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Memoria y naufragio en Formas de volver a casa de Alejandro Zambra

Por Luisa Fernanda Barraza Caballero [*] María Rita Plancarte Martínez [**]
Universidad de Sonora, México
Publicado en Perífrasis Rev.Lit.Teor.Crit. Vol. 7, N° 13. Bogotá, enero-junio 2016.


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Resumen
Este trabajo presenta una lectura interpretativa de la memoria en la novela Formas de volver a casa (2011) del escritor chileno Alejandro Zambra, con la intención de proponer la metáfora del naufragio y su imaginario como el eje que construye el sentido de pérdida representado en la obra. Esta metáfora se articula en tres aspectos tematizados en la misma: el cuerpo, el espacio y la escritura. Naufragio y memoria se desplazan a contratiempo en la novela de Zambra y crean una sinécdoque particular de la derrota política del sujeto contemporáneo.

Palabras clave: Alejandro Zambra, memoria, novela de la postdictadura, cuerpo, derrota política.

MEMORY AND SHIPWRECK IN ALEJANDRO ZAMBRA’S FORMAS DE VOLVER A CASA

Abstract
This essay focuses on an interpretative lecture about the representation of memory in Alejandro Zambra’s Formas de volver a casa (2011). Thinking shipwreck metaphor and its imaginary as the axis that makes the sense of loss throughout the novel, this work analyses three thematic forms that give the idea of memory: body, space and writing. Shipwreck and memory move in counter rhythm in Zambra’s novel, creating a unique synecdoche of the contemporary subject’s political defeat.

Keywords: Alejandro Zambra, memory, post-dictatorship novel, autofiction, body, political defeat



Los graves conflictos políticos y sociales que aquejaron a algunos países del cono sur hacia el segundo tercio del siglo XX han dado lugar a un complejo conjunto de expresiones estéticas que problematizan, desde diversos registros discursivos, la ríspida vivencia histórica. En este sentido, la memoria —en variados tonos y acentos— adquiere un lugar protagónico, pues constituye una vía para reconstruir y revaluar la relación imaginaria con un pasado que todavía no termina por resolverse.

Un corpus extenso de relatos latinoamericanos ha debatido en las últimas décadas y el comienzo del nuevo milenio acerca de cómo pensar un pasado traumático, cómo sobrevivir en las actuales condiciones políticas y cómo ajustarse (o no) a los nuevos tiempos: “Los perdedores, los derrotados políticos, son el objetivo de este trabajo: el perdedor y las múltiples opciones que se abren a partir de la derrota: esta figura interesa tanto en resultado como imagen que anuda el episodio de la pérdida a un después” (Amar 353). Más adelante continúa la idea:

El perdedor ético como una suerte de antihéroe de estos tiempos crepusculares, se destaca en la escena de la derrota política y desempeña una de las opciones más fuertes: se retira de la participación política dominada por los vencedores y hace de este repliegue su punto de resistencia, del retiro en soledad, y de la negativa a participar, o a la predilección por la distancia y la prescindencia como políticas alternativas al poder estatal. (330)

Esta conceptualización tiene que ver directamente con el papel del intelectual desde finales del siglo pasado. Como cualquier otro agente histórico, sufre los cambios de su historicidad a partir de los ochenta, años en los que se avecina el descrédito mundial en pro de las doctrinas del neoliberalismo. Un escenario de recambio de valores y políticas, una serie de textos literarios que van a reflexionar en torno a la reciente experiencia del escritor en el dos mil; estas escrituras de la derrota van a asediar, con tenaz insistencia, desde uno y otro flanco de los saberes de la literatura, los registros vigentes de diversas estéticas, los protocolos de variados géneros y discursos, para ensayar nuevas vías.

En el caso chileno, es de particular interés reconocer que las representaciones artísticas durante el período de la postdictadura optan, ya libres de la censura que caracterizó el periodo de Pinochet y de frente a la desacreditación de los discursos oficialistas de la memoria, por una narrativa diferenciada por la fragmentación de la escritura, por la atomización de la historia como relato épico en “petites histoires”, por la incursión en la experiencia personal, por la disgregación de temas, intereses, claves, lenguajes y modos narrativos; en otras palabras, por un discurso literario, que según Mario Lillo “no tiene pretensiones de aportar sistemáticamente, a la construcción de una identidad nacional, que una vez más hay que repensar y reformular por el descentramiento y la consecuente crítica al logocentrismo” (45), sino a una memoria individual que desea mostrar las fracturas evidentes del discurso oficial. Como también lo menciona Claudia Gatzmeier:

Habiendo superado la primera fase de la postdictadura marcada por el traumatismo, la literatura de la memoria comienza a reconocer la ambivalencia de cualquier intento de recuperar memorias marginalizadas o calladas: la desmitificación de la historia oficial invita a la mitificación de la historia silenciada. El cambio de enfoque conlleva una orientación a hacia la historia de lo cotidiano, hacia la vida privada, hacia la historia en minúsculas en vez de la historia en mayúsculas. (11)

Con esta tendencia escéptica frente a la memoria histórica y oficial, emergen algunas manifestaciones ligadas a la repolitización de la subjetividad. La consecuencia lógica de esa actitud es el desplazamiento de la memoria y el duelo a la esfera privada y a minoritarios círculos de artistas e intelectuales dificultando, si no impidiendo, que se enfrentaran memorias en conflicto. Es esta memoria personal un recurso utilizado por los novelistas que marcan un Chile desgarrado por la confusión y la violencia.

Este trabajo presenta una lectura interpretativa de la memoria en la novela  Formas de volver a casa (2011) del escritor chileno Alejandro Zambra, con la intención de proponer la metáfora del naufragio y su imaginario como el eje que construye el sentido de pérdida representado en la obra. Esta metáfora se articula en tres aspectos tematizados en la obra: el cuerpo, el espacio y la escritura. La primera forma del naufragio está representado en la memoria del cuerpo en relación con los relatos de filiación que buscan enfrentar el pasado con culpa; un segundo naufragio simbolizado en los espacios intersticiales que problematizan la identidad del sujeto al situarse entre la intimidad y la intemperie; y por último, un tercer naufragio que se figura en la autorrepresentación del yo y la escritura como procesos residuales de la memoria.

La memoria ha sido el concepto usado para interrogar las maneras como la gente construye, a partir de sus experiencias, un sentido del pasado mediatizado por el lenguaje y por el marco cultural interpretativo en el que se expresa, se piensa y se conceptualiza. Es posible ver que la memoria adquiere dimensión política cuando se convierte en práctica. Elizabeth Jelin propone en su libro Los trabajos de la memoria el término “emprendedores de la memoria” como aquellos sujetos que actualizan el recuerdo, “la de los seres humanos activos en los procesos de transformación simbólica y de elaboración de sentidos del pasado. Seres humanos que ‘trabajan’ sobre y con las memorias del pasado” (14). Naufragio y memoria se desplazan a contratiempo en la obra de Zambra y crean una sinécdoque de la derrota política del sujeto contemporáneo que intenta asumir una postura ética en el acto de recuperación de su pasado.

La interpretación del texto objeto de este trabajo se apoya en el pensamiento del filósofo alemán Hans Blumenberg, quien en su libro Naufragio con espectador (1979) elabora una propuesta hermenéutica de dicho imaginario como metáfora de la existencia humana. Con audaces reflexiones en torno al campo metafórico náutico —desde Lucrecio, Horacio y Zenón, pasando por Montaigne, hasta llegar a varios pensadores destacados del siglo XX entre los que destacan Schopenhauer y Nietzsche— Blumenberg realiza un recuento de las representaciones del naufragio dentro del pensamiento filosófico:

El naufragio es una suerte de ‘legítima’ consecuencia de la navegación, mientras que el puerto felizmente alcanzado o la apacible bonanza son sólo el aspecto engañoso de una tan profunda problematicidad. Pero la contraposición entre la metafórica de la tierra firma y del inestable mar, tomada como esquema rector de la paradoja de la metafórica existencial, hace esperar que tenga que existir también —como amplificación de las imágenes de tormentas marinas y naufragios— una configuración igualmente acentuada, en la cual el naufragio en el mar se asocia con el espectador no implicado en tierra firme. (17)

El naufragio se concibe igualmente como escenario en el que un espectador reflexivo, imperturbable, observa en la distancia la aflicción ajena. El estudio de Blumenberg relaciona todo naufragio con el arte teatral, pues compara el espacio marítimo con el del espectáculo puesto en escena, plagado de vastos y terribles peligros existenciales. El espectador mira, con curiosidad y desde la posición segura de la tierra firme, la escena sublime del desastre. En palabras del autor:

El espectador no disfruta de la sublimidad de los objetos que su teoría le revela sino de la autoconsciencia frente al torbellino de átomos en que consiste todo lo que contempla —incluido él mismo. El cosmos no es ya el orden cuya visión llena de felicidad a quien lo contempla. Es, en todo caso una garantía residual de que existe un suelo firme al que no llega el elemento hostil. (Blumenberg 38)

Siguiendo esta analogía del mar y el teatro, podría decirse que el espectador tiene la posibilidad de alcanzar una dimensión moral para convertirse en espectador estético: “La posición del espectador está determinada por la reflexión; le concede más que consuelo, le reconcilia con el  aspecto próximo de la historia” (66). Esta posición que conmina a la reflexión y el deber de narrar lo sucedido contiene su carga ética, pues todo lo que sucede en espacio marítimo resulta un hecho no sucedido, no deja huella, no tiene memoria y es responsabilidad del espectador contar lo que se ha presenciado desde tierra firme.

El estudio del filósofo alemán está igualmente cimentado en una hermenéutica orientada a la filosofía del lenguaje. La representación de la inconceptuabilidad adscrita a la metáfora del naufragio se puede explicar por el intento del sujeto por reconfigurarse a sí mismo luego del desastre, ya que para recuperar su identidad deberá apropiarse de la palabra para narrar su tragedia y rememorar sus experiencias, puesto que la emergencia del pasado en el presente resultará convincente solo cuando se organice mediante procedimientos, estrategias o formatos de la narración, y evidencie un  continuum significativo e interpretable del tiempo. De ahí que deba entenderse que la metáfora no existe por sí misma, sino dentro y a través de una interpretación. Dice Paul Ricoeur al respecto que: “La interpretación metafórica presupone una interpretación literal que se autodestruye en una contradicción significativa. Es este proceso de autodestrucción o transformación el que impone una especie de giro a las palabras, una extensión del significado” (63).

Como sobreviviente perdido para la historia, el náufrago ha abierto una brecha que por una parte es una distancia geográfica (su símbolo es la isla desierta en medio del océano); y por otra, un quiebre en la historia que interrumpe el continuum de la vida, corta en dos el tiempo y pone a distancia el pasado y el futuro:

Sin duda lo que el espectador ve es su propio pasado, por cuanto ha podido llegar a ser espectador, pero aquello que ve está frente a él, en el futuro, como lo inevitable mismo que surge de la vida, la cual es un mar lleno de escollos y remolinos … Ya no se necesita un navegante en peligro, porque él mismo [el espectador] proyecta el propio peligro pasado o futuro en la imagen de la furia del mar, el navegante en la propia barca no necesita ya un espectador en la vida, porque él mismo se ha convertido o se está convirtiendo en espectador. (Blumenberg 77)

Para el náufrago, el tiempo de la vida aparece ante su vista como un pasado encerrado, lejano, irrecuperable y perdido; se encuentra inserto en un presente eterno, en una especie de grado cero, desvinculado de la vida, de la historia, de todo centro. La historia sigue y continúa su curso y sabe que él está al margen, fuera de sus derroteros y sus repartos. El náufrago sufre una pérdida a nivel ontológico, pues ya no se reconoce en sociedad, su vida ha pasado a ser otra, insular, solitaria y fuera del curso social de la vida.

Con estas reflexiones sobre la metáfora náutica es posible entender que la fuerza de irrupción y disrupción del golpe militar trastocó el desarrollo lineal de la continuidad histórica y representó un naufragio simbólico en la realidad chilena. Ante ello quedaron las fracturas y residuos de una memoria silenciada que ha buscado emerger en el presente que se vive. De ahí que se pueda ver cómo el personaje principal de la novela, espectador del naufragio, necesita enarbolar la trama a través de los recuerdos de su infancia. A través de la narración de esa experiencia sin profundidad parece oírse una voz propia: hacer su historia y no la de los padres. Dice el narrador en primera persona de Formas de volver a casa:

Los padres abandonan a los hijos. Los hijos abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van. Y todo es injusto, sobre todo el rumor de las frases, porque el lenguaje nos gusta y nos confunde, porque en el fondo quisiéramos cantar o por lo menos silbar una melodía, caminar por un lado del escenario silbando una melodía. Queremos ser actores que esperan con paciencia el momento de salir al escenario. Y el público hace rato que se fue. (Zambra 73)

Con esta cita se entrevé cómo desde un recuerdo inicial se evidencia la posición de un espectador pasivo, el cual desde la inocencia o la ignorancia de su edad, no se percata de la gravedad del naufragio. Como una necesidad propia, el personaje rememora sus primeras experiencias, que funcionan como el único reducto posible para llenar el vacío que produjo la culpa de un sujeto que no asimilaba la gravedad del desastre:

Los niños entendíamos, súbitamente, que no éramos tan importantes. Que había cosas insondables y serias que no podíamos saber ni comprender. La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. … Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en formas de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer. (Zambra 55-56)

Este vacío de experiencias infantiles intenta poblarse de remembranzas a través de sustitutos virtuales de la memoria. La fotografía remplaza y se sobrepone al recuerdo como evidencia de lo que será interpretado para poder actualizar su pasado: “La vida es un enorme álbum donde ir construyendo un pasado instantáneo, de colores ruidosos y definitivos” (70). O que esos álbumes servían: “Para hacernos creer que fuimos felices cuando niños. Para demostrarnos que no queremos aceptar lo felices que fuimos” (127). A pesar de que la fotografía en esta novela no tiene ya la potencia estructurante de un recuerdo altamente traumático como en la época de la dictadura (la del significado profundo de una imagen del detenido-desaparecido), es posible ver que el álbum familiar es una especie de archivo que atestigua una cronología y una unidad narrativa. Las fotografías que aparecen ahí delatan a los personajes como refugiados en el marco tranquilizador de la privacidad familiar: “[Claudia] Sigue pasando las páginas como si no advirtiera mi presencia. Una manera obsesiva de volver al pasado. Ha revisado ya la mitad de los álbumes. Su mirada absorbe, devora las imágenes. A veces sonríe, a veces su rostro se vuelve tan serio que me invade la tristeza. No, no siento tristeza: siento miedo” (130).

El cuerpo, en este caso, parece ser sustituido por la imagen que aparece en las fotografías, generalmente relacionada con la ausencia de ese tiempo imposible de recuperar. El motivo más evidente en el que se representa la reescritura de la memoria, el palimpsesto del recuerdo, es la escena donde el niño protagonista deja su rastro sobre la cinta musical. La voz impostada que se graba sobre la de Raphael simboliza la memoria como un casete para borrar y reescribir en ella: en este caso, la voz que no había cobrado conciencia histórica de la dictadura debido a la limitación de su perspectiva infantil. Ya menciona Rubí Carreño al respecto que: “En ese intento de poner su voz por sobre la del otro –ni más ni menos que Raphael, y cantar encima, es una alegoría de la literatura como palimpsesto; el lugar donde no existe ni la primera ni la última palabra y los gestos pueden cambiar mil veces sin perder la belleza. Zambra reflexiona sobre la belleza y lo perecedero de la mano de la melancolía” (149). Es posible ver estas yuxtaposiciones de imágenes apiladas en su memoria, en este caso resultantes de la reflexión desde su presente como adulto. El personaje comprende solo hasta entonces que la dictadura buscó la transitoriedad borrando el volumen y los pliegues de la temporalidad histórica ocasionada por ese naufragio. Pinochet y su padre resultan sujetos representados sin la complejidad de las palabras; son solo imágenes que se atiborran en su memoria:

En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino, pero entonces lo odiaba solamente por esos intempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra, sin regalar más gestos que una piteada más intensa al cigarro que llevaba siempre cosido a la boca. (Zambra 21)

En esta novela la memoria significativa radica en la conexión del mundo de los recuerdos más allá de las formas de la memoria virtual, es decir, con aquellas correspondientes a las irrupciones de la memoria en el cuerpo y la memoria involuntaria de la cicatriz. El cinturón de seguridad como marca indeleble en el cuerpo del padre es un signo que se retrotrae al presente y sobrepasa la imagen virtual: “Un viejo camión que entró contra el tránsito lo chocó y mi papá estuvo a punto de morir. Recuerdo todavía cuando me mostró la marca que le dejó en el pecho el cinturón de seguridad. Me habló entonces sobre prudencia, sobre el sentido de las normas” (Zambra 147). El deber de apegarse a la normativa imperante aparece representado en el padre. De manera análoga, si no hubiera seguido la preceptiva imperante durante la represión, este hubiera muerto en manos de la dictadura: “Desde entonces, cada vez que veo un Peugeot 404 recuerdo esa imagen ingrata. Y la marca, también, cuando íbamos a la piscina o a la playa. No me gustaba ver a mi padre en traje de baño. No me gustaba ver esa marca surcándole el pecho, esa evidencia, esa banda horrible que quedó en su cuerpo para siempre” (147).

La memoria no es más que la de los padres, la del discurso que la familia impuso a los protagonistas de los relatos. Hacia dónde volver, desarraigo, imposibilidad de poner al mundo en paréntesis, son temáticas frecuentes en la novela de Zambra en donde el cuerpo está a caballo entre la virtualidad de la imagen y de la cicatrices que reactualizan el pasado. Los recuerdos aparecen de manera ambigua, llegando a “hacer/ser” experiencias impostadas, pero que en su articulación posterior ingresan a la memoria como tramas llenas de sentido.

La primera parte de la novela parece ser una especie de relato en el cual el narrador cuenta la vivencia infantil de su primer enamoramiento y las condiciones dictatoriales en las que él, sin conocer, vivía:

Vivíamos en una dictadura, se hablaba de crímenes y atentados, de estado de sitio y toque de queda, y sin embargo nada me impedía pasar el día vagando lejos de casa (23) … Vivo en la villa de los nombre reales, dijo de nuevo, como si necesitara recomenzar la frase para continuarla: Lucila Godoy Alcayaga es el verdadero nombre de Gabriela Mistral, explicó, y Neftalí Reyes Basalto el nombre real de Pablo Neruda. Sobrevino un silencio largo que rompí diciéndole lo primero que se me ocurrió: vivir aquí debe ser mucho mejor que vivir en el pasaje Aladino. (29)

Como se puede ver, los lugares referenciados en Formas de volver a casa se desplazan en dos registros, espacio público y espacio privado, en un ir y venir que poco o nada pueden dejar a la identidad del sujeto. Es por esta indeterminación espacial, recordemos que metafóricamente el naufragio abre una brecha geográfica para dar paso a un espacio caótico, onírico, fuera de los derroteros y repartos del mundo real, por la cual el narrador personaje habla de las calles como lugares movibles, difusos, etéreos, calles que intentan perderse y encontrarse en esos círculos y trayectos caóticos que pretenden extraviar el camino, y asimismo, el recuerdo. Es importante pensar esas calles dentro de su particular contexto referencial: el de las villas de la zona de Maipú durante la dictadura. Menciona Bielke en su estudio sobre los espacios en las novelas de Zambra:

La casa paterna, situada en el barrio de Maipú de los años 80, forma el centro alrededor del cual se construye una novela sobre la dictadura chilena. La blancura –blanco invierno– y las flores del antejardín forman claramente una frontera entre la vida privada y el mundo político de la dictadura. Cómo cada fachada se dirige hacia el mundo exterior, proclamando un mensaje de inocencia, de discreción, de apoliticidad. (4)

Dichos lugares pertenecen a la clase media baja santiaguina, a una familia que vive en las nuevas villas construidas en la entonces periferia de la ciudad por el gobierno de Pinochet, cuyas casas son “una fortaleza en miniatura, un reducto inexpugnable” (30); una de esas “nuevas familias”, dice el narrador, “familias sin historia, dispuesta o tal vez resignadas a habitar ese mundo de fantasía” (Zambra 29). Respecto a los espacios, Bielke continua su análisis puntualizando que la casa se constituye a partir de dos elementos claves: “primero, tenemos la casa sinónimo de dominio y protección, un centro interior, que debe ser protegido, y el caos del mundo exterior. El segundo significado va en relaciones de apertura de esta frontera, como un lugar desde donde se inicia el descubrimiento del mundo” (2). En términos de la metáfora del naufragio, la casa representa la tierra firme, mientras que la calle funge como el espacio turbulento. Sin embargo, la descripción espacial que hace Zambra parece anular las dicotomías al presentar espacios intercambiables que no adquieren distinción subjetiva.

Esta desestabilización del espacio público y privado se ve claramente simbolizada en el escenario en quiebre del terremoto, que une e hilvana los dos tiempos del recuerdo enunciado, del presente que narra y el pasado que rememora. Estos detalles proporcionados por los dos sismos, que abren y cierran el relato, tienen la intención del reconocimiento del sujeto dentro ciertas coordenadas temporales y espaciales. Dicho fenómeno natural cuestiona el espacio abierto-cerrado [1] : el terremoto los condujo a que “Si había algo que aprender, no lo aprendimos. Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo” (Zambra 20). El trastrocamiento de las perspectivas ocasionado por el doble terremoto (geográfico y político) volvió a desordenarlo todo, haciendo vacilar la certeza de las denominaciones previamente clasificadas en el archivo de la memoria chilena.

Este efecto de inestabilidad espacial pretende poner en jaque la condición del lugar que se habita, ayudando a plantear la metáfora del naufragio con la pérdida de un espacio inamovible de identidad al estar a la deriva. Al respecto menciona Rossana Cassigoli que “La sensación de ser la misma persona representa la experiencia básica del yo: la identidad personal se explica esencialmente en términos de memoria, de lo recordado y de lo recordable. La frágil identidad personal depende de que el orden de los propios dominios no se trastorne de la noche a la mañana” (96). Abrevando de lo anterior, se podría aventurar que el hecho de que la integridad de los binomios resulte siempre cuestionada, produce una crisis en los personajes que se ven despojados de pronto de marcas identitarias dentro de los dominios que, hasta ese momento, les eran reconocidos como propios.

Al presentar el relato desde la perspectiva de una primera persona, el texto hace posible la reflexión en cuanto a la tematización de la escritura y la posición del intelectual respecto de ella. Desde el ámbito privado y familiar, la recuperación narrativa de sus recuerdos parece ser una especie de imperativo de parte del protagonista: “en lugar de gritar, escribe libros” (Zambra 55). O también menciona: “Escribo este libro sólo para recordar esas conversaciones … Me cuesta recordar” (28). El presente eterno permite entreverar ese deseo de que el tiempo estático con Claudia continúe hasta el infinito, no por una historia de amor, sino “por amor al recuerdo” (122). Dice el protagonista: “Siempre pensé que no tenía verdaderos recuerdos de infancia. Que mi historia cabía en unas pocas líneas. En una página, tal vez. Y en letra grande. Ya no pienso eso” (83), en una especie de proceso catártico, confesional, donde el escritor cuestiona su papel respecto al recuerdo y sus formas de reactualizar la experiencia:

Me quedé pensando en eso y me desvelé. Es verdad. Recordamos más bien los ruidos de las imágenes. Y a veces, al escribir, limpiamos todo, como si de ese modo avanzáramos hacia algún lado. Deberíamos simplemente describir esos ruidos, esas manchas en la memoria. Esa selección arbitraria, nada más. Por eso mentimos tanto, al final. Por eso un libro es siempre el reverso de otro libro inmenso y raro. (Zambra 150)

Al comienzo de la segunda parte, titulada “La literatura de los padres”, tenemos, en una especie de ficcionalización de la escritura, las reflexiones que el mismo narrador hace de su novela en devenir, la cual resulta ser la primera parte del libro que como lector tenemos en las manos, es decir, la parte de “Personajes secundarios”. En una especie de intratextualidad que funciona como cajas chinas, el narrador comienza a hablar de su novela diciendo: “Me gusta mucho que mis personajes no tengan apellidos” o más adelante, “Me siento demasiado cerca de lo que cuento, he saqueado la memoria” (64). La continua autorreflexión de la escritura que se hace en la novela permite que las instancias autor-narrador-personaje parezcan difusas y permeables. En la primera parte es posible presenciar el relato del que metaficcionalmente la instancia narrativa hablará en la segunda parte: el personaje principal explica a su hermana de qué trata su libro nuevo: “sobre Maipú, sobre el terremoto de 1985, sobre la infancia”, y en donde “los personajes secundarios son los que tienen más relevancia en la novela” (81). En esta novela se plantea el deseo de reescribir un pasado, de volver a él y resguardarse aunque se sepa de antemano que esa escritura mnemónica será siempre vicaria y que pretender lo contrario llevará a su fracaso.

En esta acción que conlleva tanto la imposibilidad escritural como memorística, se plantea al menos entender el papel anacrónico de quien escribe y que da la impresión de: “Que sabemos poco. Que antes sabíamos más, porque estábamos llenos de convicciones, de dogmas, de reglas. Que amábamos esas reglas. Que lo único que verdaderamente habíamos amado era ese puñado absurdo de reglas. Y ahora entendemos todo. Entendemos, en especial, el fracaso” (160). Al hablar en plural, como si fuese un síntoma de toda una juventud, el narrador protagonista de Formas de volver a casa desarrolla la idea de una generación derrotada en cuanto a la reformulación del recuerdo. Así como el náufrago, que posterior al desastre busca restituirse en el continuum de la vida, el personaje ve como único reducto posible la estructuración de ese “libro de recuerdos” en donde ya no se busca “proteger” las memorias individuales, sino encontrar la historia que le permita comprenderse a partir de las vivencias con el otro.

La derrota de la representación y el carácter melancólico de estos textos se reducen a un problema generacional sintetizado en la dificultad de manejar el vacío en el que consiste la herencia de los padres. En conjunción con esta propuesta, Lorena Amaro adscribe esta derrota política como producto de una culpa intrínseca de los escritores jóvenes que vivieron su infancia en dictadura. Estas formas analizadas por Amaro sobre los recit de filiación de esta generación más reciente que podrían llamarse “los culpables” cobran como particular técnica y forma narrativa la de la autobiografía novelada, o al menos, una clara evidencia de la voz narrativa en primera persona que presenta vínculos textuales que pueden asociarse a la voz autoral, respectivamente. De esta forma la ficción se extrapola al ámbito político más inmediato, el de la figura del escritor en el dos mil, envuelto en el devenir mediático y la globalización cultural. Lo que busca Zambra con esta poética de la memoria naufragada es enarbolar un discurso específico: no el del fracaso aislado, leído como desinterés o pasividad, sino que es posible comprender este como el espacio de la resistencia. La escritura del naufragio permite situarse en la reflexividad de los discursos políticos, que en el caso de la narrativa de Zambra se juega, parodia y estetiza.

De ahí la novela de nuestro interés dé cuenta de una pérdida, de un vacío, sin que se sepa muy bien qué se ha perdido, qué es lo que no se puede representar: “El colegio cambió mucho cuando volvió la democracia: Entonces yo empezaba tardíamente a conocer a mis compañeros: hijos de gente asesinada, torturada y desaparecida. Recuerdo haber pensado, sin orgullo y sin autocompasión, que yo no era ni rico ni pobre, que no era ni bueno ni malo” (68). Formas de volver a casa alegoriza la recuperación del pasado en tiempos de relativo olvido, pone de manifiesto una experiencia pasada ante los ojos del presente y toma una conciencia ética y política frente a un acontecimiento crucial de la historia chilena. Respecto a estas representaciones del pasado reciente, Ana María Amar reflexiona sobre la utopía y la derrota en la literatura a principio del milenio conceptualizando estas narrativas en relación con su dimensión política y su anclaje histórico. A pesar de que el estudio de Amar se centra principalmente en los “perdedores éticos”, los cuales aparecen configurados como personajes que plantean desde su atalaya marginal una lucha utópica de sus ideales y su capacidad de memoria; y en los “vencedores” como aquellos que traicionaron o sucumbieron ante el oficialismo y el olvido, cobra interés para el presente trabajo la conceptualización de lo que ella denomina como “perdedores lábiles”. Este tipo de personajes han perdido su identidad y se presentan a sí mismos “porosos, incapaces de enfrentarse con su imagen en el espejo, con su identidad cuestionada; sus narraciones muestran un lado oscuro y de ese modo permiten reconocer en ellos las marcas del horror, de la traición, de la muerte” (Amar 170). Estos perdedores en los intersticios, que semejarían a la propuesta interpretativa de la metáfora del náufrago, tienen:

Del mismo modo, el desencanto y la desilusión (que en ocasiones adquieren las formas de la ambigüedad) construyen perdedores sin rumbo, que han abandonado las posturas antagónicas y en los que la derrota se ha despojado de todo sentido utópico o heroico. En esta narrativa, el sujeto de enunciación, las posiciones del discurso, la de la escritura, han cambiado y por lo tanto, la representación y el sentido del perdedor han sufrido una mutación dramática. (Amar 174)

Estos sujetos —representados en la conciencia ficcional del protagonista de la novela de Alejandro Zambra— ya no se ubican en posiciones binarias, sino que se plantean como casos especiales y paradigmáticos en la intersección de dos visiones éticas y políticas de un acontecimiento. Será a través de la representación de la clase media despolitizada y su desencanto manifiesto frente a los proyectos democráticos y conciliadores de finales y principios de este siglo, como la novela Forma de volver a casafunciona en una sinécdoque particular de la generación de escritores jóvenes que no corresponde a la de aquellos intelectuales de los 60, sino a una generación reciente que vive en el fracaso heredado de sus padres, de la falsa democracia y el olvido estandarizado. Desde esta posición lábil, el desencanto y la desilusión adquieren formas de la ambigüedad que al mismo tiempo son producto del juego incierto de la voz narrativa:

Estas últimas novelas del desencanto, generan en los relatos perspectivas ambiguas, equívocas que terminan por parecerse a la indiferencia o incluso a la aceptación del espacio de los vencedores. Perder, participar de la condición de derrotado, sólo se admite entonces en la medida en que la decepción permite ubicarse en el confortable espacio del escepticismo, una forma de neutralidad que se acerca “peligrosamente” a los ganadores. (Amar 218)

Como antihéroe caracterizado por la derrota, el personaje-náufrago de Formas de volver a casa lleva en su capacidad de resistencia la orgullosa aceptación de la derrota a través de “la evidencia de los hechos” en su aparente forma autobiográfica. Este relato de filiación ligado a la memoria del cuerpo, a la configuración intersticial de los espacios intemperie/intimidad y a las estrategias de autorrepresentación del escritor y el campo cultural del dos mil, configura un personaje-náufrago de la memoria que ante la inminente derrota se permite enarbolar una postura ética y política muchas veces paradójica y vicaria a través de los silencios, las rupturas y las sustituciones del conflictivo trabajo del recuerdo a través del cuerpo, el espacio y la escritura misma.

Este fracaso como pulsión creativa a nivel de imaginario —la caída, la derrota, el desencanto, la melancolía, el derrumbe, el colapso [2] — se ve concretado en la representación de la memoria que Alejandro Zambra construye en su novela. Desde una consideración ética y política, podríamos pensar que la ambigüedad, el desencanto y el escepticismo que menciona Amar como característico de esta última y más reciente camada de “perdedores”, permiten abordar estas prácticas residuales de la memoria desde una posición epistemológica que representa al sujeto contemporáneo. Con estas particularidades analizadas, se podría pensar que este texto no intenta obtener una justicia anacrónica, sino cuestionar desde su propia voz las memorias en conflicto que siguen develando la contingencia del pasado en el presente en devenir.

* * *

[*] asiul_f39@hotmail.com. Maestra en Literatura Hispanoamericana. Universidad de Sonora.
[**] rplancar@capomo.uson.mx. Doctora en Literatura. Arizona State University.

Notas

[1] Ya menciona Macarena Areco que según a la novela lumpen o de la intemperie, le sale al paso una novela de la intimidad  hegemónica en el periodo, dentro de la cual se pueden mencionar el texto de Alejandro Zambra, Formas de volver a casa, y sus otras dos novelas anteriores. Novela de la intemperie/Novela de la intimidad parecen ser denominaciones temáticas que dialogan con el concepto de Novela de la orfandad  propuesto por Rodrigo Cánovas, el cual a su vez, continua el ordenamiento diacrónico de la narrativa chilena del siglo XX formulado por José Promis. En este marco, la orfandad sería la modalidad propia de los ochenta y noventa a la que seguiría la dicotomía intimidad/intemperie. Es decir, la continuidad de la memoria dictatorial es inminente, las formas estéticas y éticas de representación de esas relaciones simbólicas con la realidad son precisamente las que han variado en los últimos cuarenta años.

[2] De este modo, dos rasgos caracterizan el viraje ético que propone Jacques Rancière: primero, es una reversión del curso del tiempo: el tiempo volcado hacia el fin a realizar un progreso o emancipación, es reemplazado por el tiempo tornado hacia la catástrofe que está detrás de nosotros. Esta nivelación de las formas mismas de la catástrofe se encuentran en lo ordinario de nuestra existencia democrática y liberal (34). “Por lo que nada separa ya la representación ficcional de la presentación de lo real, que el problema se plantea. El problema no es saber si se puede o se debe o no representar, sino qué se quiere representar y qué modo de representación se elige para ese fin” (41). La multiplicación de los medios de representación hace de todo arte moderno sea un arte constitutivamente dedicado al testimonio de lo irrepresentable.

 

Bibliografía

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- Areco, Macarena. “Cartografía de la novela chilena reciente: realismos, experimentalismos, hibridaciones y subgéneros”. Chile en el siglo XXI: ¿Nuevos recorridos artísticos, nuevos caminos históricos? Laetitia Boussard y Benoit Santini, eds. Santiago de Chile: Piso Diez, 2013. (269-300)
- Carreño Bolivar, Rubí. Av. Independencia. Literatura, música e ideas de Chile disidente. Santiago: Cuarto propio, 2013.
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- Rancière, Jacques. El viraje ético de la estética y la política. Trad. María Emilia Tijoux. Santiago: Palinodia, 2005.
- Ricoeur, Paul. Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido. Trad. Graciela Monges Nicolau. Ciudad de México: Siglo XXI, 2006.
- Willem, Bieke. “Metáfora, alegoría y nostalgia: la casa en las novelas de Alejandro Zambra”. Acta Literaria 45 (2012): 25-42.
- Zambra, Alejandro. Formas de volver a casa. Barcelona: Anagrama, 2011



 

 

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Memoria y naufragio en Formas de volver a casa de Alejandro Zambra
Por Luisa Fernanda Barraza Caballero y María Rita Plancarte Martínez
Universidad de Sonora, México
Publicado en Perífrasis Rev.Lit.Teor.Crit. Vol. 7, N° 13. Bogotá, enero-junio 2016.