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Alia Trabucco Zerán | Autores |










 

Tentativa de agotar un silencio parisino
Crónica del Prix Femina Étranger

Alia Trabucco Zerán
Publicado en revista ORIGAMI, 30 noviembre, 2024


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Dejamos nuestros abrigos en la sala contigua al gran salón del Musée Carnavalet y subimos al escenario precedidos por el sonido de nuestros nombres: Miguel Bonnefoy, premio Femina en francés, yo con el prix Femina Étranger, Paul Audi con el galardón al mejor ensayo y Colm Tóibín con el reconocimiento a la trayectoria literaria. Cada uno estrecha la mano de la presidenta del jurado y, ante unas sesenta personas, en su mayoría fotógrafos, periodistas y editores, nos invitan a decir unas palabras.

El viaje, hasta ese momento, no había estado exento de tropiezos. El vuelo de Air France que debía llevarnos desde Santiago a París, sin escalas, se canceló a último momento por un pájaro estrellado contra el radar y a esa decidora y mortal desorientación siguió una sucesión de hechos no menos extravagante. Tras treinta y seis horas transcurridas entre aviones, salas de espera y un insólito vaivén migratorio por salir de Chile aún sin salir, atravesábamos al fin la puerta del hotel, nos desplomábamos sobre la cama y cuna respectivas, y en un pestañeo la alarma advertía que empezaba el día de la premiación.

Sin pretender agotar un lugar parisino, el inventario al estilo Perec parece una buena estrategia para describir esas horas en París: seis croissants en el mesón del desayuno, tres chilenas con jet lag, un recepcionista tunecino, la Rue Jacob al mediodía, la pregunta de si también yo soy árabe, viento, adoquines, un discurso en el bolsillo, un desfile de caballos de la guardia nacional, tres galgos, la luz parpadeante de un farol estropeado, tiendas de perfumes, de macarrones, de anillos y perfumes otra vez, olor a café, a humedad, olor a pan recién horneado, el cielo encapotado en la superficie del Sena, la entrada trasera del museo, los arbustos cercenados en su jardín interior y otro pájaro, esta vez un cuervo, curioseando al otro lado del ventanal.

En el mismo orden en que se pronuncian nuestros nombres tomamos el micrófono. Yo, que no hablo francés, puedo apenas descifrar unas oraciones del discurso de Bonnefoy: gratitud a su familia y editorial, su origen latinoamericano y una frase sobre el racismo que solo puedo deducir por el contexto. Es mi turno y conmigo sube Anne Plantagenet, la traductora de  Limpia,  y como siempre que me toca hablar en público saco el papel de mi bolsillo para anclarme a la tinta como los borrachos se anclan con un pie al costado de la cama.

Unos días antes del viaje, mi madre, con menos ingenuidad y más experiencia, me había advertido que estuviera preparada para posibles reacciones adversas, pero yo, con un optimismo más contumaz que realista, subestimé esa posibilidad. Preparé dos discursos antes del despegue: uno breve, que leería en el anuncio del premio, y otro más largo para esa noche. Pero ante el riesgo de que no hubiese instancia nocturna por tratarse de una celebración en un bar, me cercioré de que esas brevísimas palabras nombraran lo que quería nombrar y de publicar la versión más extensa en cuanto fuese posible.

Es una de las pocas veces que me ha tocado ser traducida en simultáneo y me entrego al vaivén de nuestras lenguas con asombro y curiosidad. Agradezco en castellano. Pausa. Anne lo hace en francés. Menciono a las juradas y a mi editora y, tras una nueva pausa, Anne viaja con esa frase al otro idioma. Subrayo el honor de que mi novela sea la primera latinoamericana en obtener el galardón y oigo a Anne decir esa frase luego del breve silencio. Hasta aquí su lengua y la mía bailan en una sincronía perfecta. Y hasta aquí la escritora chilena se comporta como se espera de ella: es relativamente joven (el galardonado francés lo es aún más, pero solo la juventud femenina parece ser llamativa), se ha vestido debidamente para la ocasión, es consciente del origen feminista del premio y está agradecida, qué duda cabe, aunque inexplicablemente seria. Algo sucede en ese momento. El guion sufre un giro repentino. Una palabra que no necesita de intérprete tensiona el silencio entre las lenguas hasta hacerlo chirriar.

«Palestina» es esa palabra y palestino el origen de mi nombre. Mi madre se llama Alia, digo, también mi abuela. Y aunque rara vez he creído que ese lugar de enunciación sea necesario para validar una posición política, sé que el terreno es escabroso y sigo adelante con esa estrategia. Digo entonces que día a día se perpetúa el horror en Palestina. Y es esa oración la que provoca que el silencio amable y atento que apartaba mi lengua del francés se vuelva espeso y extraño. Al mismo tiempo, en el rabillo del ojo, percibo un ademán algo brusco a mi derecha. Un movimiento o una tensión a la que sigue un pensamiento intruso y fugaz: me van a quitar el micrófono, no puede ser. Aunque no estoy segura, leo a tropiezos las dos oraciones siguientes, incluyendo la frase que cierra mi discurso: «El horror, siempre, se propaga en el silencio». Este silencio, debí decir. Este, aquí.

Existen silencios voluntarios y estratégicos, silencios expectantes, silencios cómplices, otros combativos, silenciosas resistencias y silencios impuestos a la fuerza. Los escritores palestinos residentes en Gaza han sido víctimas del más feroz silenciamiento: el asesinato. Hablo, entre muchos, de la poeta palestina Heba Abu Nada, cuyas palabras aún resuenan en el presente: «La noche en la ciudad es oscura, excepto por el brillo de los misiles; silenciosa, excepto por el sonido del bombardeo». Otros han alzado la voz desde fuera de su país y han sido objeto de constante hostigamiento, como es el caso del poeta Mosab Abu Toha. Son decenas, a su vez, los que han sido censurados, sus contratos terminados y sus premios retirados como formas de acallar y de enviar un mensaje al medio literario: hablar sobre Palestina trae consecuencias. El ejemplo más conocido es el de la escritora Adania Shibli, cuya premiación fue cancelada en la Feria del Libro de Fráncfort del 2023. Y qué duda cabe que algunos de los autores y autoras que han guardado silencio en Europa o América Latina, han sido también parte de una forma de silenciamiento más sutil: aquella que de manera falaz asocia lo propalestino y lo antisemita, generando temor a ser objeto de esa gravísima acusación y, como consecuencia, suscitando un incómodo mutismo. El desaire de esa mañana, lo sé muy bien, es una anécdota menor y no se compara con lo sucedido con otros escritores y escritoras. Pero dejarlo pasar sería hacerme parte, aunque de modo también sutil, de esa trama de silencios que hoy hace posible que continúe el genocidio palestino.

Al terminar mis palabras, los pocos aplausos en el salón del museo resuenan como campanadas en un desierto. Anne se baja del escenario y yo me quedo ahí para oír a Paul Audi, cuyo libro trata precisamente del antisemitismo en Francia y cuya voz no genera, por fortuna, la tensión de la mía, y luego escucho a Colm Tóibín referirse a las elecciones que Kamala Harris perderá esa misma noche en Estados Unidos. Los cuatro discursos de esa mañana habrán excedido lo «propiamente literario» —como si eso realmente existiera—, pero solo uno resultaría verdaderamente problemático.

Hablar o no, compartir o no, denunciar o callar, se han vuelto decisiones que de manera activa o pasiva nos posicionan políticamente. Y tomar posición ante una de las crisis políticas y morales más profundas del siglo XXI parece en sí mismo un imperativo para cualquiera —de allí las marchas en casi todo el planeta—, pero para quienes integramos el campo literario posee elementos particulares. No digo que se trate de un deber mayor al de los integrantes de otros oficios porque tanto o más eficaces han sido las acciones de los trabajadores portuarios de Grecia —que bloquearon la carga de veintiún toneladas de municiones con destino a Israel—, o de los estibadores de Bélgica o Barcelona que han emprendido acciones similares. Pero la literatura es lenguaje y el lenguaje puede ocultar o develar, normar o subvertir, por lo que alzar la voz puede, tal vez, trizar los discursos que hoy normalizan el actuar de Israel y al mismo tiempo complejizar las engañosas dicotomías que causan temor y confusión. Porque denunciar que Israel lleva a cabo un genocidio contra el pueblo palestino no es antisemita. Y simultáneamente el antisemitismo es real, se encuentra en alza y es urgente combatirlo con fiereza. Porque decir que Israel es una fuerza de ocupación no implica negar su existencia ni una posible solución de dos Estados, por más que una salida pacífica parezca hoy una lejana ilusión. E incluso suscribir campañas de boicot, por más delicado que esto sea, no pretende estigmatizar al pueblo judío sino presionar, como se presionó a Sudáfrica, a terminar con un régimen de Apartheid y una arremetida asesina feroz. Y contar con un micrófono o un papel permite nombrar estos y otros puntos que muchos no han querido o podido nombrar. «Es lo mínimo que podemos hacer», ha dicho la escritora Sally Rooney, y suscribo sus palabras.

Terminada la ceremonia empezará un cóctel, fotografías, entrevistas y las felicitaciones de rigor, salvo que casi nada de eso me tendrá como partícipe. Por largos segundos me quedaré sola al pie del escenario preguntándome si la tensión es real o imaginaria, si eso que percibí mientras hablaba realmente ocurrió, si nadie se acerca por rechazo o por timidez, y qué le pasa a ese cuervo que insiste en entrar al salón. Me distraerá la geometría de los arbustos y me preguntaré por ese afán tan francés de domesticar la naturaleza: las ligustrinas cúbicas en el centro, los manzanos en espalier a un costado. Pensaré entonces en la palabra «domesticación» y emprenderé un último ejercicio oulipiano para agotar ese silencio: paredes vacías en el salón de un museo, caras de póker, miradas esquivas, una jurada claramente molesta, una brisa fría, nubes, un cuervo que hurga al borde de la puerta, un fotógrafo que se niega a apretar el gatillo, el sol refractado sobre esos muros decidoramente blancos, una editora que solidariza, una traductora que confirma que nada fue imaginario, ninguna solicitud de entrevista, copas llenas de champán, una agente sorprendida, copas vacías, un escritor irlandés que dice «well done», una pulsera palestina en la muñeca del representante de la embajada chilena, un cuervo que no se rinde y picotea el vidrio, diez juradas que no se acercan, una que sí viene a felicitarme «no solo por la novela», un cuervo que emprende vuelo hacia el radar de algún avión y finalmente salir del Musée Carnavalet y de Paris, con el Prix Femina como un recuerdo que se fundirá con el estruendo de los motores y tantas nuevas y elocuentes formas de silencio.

Noviembre 2024

 



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Publicado en revista ORIGAMI, 30 noviembre, 2024