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José Emilio Pacheco: "La arena errante. Poemas 1992-1998".
Santiago, Lom, 2000. 136 pp.

Por Alejandro Zambra
Taller de Crítica Literaria Mariano Aguirre


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Para vivos y muertos 

Rubén Darío murió demasiado joven, no alcanzó a conocer a Vicente Huidobro y hacerlo su secretario; si esto hubiera ocurrido —como pasó con Pound y Yeats en la literatura en lengua inglesa— el modernismo y la vanguardia hispanoamericana se hubieran asimilado o aproximado, y nuestra literatura sería distinta, no sabemos si mejor o peor, pero distinta. Según la novela  Amuleto  de Roberto Bolaño, tal preocupación (¿cómo hubiera sido la literatura hispanoamericana si...?) turbaba el sueño de un poeta mexicano conocido como José Emilio Pacheco.

 

José Emilio Pacheco


Muchos textos de (el otro, el mismo) Pacheco (1939) parten de este tipo de especulaciones: extraños análisis de los entrecruces entre vida y literatura que validan escribir y leer como experiencias concretas, sociales. En esta obra la literatura es un espacio de solidaridad en que se intenta una comunidad en torno a las palabras: "Y cada vez que inicias un poema/ convocas a los muertos// Ellos te miran escribir/ te ayudan". El problema de la escritura, para Pacheco, no consiste en "superar la página en blanco" sino en recortar y hacer borrones, encontrar el poema propio en una página "ya enteramente escrita", como dice el poeta Andrés Anwandter.

En  La arena errante. Poemas/ 1992-1998 —que leemos en Chile gracias a una alianza entre la editorial mexicana Era y Lom— persisten varios rasgos presentes en sus libros de poesía anteriores y también en su prosa (Morirás lejos y Las batallas del desierto son novelas centrales para la narrativa hispanoamericana): la citada reflexión sobre la escritura, la imposible recuperación de la infancia, el desencanto generacional y la denuncia ecológica (que el autor cultiva desde siempre, desde antes de Green Peace, por así decirlo). A la vez, el poeta incorpora atmósferas, situaciones y lenguajes actuales a la imagen central que sienta el título, contrasta el lirismo tradicional asociado a la relación entre El Tiempo y La Muerte con discursos vigentes sobre la velocidad (Internet o la globalización, por ejemplo). Pacheco observa y experimenta el horizonte latinoamericano desde la posición paradójica de quien siente nostalgia de otros tiempos y lugares pero también está convencido de que el cambio es preferible a la inmovilidad.

Quizás por eso su poesía (su hacer) no se queda en la constatación ni llega al llanto; el mundo es injusto y cada vez ofrece menos instancias de comunicación, pero el poeta no se encierra en una cáscara de nuez, o accede a la multitud para representarla (Yo vengo a hablar por vuestra boca...). Por el contrario, Pacheco es uno de los rostros de la multitud: su actitud es de apego, de cariño, podríamos decir, a los vivos y a los muertos.

Más allá de un juicio contextual o estadístico ("José Emilio Pacheco es actualmente el poeta vivo más importante de México" u otra sentencia tan exacta como abrumadoramente vaga) interesa destacar la enorme complicidad que Pacheco —como W. H. Auden, Edgar Lee Masters o Antonio Cisneros— logra con sus lectores, a través de las ficciones literarias que celebraba Bolaño, del lirismo más templado (en el hermoso poema "Unidad", por ejemplo), o de rotundas parábolas profanas, demasiado humanas, como esta: "En mi pueblo de raza verde/ salí entre gris y morado./ Llamé la atención por raro/ y nunca me aceptaron en parte alguna.// Ante el agobio de la desventaja/ queda la alternativa de ser bufón o ermitaño./ Pero, indolente,/ como soy o como me hicieron,/ preferí volverme invisible".

 



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José Emilio Pacheco: "La arena errante. Poemas 1992-1998". Santiago, Lom, 2000. 136 pp.
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