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Andrés Urzúa de la Sotta | Autores |



 





Contra la casualidad

— Apuntes sobre Crónica de una muerte anunciada

Por Andrés Urzúa de la Sotta


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Muchas lecturas de Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, se han hecho desde la ingenuidad de ver el influjo de la casualidad, y de lo divino, en el destino trágico del protagonista. En efecto, Santiago Gamboa, en el prólogo a la obra publicada en 1981, sostiene: “Algo más fuerte que la voluntad de los hombres mueve los hilos. Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va a ser asesinado e intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino. Sin embargo, al retomar la lectura del texto del colombiano es imposible no pensar que el pueblo parece esforzarse, de manera implícita, por no advertir a Santiago Nasar sobre la tragedia inminente:

“El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de afeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanos Vicario. Había resuelto tantos pleitos de amigos la noche anterior, que no se dio ninguna prisa por uno más. Se visitó con calma, se hizo varias veces hasta que le quedó perfecto el corbatín de mariposa y se colgó en el cuello el escapulario de la Congregación de Marla para recibir al obispo”.

(p. 25)

 Los personajes, entonces, se vuelven cómplices de un destino que, aún siendo evidente y teniendo pleno conocimiento de él, no desean prevenir. Más aún, las múltiples alusiones a la ascendencia árabe del protagonista y al cristianismo ciego y enajenante del pueblo, encarnado en el revuelo de la visita de un obispo que ni siquiera tendrá la deferencia de bajar a tierra, permiten esbozar la idea de que el asesinato de Santiago Nasar es una especie de agravio cristiano contra el mundo árabe y contra la lujuria y la práctica de la fornicación. Incluso el momento en que Ángela Vicario, la muchacha devuelta por el marido, reconoce ante sus hermanos al hombre que la habría desvirgado, la atmósfera de la escena parece insinuar que el protagonista de la historia es víctima de un plan inextricable y secretamente urdido:

                   “- Anda, niña –le dijo temblando de rabia-: dinos quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
                         - Santiago Nasar, dijo”.

(p. 22)

La obra, por lo demás, continuará dando muestras de la inocencia de Santiago Nasar, a la vez que sugerirá, de manera tácita, una suerte de confabulación inconsciente del pueblo contra el protagonista árabe. Los personajes de la novela nunca le advierten sobre la tragedia que se avecina, ya que lo conciben, pese a su inocencia, como un chivo expiatorio ideal para expurgar sus propios excesos y afrentas a la fe:

“Al contrario: a todo el que quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nuca se había de aclarar: quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio, porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenecían a dos mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar era demasiado altivo para fijarse en ella”. 

(…)

“Yo mismo traté de arrancarle esta verdad cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos en orden, pero ella apenas si levantó la vista del borado para rebatirlos.
                        - Ya no le des más vueltas, primo –me dijo-. Fue él”.

(p. 38)

Santiago Nasar, entonces, se convierte en una especie de mártir, de Cristo crucificado que permite expiar a un pueblo tras la resaca de los excesos -monetarios, carnales y etílicos- que culminó con la opulencia de la fiesta de matrimonio entre Ángela Vicario y Bayardo San Román:

“Tenía además seis heridas menores en los brazos y las manos, y dos tajos horizontales: uno en el muslo derecho y otro en los músculos del abdomen. Unía una punzada profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice: “Parecía un estigma del crucificado”.

(p. 33)

A tal punto llegó la obscenidad del pueblo y su desmesura, que el sacrificio de Santiago Nasar debió duplicarse. Es decir, no bastó con la violencia física del asesinato de los hermanos Vicario sobre el protagonista para expurgar las culpas de la comunidad, sino que el mismo padre Carmen Amador, símbolo cristiano por excelencia, debió ejecutar una segunda y simbólica violencia: la de una autopsia brutal e injustificada:

“Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente que el padre Carmen Amador se vio obligado a hacer por ausencia del doctor Dionisio Iguarán. “Fue como si hubiéramos vuelto a matarlo después de muerto –me dijo el antiguo párroco en su retiro de Calafell”.

(p. 32)

“Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo había sido destrozado con la trepanación, y el rostro de galán que la muerte había preservado acabó de perder su identidad. Además, el párroco había arrancado de cuajo las vísceras destazadas, pero al final no supo qué hacer con ellas, y les impartió una bendición de rabia y las tiró en el balde de la basura”.

(p. 33)
 

En base a todo lo expuesto anteriormente, y ante una observación tan incuestionable como el hecho de que ningún personaje le advirtió a Santiago Nasar de su muerte, es posible pensar la obra de García Márquez en un sentido diametralmente opuesto al del prólogo de Santiago Gamboa. Es decir, en Crónica de una muerte anunciada la voluntad de los hombres mueve los hilos. Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va a ser asesinado y deciden, quién sabe si consciente o inconscientemente, no avisarle, rompiendo con cualquier influjo de la casualidad y de la divinidad en el destino trágico de la obra.

 

 


 

 




 

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