpo. De mí cuerpo. Es una pregunta aterradora.

—Pensaba en el caso de la Luz Arce, de gente que estuvo militando y que finalmente da un giro total. Es distinto a lo del guatón Romo, por ejemplo.
Esa generación, la de nuestros padres, está llena de historias muy difíciles de entender desde el presente. Por eso me interesaba tomar otra perspectiva. Encontrar otro camino, uno más enrarecido. Recurrir al humor, al delirio y a otro tipo de dolor. Porque el dolor está, pero de una manera más borrosa, cubriéndolo todo.

—¿Crees que pudiste lograrlo con el personaje de Felipe?
Estructuralmente, usar dos voces fue muy importante. La de Iquela que lleva el peso de la trama. Y la de Felipe la va ametrallando, rompiendo, la horada y la desvía. Va hacia el pasado, hacia el futuro, a los átomos, a las flores, a la córnea de una vaca. Es un estallido, mientras Iquela agarra las riendas.

—Me parece que el personaje de Felipe está cargado de un lirismo muy bello. De un frenetismo, de una cosa musical también. Es un devenir poético, tiene una sonoridad en la forma en que se despliega el discurso. También hay una cosa en la oralidad del personaje, en los chilenismos, muy bien lograda. Además de este discurso medio disruptivo, fragmentario y poético, añades el humor, lo cual le hace el contrapeso a la voz de Iquela. Luego de tan larga introducción, ¿cómo encontraste las voces? ¿Las trabajaste en paralelo, o primero trabajaste una y luego la otra?
Al principio me resultó más «natural» entrar en la voz de Iquela. Pero me quedaba días y días pensando, ¿por qué esta voz no es suficiente? Y me volvía la idea de una fuga. Así surgió lo de las matemáticas, sacar cuentas, que tiene que ver con las políticas de la memoria en Chile. Cómo contener la violencia en un listado, en un número. Hay algo absurdo en ese gesto. Necesario y absurdo a la vez. Imagínate… contar muertos. Así fui dando con la otra voz, la de Felipe, y después la escuchaba todo el tiempo y eso me permitió avanzar más o menos en orden. Salvo el final, que lo debo haber escrito unas veinticinco millones de veces.

—En una parte de la novela Iquela dice, refiriéndose a su madre: «Su memoria funcionaba sin atajos innecesarios (disciplinada, obediente, militante esa memoria)». Te quería preguntar respecto a la relación madre-hija dentro de la novela, ¿cómo te interesaba abordar el tema?
Me parecía algo muy difícil de hacer, pero muy importante. Cómo construir el personaje de la madre. La madre sufriente. Creo que la figura de la víctima de violaciones a los derechos humanos está muy feminizada. Y es muy violento, porque esas madres tienen una fuerza y un coraje inmenso y una historia política de militancia que se borró para dejar solo su condición de víctimas y en muchos sentidos neutralizarlas. ¿Qué pasa con la rabia de esas mujeres? En La resta, la madre sofoca a la hija con su memoria. Está desesperada por sobrevivir en la memoria de la hija. Pero quiere que sea su propia memoria y eso es imposible.

—Me quedó dando vueltas la repetición constante de «esto lo hago por ti», de la madre de Iquela. ¿Tiene que ver con la culpa?
Si, creo que es una culpa que la hija hereda y que asume y rehúye al mismo tiempo. Que te digan «esto lo hago por ti», «todo lo hago por ti», es un peso inmenso. La madre le dice, en el fondo, todas estas historias, mi historia, es tuya. Todo mi sufrimiento es tuyo. Y también todo mi amor. La novela trata sobre qué hacer con ese peso, con ese dolor y ese amor.

 


 



 

 

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«La literatura está plagada de libros que castigan a las mujeres poderosas».
Por Constanza Anabalón Tohá.
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