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LOS ESPACIOS DE LA FICCIÓN EN LA NOVELA BONSÁI DE ALEJANDRO ZAMBRA

Por Gustavo Tapia Reyes.

 

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Bastante se ha teorizado en la historia de la literatura en torno a que, determinadas obras, lejos de responder solo a la imaginación creadora o a la inspiración desbordante de cada autor, llámese Lawrence Sterne, Gustavo Flaubert, Ítalo Calvino,  José Saramago o Roberto Bolaño, por ejemplo, se deben más bien a la presencia de otros libros como sus antecedentes literarios inmediatos. En dicho sentido, la breve novela titulada Bonsái[1] de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) se alinea perfectamente para ilustrar cuánto afirmamos como una tendencia a considerar, acaso con mayor solidez, acaso con ciertos reparos –en la literatura de nuestro tiempo, debe entenderse, nada resulta definitivo-, dentro de la narrativa latinoamericana del siglo XXI.

Todo esto se cristaliza, teniendo en cuenta la importante aparición del Posmodernismo literario que, mostrándose dentro del largo periodo abarcando desde el año 1970 hasta nuestros días, ha logrado imponer, a lo menos en parte, su decidida preferencia por socavar los fundamentos casi representando lo sagrado en la narrativa anterior. Es decir, siguiendo la tradición y, en contra del tradicionalismo, diferencia sutil realizada por José Carlos Mariátegui en 1927[2] no se ha contentado solo en estudiarla, conforme es debido, a fin de poder continuar hacia adelante sino también ha ido encontrando los diversos caminos de la metaficción y la autorreflexión (junto a cada una de sus variantes) para, aplicando su propio concepto de cambio, alcanzar el manejo de un estilo mixto que, siempre en la proporción de rechazar y alabar lo anterior, representa  un abierto desafío al “canon occidental”, defendido por el crítico norteamericano Harold Bloom.

No ha cesado en permanecer influyendo en los autores de las generaciones últimas, sin menoscabar tampoco la inclusión de Milorad Pavic, Georges Perec y, en especial, de Mauricio Wacquez, narrador aparecido después de los consagrados José Donoso, Enrique Lafourcade, Jorge Edwards y quien, tras publicar sus primeras obras, estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Santiago de Chile, viajó a seguir un doctorado en la Universidad de La Sorbona en París, quedándose a vivir el resto de sus días, casi de manera ininterrumpida, en Europa. Quizás esto, de algún modo, convirtiéndolo en un auténtico desarraigado, lo distanció completamente de su origen tercermundista, llegando mucho después a la madurez creativa de Ella o el sueño de nadie (1982), novela con la cual, en relación a la técnica en el tratamiento de la historia, el desarrollo o profundización de la atmósfera y la caracterización de los respectivos personajes, le encontramos muchas filiaciones respecto a la poética sustentada en Bonsái. Pueda solo debamos hablar de alguna proximidad, incluso meramente circunstancial, pero, no por eso será menos constructiva o influyente.

A partir de una sencilla como realista historia de amor, el igualmente colaborador de las revistas Turia, Letras Libres y del suplemento Babelia del diario “El País” de España, interpola una serie de individuos y otros elementos oscilantes entre dos espacios: de la ficción en sí autónoma, válida en tanto implica simulación y artificio, ensamblados con destreza y la negación de la ficción misma, por cuanto también el narrador busca poner en evidencia tal procedimiento, dando de esta manera origen a una forma de novela no convencional, una especie de novela-resumen, inherente al propio título general de la misma. Cada frase, cada diálogo, cada expresión, acaba siendo integrada a un corpus compacto, sin hojarasca por ninguna parte ni periodos de tiempo muerto, donde nada suela acontecer, según reclamaba Julio Ramón Ribeyro para la novela, en la medida que el autor, rechazando deliberadamente la afirmación de Honorato de Balzac, en el sentido de configurar a los personajes en sus deseos y pasiones por las casas y habitaciones donde viven, ha eliminado las descripciones extensas o los prolongados diálogos, se ha despercudido de aquellas exigencias, insoslayables para muchos novelistas y apenas con dos o tres trazos graficar el ambiente, a veces lúgubre, a veces anodino, a veces eróticamente jubiloso, conteniendo a los protagonistas Julio y Emilia, un par de jóvenes, estudiantes universitarios de literatura para más señas, tan propensos a experimentar una vida sumamente desordenada.

Llevando los epígrafes de Yazunari Kawabata y Gonzalo Millán y dividida en cinco partes, indicadas en números romanos, subtituladas: I “Bulto”, II “Tantalia”, III “Préstamos”, IV “Sobras” y V “Dos dibujos” respectivamente, en la novela Bonsái, no habiendo nada por descubrir, todo de antemano se encuentra definido: Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se hubiera quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia (p.13), dejando en claro la naturaleza de estar enfrente de una ficción, donde se enuncia algo y se le niega, en forma continua, sin mayor explicación o lógica diferenciable. Es todo y al mismo tiempo no es, alcanzando un matiz de relatividad, empleando lo necesario, lo indispensable para, a través de un narrador, invisible en unos casos y entrometido en otros, ir corrigiendo y aclarando: follaron durante un año y ese año les pareció breve, aunque fue larguísimo, fue un año especialmente largo (p.29) o cuando dice: El final de esta historia debería ilusionarnos, pero no nos ilusiona (p.83). También asumiendo un paródico juego de palabras, tan cercano a la aliteración en la poesía: Porque esta historia continúa. O no continúa. La historia de Julio y Emilia continúa, pero no sigue (p.40), llegando después a aseverar mediante una suave ironía, justificando así el subtítulo de esta parte: Al menos por aquel tiempo, Julio y Emilia consiguieron fundirse en una especie de bulto. Fueron, en suma, felices (p.26), agregándole alusiones a los personajes, dándole una categoría particular dentro de la ficción misma: Pero en este relato la madre de Anita y Anita no importan, son personajes secundarios. La que importa es Emilia (p.47), contraviniendo uno de los principios básicos de Flaubert, transformado en un respetado anatema de la narrativa moderna: la desaparición absoluta del narrador.

Sin embargo, Zambra no se queda en ello y, en la II parte, Julio y Emilia, estudiantes de literatura a fin de cuentas, se enfrascan en sendas discusiones precisamente en torno a la novela maestra del autor francés del siglo XIX, Madame Bovary (1857), desatando una serie de juegos referentes a los principales personajes de ésta en relación con los amigos y amigas de ambos, en tanto enloquecidos hacen el amor día tras día, se van mostrando como lectores empedernidos, luego, en lectores acuciosos, encontrando erotismo en diversas obras a las cuales se menciona, por lo general novelas amplias –una contradicción respecto a la concepción novelística patente en Bonsái- como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, cuya lectura les sirve para establecer un paralelo con sus propias vidas: la ficción de nuevo inmiscuyéndose en la realidad o la realidad haciéndolo en la ficción, no en un perpetuo enriquecimiento sino solo un modo de desacralizar en sí el oficio de lo escritura, conforme lo señala el propio narrador: Emilia y Julio –que no son exactamente personajes, aunque tal vez conviene pensarlos como personajes- llevan varios meses leyendo antes de follar (p.33) o como para afirmar que las vidas de Emilia y Julio, en el contexto melancólico donde se desenvuelven, son realmente ordinarias: jóvenes tristes que leen novelas juntos, que despiertan con libros perdidos entre las frazadas, que fuman mucha marihuana y escuchan canciones que no son las mismas que prefieren por separado (p.40), arribando a la pormenorizada discusión sobre un cuento breve de Macedonio Fernández, cuyo título es prestado para esta parte de Bonsái, un homenaje al narrador argentino, a quien Jorge Luis Borges consideraba su verdadero maestro.

Del autor de las célebres Ficciones (1944) o el Informe de Brodie (1970) brota la segunda línea –la primera tiene claramente una orientación antiflaubertiana- recorriendo la poética de Alejandro Zambra, alcanzando una bella definición en las quince páginas de “Préstamos”, la tercera parte de Bonsái. Aquí nos ubicamos frente a la presencia de la tal Emilia viviendo con su amiga Anita, quien era madre de dos niños y estaba casada con un tipo llamado Andrés, o Leonardo. Quedemos en que su nombre era Andrés y no Leonardo (p.49). Emilia había terminado su amorío con alguien de nombre Julio y estaba sola en ese momento, pero, en el trabajo, habiendo declarado tenía un marido, debía presentarlo en la reunión donde pensaba divertirse como nunca junto a aquellos. Así, bajo la autorización de Anita, terminó yendo acompañada de Andrés, produciéndose entre ambos un encuentro forzado donde Emilia no se deja besar, pues no le agradaba hacerlo escuchando ese tipo de música (p.48). Empero, ellas jamás discuten ni se enemistan, por cuanto Zambra prefiere no complicar el argumento y, siendo un atento narrador entrometido, señala: Ésta es, entonces, una historia liviana que se pone pesada (p.25), porque para nada quiere detenerse, menos caer en la morosidad narrativa de toda novela que, en ocasiones (suele acontecer), sobre todo cuando el autor ha perdido la perspectiva, acaba endureciendo la historia.

Luego, pasando a la IV parte, subtitulada “Sobras”, reaparece Julio, vuelve a surgir Julio (siempre sometido a los poderes omnímodos del narrador), a quien en un principio el escritor Gazmuri, autor de seis o siete novelas, como Proust mismo, contrata para digitalizar en la computadora el manuscrito de otra novela de su autoría, también supuestamente titulada “Bonsái”, o sea de Zambra se entiende, cuyo argumento alude a “Tantalia”, el cuento breve de Macedonio Fernández, el nada común narrador arriba indicado. Después, termina desechando tal idea, debido al alto precio de Julio, un fracasado viviendo de las “sobras” de una tarjeta de crédito facilitada por su padre, aparte de los centavos obtenidos dando clases de latín a la hija de un intelectual de derecha, nótese los extremos de miseria abarcando. En consecuencia, un poco enfadado, Julio decide escribir otra novela, empleando los elementos acosándolo desde hacía mucho tiempo y, cuyo original, tal vez real o ficticio, aún dentro de la misma ficción, tras avergonzarse de los resultados, obsequia a María, su amiga, su vecina, al parecer –supone- de tendencias lesbianas, sacándolo una noche repentinamente de su espasmo al decirle: Métemelo de una vez (p.72). De la novela de Julio, por un lado, se afirma: prácticamente no pasa nada, asegurando inclusive: el argumento da para un cuento de dos páginas (p.76), mientras, por el otro lado, la novela de Gazmuri se publica de manera pomposa con el título de “Sobras”. De nuevo aparece el paralelismo entre lo leído y lo escrito de una obra que, perteneciendo a un autor determinado con nombre y apellidos propios (Alejandro Zambra, en este caso), termina aspirando a ser de uno imaginario (el tal Gazmuri).

Esto es, el narrador, a pesar suyo o con su íntima complacencia, hace gala de ilustrar creativamente un sistema de vasos comunicantes, formando un círculo extendiendo lazos, creando un laberinto ficcional de mutua contaminación narrativa. Deseaba la demora y opta por seguir a Borges en su empecinada, aparte de famosa, tendencia de presentar resúmenes de obras cual si las mismas ya existieran, aunque el también crítico sobre temas literarios en diversos medios de su país como la Revista de Libros de “El Mercurio”, “Las Últimas Noticias”,  “La Tercera” y “The Clinic” la aplica en la novela corta, o nouvelle en la expresión francesa, para culminar con “Dos dibujos”, parte V, donde Julio hace exactamente dos dibujos, un retrato combinando las características físicas de Emilia y María y un bonsái, conforme sabemos, una planta ornamental sometida adrede a una técnica de cultivo para impedir su natural crecimiento, en cuya ejecución se demora mucho, tiene la urgente necesidad de dinero, vende sus libros (¿la literatura vista al nivel de un negocio rentable?), compra unos sendos manuales sobre el arte japonés de los árboles enanos y se entera que fuera de la maceta, el árbol deja de ser un bonsái (p.86). Otra vez la novela de Zambra se relaciona consigo misma, hacia el interior de sí misma: de la realidad, digámoslo así, a la literatura, de la literatura a la realidad similar a dos espejos colocados frente a frente. El tal Julio después se entera del suicidio de Emilia quien, tras terminar su relación con él, había partido a Madrid, donde vivía rodeada de prostitutas y homosexuales, diciéndole a su amiga Anita cuando ésta llegó a visitarla: Estás igual, sigues siendo así, así como eres. Y yo sigo siendo asá, siempre he sido asá (p.58) y, actuando de manera semejante a un autómata, alusión a la sociedad moderna deshumanizando al individuo tras mecanizarlo, sube a un taxi para pasear de lo más tranquilo, imposibilitado de conmoverse por la noticia.

Sin duda, estamos ante una novela de origen literario, donde los diferentes elementos que la conforman integran una red de mutuos significados. Nada queda suspendido en el aire de lo únicamente ficcional y, observada en conjunto, es también un homenaje a la lectura desde la visión de un narrador como Alejandro Zambra, mimetizándose en un álter ego para asumir de manera continua el papel de un crítico literario en la ficción: enjuiciando, aquilatando, insinuando proposiciones. “Si el texto es un mosaico de citas, –escribe la profesora Macarena Silva- una transformación y absorción de otros textos como lo plantea Julia Kristeva, entonces se entiende por qué el autor optó por la estrategia metaficcional a la hora de construir Bonsái[3]. Apegándose mucho a aquello de la postmodernidad, logra adentrarse en el ayer de las literaturas japonesa y francesa surgiendo sobre el presente de nuestro siglo y aún cuando abomina del realismo, al cual Ernesto Sábato acusó de tener una “cándida pretensión” [4], respecto a la capacidad de las denominadas “novelas totales” para captar íntegramente la realidad: Quiero terminar la historia de Julio, pero la historia de Julio no termina, ese es el problema (p.92), siembra el desconcierto acerca de hasta dónde se puede llegar, si existen o no los límites en el desarrollo de la narrativa contemporánea. Aunque no alcanzando las cimas de Calvino en Si una noche de invierno un viajero (1979) donde, dicho sea de paso, el narrador italiano nacido en Cuba partió de ciertos postulados borgianos, debemos afirmar que, en medio de la brevedad y el laconismo, a lo largo de las 95 páginas de Bonsái encontramos harta poesía, algo de drama, bastante de Denis Diderot y, de hecho, Milan Kundera, adhiriéndose a un determinado tiempo o disolviéndose en sí misma, mostrando a la literatura fluir permanentemente como un cristalino manantial.

Lo decimos en razón estricta al lenguaje empleado. No hay ripios ni frases altisonantes y el tono general resulta impreciso. Tampoco existe un simbolismo soterrado sino más bien el autor se orienta en convertir a esta obra en una donde se filtra la preocupación por el destino del hombre, no cediendo a ningún tufillo moralista, didáctico o de cualquier otra índole. “Es una novela –consigna Carlos Labbé- que propone un modelo a escala de la existencia humana, fragmentaria porque se resiste desde el primer párrafo a aceptar que el código de nuestro entendimiento sea propuesto por el narrador, por los significados y relaciones que éste le otorgue”[5]. Se han desechado los adornos, las figuras de composición y otros recursos de la retórica válidos para engalanar o producir una “gran literatura”, ha indicado Francisco Ángeles [6],  señalándose sin medias tintas: En la historia de Emilia y Julio, en todo caso, hay más omisiones que mentiras, y menos omisiones que verdades (p.24). Es decir, los personajes quedan libres de actuar según los pareceres y las percepciones propias de sus vidas: consciente de los recelos de su amiga, Emilia le aseguró a Anita que los dos hombres con los que vivía eran maricones pobres (p.58), también se alegran, cuando deben hacerlo, pues son quienes, nunca haciéndose problemas, se aceptan cuales seres de ficción viviendo dentro de una novela que ya no sabe si es ajena o propia (de Julio, de Gazmuri o de quien firma en la portada del volumen), pero que se ha propuesto terminar, terminar de imaginar, al menos (p.76). Se entiende con Bonsái, receptora en el 2006, año de su primera edición, del Premio de la Crítica y del otorgado por el Consejo Nacional del Libro a la mejor novela chilena, Alejandro Zambra ha probado aún hay caminos pendientes de exploración en la narrativa y conociendo las novelas totales de otros tiempos [7], se ha embarcado en sintetizar cada elemento, reducir el espacio, alcanzar lo mayúsculo de lo minúsculo, sin abandonar nunca la tan exigible calidad.

No obstante, semejante actitud asumida es un riesgo evidente respecto a la propia naturaleza de esta especie narrativa, en tanto, si bien tenemos personajes principales y secundarios, aparte de otros episódicos, muchos de éstos se han estancado en su verosimilitud y solo funcionan como meras siluetas, utilizables dentro de la ficción para graficar un estilo que, permítaseme el flagrante oxímoron, podríamos denominar de “novela borgiana”. Dentro de dicha práctica, el también autor de los poemarios Bahía inútil (1998) y Mudanza (2003) y profesor de literatura en la Universidad Diego Portales, ha proseguido, publicando La vida privada de los árboles (2007) una obra donde, mediante un argumento igualmente esquemático, persiste, además, en dinamitar toda la herencia narrativa dejada en la literatura de nuestro continente y el resto del mundo por el llamado “Boom de la novela latinoamericana”, surgido a partir del año 1960, empero, debido a ciertas repitencias mostradas en la caracterización de los personajes, en la descripción de los ambientes y en el armado de los diálogos respectivos, todavía no ha logrado cuajar, conforme sería recomendable, una propuesta sólida o cuando menos destacable. “Los renovadores que se quedan en la forma -anota certeramente José Promis- corren el riesgo de ser devorados por la auténtica literatura. El ingenio formal es insuficiente per se para otorgar a un texto una categoría perdurable”[8].

O quizás, cualquier cosa puede pasar en un siglo donde suelen aparecer quienes, dentro del género narrativo, buscan hallar salidas nuevas, opciones distintas, inclinaciones óptimas, en procura de revitalizarlo, renovarlo, sacarlo del estancamiento, volverlo a enviar en direcciones premeditadas o, muchas veces, casualmente novedosas (el azar también suele desempeñar un rol propio en tremendos desembalses), poéticas acaso convergentes o divergentes, hacia la densidad de la tradición de novelas cortas como La muerte de Iván Ilich (1886) de León Tolstoi o Crónica de una muerte anunciada (1981) de García Márquez o aquella representada en nuestro tiempo por el mexicano Mario Bellatín o el argentino César Aira. Todo esto solo va en parte acorde a la concepción del joven narrador chileno y debemos esperar sus próximas entregas, más allá de Bonsái, traducida al francés, portugués, holandés, griego, italiano e inglés y de La vida privada de los árboles, para recién poder corroborar o tal vez desechar cuanto hemos venido diciendo a lo largo de este ensayo.

 

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NOTAS

[1] ZAMBRA, Alejandro Bonsái, Editorial Anagrama, Colección Narrativa Hispánica, segunda edición, Santiago de Chile, octubre del 2007, 95 pág. De aquí hemos obtenido las citas correspondientes para nuestro ensayo.

[2] MARIÁTEGUI, José Carlos Heterodoxia de la tradición, en: Peruanicemos al Perú, Empresa Editora Amauta, volumen 11, Sexta edición, Lima, 1980, p.117.

[3] SILVA, Macarena La conciencia de reírse de sí: metaficción y parodia en “Bonsái” de Alejandro Zambra, en:
http://www.letras.mysite.com/az070708.html, consulta del día 06 de mayo del 2010.

[4] SÁBATO, Ernesto Heterodoxia (1953), p.54 (edición digital en disco compacto).

[5] LABBÉ, Carlos Bonsái de Alejandro Zambra. La palabra ya incluye al elemento vivo, en:
http://www.sobrelibros.cl/content/view/72/2/, consulta del día 06 de mayo del 2010.

[6] ÁNGELES, Francisco en Fama, arte y entretenimiento, Suplemento del diario “La República”, edición número 9845, Sección Qué Leo, Lima, 14 de diciembre del 2008, p.7.

[7] Llámese, por citar tres ejemplos, Cambio de piel (1967) de Carlos Fuentes, Conversación en La Catedral (1969) de Mario Vargas Llosa o Los detectives salvajes (1998) de Roberto Bolaño.

[8] PROMIS, José Persistencia del bonsái, en: http://www.letras.mysite.com/az240408.html, consulta del día 06 de mayo del 2010.



 

 

 

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