Carlos Barbarito
 
 

 

FIGURAS DE OJO Y SOMBRAS

Carlos Barbarito

 

A María y Cecilia
A Joaquín María Aguirre
A Marcelo Lo Pinto

 

Uno

Radiación de fondo

Terminaré en los manglares – la voz,
libro que se entreabre -,
acabaré desnudo, en un punto medio
entre cualidad y sustancia.
Por ahora se nutre de ojos, hogueras,
bajo amplias telas suspendidas, el peso
atado y atada la medida. ¿ En
qué conjetura a esta hora el mercurio celeste,
el diseño terreno? ¿ Quién posee
algo, sino él, al menos en aire,
en semejanza?
(Oscurece,
el tronco en la corriente,
el metal bajo la tierra, respiran,
no reposan.)
Después, al extremo de la luz,
a comienzos de la sombra,
se derramará hacia los tallos en la sal,
líquido, casi sueño.

Oyente sin descanso, el sonido
es denso y ancho, dura hasta las últimas piedras.
Todo entra por el oído, incluso
la lluvia que el sueño supone oblicua,
el tiempo, contado en horas,
mudas de piel de serpiente
o jarros con leche que hierve.
Y cuanto vibra es mundo,
cavidad de cuerpo, expuesta, oculta,
sábana que vuela, desnudo
que huye del paraíso
y entra, feliz, en el infierno.


Dice toro como dice mar,
extiende la gruesa piel
y en ella traza un mapa.
En el centro, palabra o número,
verbo o cantidad que concentra.
Poliedro. En cada cara,
azafrán, ave, cobre
y brújula, y todos son la misma cosa
y tienen la misma carga.
Hay un espacio y una flecha.
En el espacio, casas, ciudades.
Atado a la punta de la flecha,
un pequeño dios nace
y muere a cada rato,
y, en cada una de sus breves vidas,
se dirige al centro de la tierra
y establece un reino transitorio
entre candentes líquidos que fluyen.


...pero hay otro espacio, submarino.
Allí los peces de Klee
conversan con los peces
que muchos llaman verdaderos.
¿Dónde el confín? No
se precisan párpados;
un helecho corta la piedra,
un piano se deshace en sal.
En penumbras, nada muere, invoca.
Lo sumergido es infinito
y cabe dentro de una bolsa,
un perro ladra sin ladrido,
entre hora y hora
un libro, prodigiosamente seco,
se alimenta de imposibles llamas.
Asombro añadido al asombro:
un niño señala el arco iris
y en la punta de su dedo, enseguida,
una mancha.
(¿ Detrás
de Mona Lisa, como mero fondo,
lo que cubre ambos patios,
el de arena y el de piedra,
uno donde el niño entierra su palo,
otro donde el hombre erige una casa
que nunca dejar de estar vacía?)

¿Y el aire? Lo respiro, huelo
con mirada de ínfima criatura,
entre escombros de infierno y paraíso.
Lo mismo que engorda, mata.
Pan de trigo y pan de arsénico
comidos con el mismo afán, el mismo apetito.
¿Agua, fuego? Penetro su desnudo,
mido la curva de su muslo
mientras la noche empuja con único remo.
¿Soplará? Acaso la palabra,
que, algún día, al avanzar lo juzgará todo.
Acaso la vida que hoy se repliega,
hacia lo más lejos, donde los desiertos se unifican.

Hay una botella rota
entre otras muchas botellas rotas,
rotas maderas, alas rotas
de pájaros rotos, un cartel
casi hundido en el fango.
Pero duerme, no despierta.
Se derrama la tinta,
ensucia el papel, la mesa, el suelo,
vuelan fragmentos de mundos,
islas en llamas, mares en llamas,
y, en medio del caos,
una forma tropieza con su sustancia
y no la reconoce,
no reconoce el barco a su timón, a su amarra,
la máscara al rostro que oculta.
Pero duerme, no despierta.
Arañas, rocío, caracol, mercurio,
Cópulas, proverbios, aerolitos,
mueble que rechina, esmalte
sobre esmalte, metamorfosis
desde el barro hacia las alas.
Pero duerme, no despierta.
¿Qué clavó con clavo perfecto
su sueño, lo adhirió y fijó
en un muro blanco, uniforme,
contra el que chocan, sin destino,
las mareas, las luces, las manos?

(Paul Cézanne, La casa agrietada, 1892-1894)

En presencia, no visible,
lo que el perro ladra por las noches.
Cubre los muros, que se rajan.
Cubre el agua, que se aleja.
De las canillas, gota a gota,
líquido de vida, equívoca,
líquido de muerte, unívoca.
Bebe, con barba y saco,
sin mujer que lo respire,
lo esmalte como a un dios antiguo,
lo haga digno de su costado.
Arriba, hay un orden
en cada pez lunar,
en cada marea con sudor y borra,
que sólo en sueños entiende.
Aquí, abajo, en lo estéril,
contra la negra ventana,
ante un horizonte desvaído,
inclina ante sí un espejo
y se mira, un instante antes,
y encuentra alguna caridad, cierta justificación
en el árbol próximo,
en el océano remoto y en el aire.

(Pisarro, Retrato de Jeanne, 1872)

Ella presiente lo que, tensada
luego a lo máximo la cuerda del tiempo,
yo sé.
Pero,
cumplidos lo posible y lo imposible,
la lluvia, la chispa, el incendio
sumergido, la que ve es ella,
yo soy el ciego.

(Andhra Pradesh)

Escombros. Y sobre cada fragmento,
un misterio nocturno, que sólo
atiende a si mismo.
Un animal orina sobre las piedras.
Él y su líquido serán sagrados.
Anduve, no en cuerpo,
entre telas livianas, tambores en vuelo.
Pero para mí, mi dura cáscara,
todo se redujo a polvo,
a polen seco, a prosa.
Ante mí, una mujer-pulpo,
llamas sin fuego, clavos
que penetran el aire
como si de una pared se tratase,
huecos donde espesas sombras copulan
y, al cabo, huyen de la muerte
para la que, sin embargo,
crecen y maduran.
Fue,
en días que la razón creyó siglos,
cama con grávidos demonios,
materias casi líquidas,
sin un nombre, una entidad precisas.
Y fue, desde el fondo último,
un último sol que irradia,
una última voz que es voz
y también silencio, sustancia
que se reduce y, al hacerlo,
se extiende, moja las manos,
los vientres, lluvia
desde ninguna nube,
anega los mundos,
los cubre y sumerge.

(Radiación de fondo, a Harold Alvarado Tenorio)

I

Una tormenta se prepara.
No tendré palabras para conjurarla;
moriré , de nuevo, entre relámpagos.
Moriré otra vez bajo la lluvia,
entre ramas que se quiebran por el viento,
lejos de la casa y más lejos todavía del cuarto.

II

El agua es oscura, densa.
El agua es noche, sexo, palabra
que no sale por la boca.
Palabra que sale de un hueso,
de una oscura cavidad
a la que no llega nada y nada perfuma.
Quien se ahoga lo sabe.
Quien no respira sabe
que el agua, la misma que sacia,
acarrea detritus, podredumbre.

III

¿Qué radiación de fondo
no es desvaído dios, deseo en oquedad,
hierba hinchada, acre bifurcación
justo encima del labio del pez,
del pezón juzgado por la ceniza?
Hay algo que rompe, penetra.
Una luz de ojo de langosta
parida de pie por un cometa.
Rompe piedad, caramelo, ámbar.
Penetra bruñido, pronombre, campana.
Llega con la lluvia, los relámpagos.
Me matarán como a un fruto ahuecado,
como a un piano que se evapora
y en lugar de tempo encuentra punzón y peso.

(A María Eva Albistur)

¿Y más allá? Tal vez estaremos desnudos,
sostenidos por el humo de la tierra,
el gota a gota con que la noche se expresa
y el deseo –su respiración- se difunde.
Pero no aquí. No donde
quien abre una puerta se cansa
y se cansa el animal que retrocede
y una tela –carne de la espuma- retrocede.
Vamos por un borde fangoso,
por un mundo sin techo.
¿Quién ríe, junto los pedazos,
torna suaves las puntas del cuerno?
¿Quién baja hacia las anémonas,
hacia cuanto, ante serrines y resinas, se incendia?
No es nada –decimos.
Entretanto, el padre,
mirada de luz que se rompe, traje oscuro,
se come a sus hijos.

(A Lucy Barbosa)

Sé de un silencio entre la hierba,
de un espacio a salvo,
precioso metal de sueño,
pero es poco lo que sé
de hierbas, de metales, de sueños.
Sé de una espalda mojada,
con gusto a mar,
pero es poco lo que sé
de espaldas, de la sal.
Sé alguna cosa del mar, pero no demasiado.
Los muros repiten una palabra,
uno tras otro, hasta el horizonte.
Pero aún soy niño iletrado,
camino junto a las paredes
y no logro leer cuanto dicen o callan.
Nada sé de los que ahora duermen,
tumbados sobre la tierra,
en alguna región antípoda.
Nada sé del agua que fluye
por el fondo de la tierra,
del futuro primer relámpago
en la tormenta que, muy lejos, se prepara.
Creo saber, sí, mi nombre.
Pero, ¿si una lengua pura
me lo preguntara,
lo sabría?

Abandona el sueño para entrar al día,
cierta claridad pura al final de un pasillo,
ante el ojo, el polvo en el aire,
el aire apenas en movimiento,
la ventana y, más allá, charcos, ramas...
En alguna parte, lejos,
oscuros y secretos sacrificios:
pequeñas bestias arrojadas a las llamas,
niños abandonados bajo la lluvia.
El agua ahora refleja un eco antiguo,
moja la mano, los labios;
regresa cada cuerpo de su sombra,
cada sombra de su borde,
afean el sabor de las frutas,
empañan los vidrios,
diseminan lo recolectado.

DOS
Figuras de ojo y sombras

¿Y este insecto atrapado en el ámbar?
¿Qué agua ancha cruzar para demoler
el tiempo, su evidencia? ¿Qué
consuelo encontrar en el ajeno temblor,
el ajeno deseo, bajo esferas, bandadas?
¿Y este dios caído entre hojas secas?
Los pies se hunden en el suelo blando,
luego de la tormenta, arriba,
el cielo, que no se despeja.
¿Cómo medir cuanto se extingue,
las especies, las horas?
En una pizarra, marcas apenas legibles.
Un palo casi enterrado en el lodo.
Aparece el sol, ilumina una mínima porción,
el resto, sustancia que no circula,
permanece quieta, entre piedra y piedra.

Queda astilla de piedad, polvo
de gracia, fragmento de un ala, casi ciega,
metal que no imanta, voz
que huye hacia abajo,
donde se retuercen, aisladas, las raíces.
¿Quién vive? ¿Quién
es visible, tras sábanas,
trasiegos? ¿Qué
alcanza brote, pulpa?

Copularán, seguro más de una vez.
Como quienes nadan en vacío, en lleno.
Más de una vez,
en ralentí, como si siempre faltase algo,
o sobrase algo, o hubiese
falla en la trama, o todo
fuera perfecto y cada abrazo
aportara necesario error, desvío.

I

Lámparas dispuestas en hilera,
para remate.

II

Muertos, hablan de Lohengrin,
Shakespeare. Tienden
trapos sobre piedras.
Y allí comen.

¿Morir? No se navega en barco
de piedra, no se calienta la carne
con nieve. Pero es apenas
un salto, un momento difuso,
un pequeño escombro de estrella;
apenas un botón, un resquicio,
una sal, una gota de aguarrás.
En pleno cuerpo, perder minutos,
párpados, lágrimas.
Y ya no tener oídos para el gallo,
nariz para el alcanfor,
manos para lo que cae o se derrama.
Entonces es otro o ninguno el deseo,
el desierto se estira, y no llueve.


Pude ser incendio, liebre entre pastos.
No. Un relámpago gobierna,
determina, pega por el borde
las páginas del Libro.
Cada cual con su sombra y su peso.
Pude ser árbol, Tarot, fruta.
No. Agua gris,
lenta, antigua. El mundo
se moja. Líquido sin forma,
ni extensión, ni consigna.


En el aire de esta única,
ávida estación, un eco,
una sombra. Hierba
contra cierto muro,
distante. Ningún color
que el ojo pueda distinguir
y una edad que, lejos
de desplegarse, se contrae.
Ya no llueve. Una mano
siente el filo, el frío
de la piedra.
Qué
modo de soplar el viento
contra libros cerrados,
de tapas oscuras.
Qué modo de no morir la muerte
que se mira en el espejo
luego de abandonar el cadáver.
Ante el ojo, peste
de espalda en espalda.
Mal sagrado, animal que habla.
Habla, porque es hora,
el árbol desnudo, y, hablan, también,
la materia oscura,
el rayo que a la tierra
trastorna, el No
que sepulta en efigie
el muslo de lo que no existe todavía.
¿ Y, entonces, ahora,
cuánta saciedad, cuánta sed,
cuánto óxido en idea
y en sueño, cuánta
página impresa al borde
del mundo?


Ávido, el carbón copula
y no la carne. Son días
en que una pluma persiste
más que una boca, y
un agua profunda y espesa
arrastra lejos del ojo la conciencia.
¿Quién vive? ¿Genio,
falo de sombra, libro
en cuyo centro nada fue inscrito,
vitral sin lágrima?
Entraña, al fondo, el espejo:
despojo, espíritu confinado
a un edicto, bajo
árbol de fósforo, descalzos,
a medio camino entre abismo
y éter, Mahler, Schönberg,
Varèse.
Yo la busco y la desnudo,
la penetro, entre ciudades inmensas
que se incendian,
pero cuanto busco se sitúa más allá,
después de toda forma
y suceso.
Tiene
que haber un pliegue oculto
en lo uniforme, un revés
en el deseo, un desgarro
en lo singular y preciso.
Pero, ¿dónde,
cómo, por qué, sobre
qué gravedad o justicia?

Is there no change of death in paradise?

(Wallace Stevens, Sunday Morning, VI)

La tierra está sola
y ya todo fue olvidado.
Una hierba amarga,
que no comen las bestias,
 crece junto a las paredes.
Ropas dispersas, olvidadas,
un olor de antiguo amor
en el aire quieto se disipa.
Aquí estar vivo
es ser éter desnudo, ciencia acre
que apenas conoce
figuras de ojo, menguantes
y grávidas, y sombras.
Aquí caer es extraviar la medida,
suponer lluvias
que nunca se precipitan,
dilapidar la única piedra,
el único centavo.
Y nadie canta en la oscuridad.

No es la boca del infierno
ni el umbral del paraíso
ni un dios rugiendo entre llamas
ni una piedra de sueños, un metal puro,
la médula de toda gravedad y belleza
es agua silente, que apenas fluye,
olvidada por hierbas y bestias

de esa agua bebo
en esa agua me lavo

Arrendajos, que nunca vi. La Tosca
de Sardou y la de Puccini.
China. Una marina sobre una pared
descascarada. La fiebre.
Una mujer desnuda de perfil.
El desierto y más allá, la otra arena,
La del amor. Laura huyendo,
bajo la lluvia, llena de vergüenza.
Cenizas. Metales. Cenizas.
Tierras amarillas, tierras rojas,
tierras negras. La Madonna
de Ognissanti
y el
Desnudo acostado
con los brazos abiertos.

Todo sucede, incluso la muerte.

(Auden)

It is time for the destruction of error -dijo -;
pero, por todas partes, sillas diseminadas, agujeros de ratas,
conversaciones interrumpidas por el estallido
de un relámpago.
La curación
no se produce, la clave no se revela:
¿dónde el pulso, que no se transfigura
en agua profunda?
¿en qué vía o fila tu rostro,
el mío, la soñada labor entre llamas?
La falla persiste, deja
marca en la madera y el vidrio.
Lo que se conserva duerme en la sal,
no en el amor. Una luz
transitoria revela, en algún rincón,
a los que se abrazan, semidesnudos.
Luego otra vez la sombra,
un silencio roto en el centro
que muchos suponen música.

Ecos y sombras que el viento barre,
ramas que permanecen insepultas
y, en algún dintel, la palabra extranjero.
Es invierno en los jardines
de Kensington: reflejos
grises en quietas aguas grises,
una frente antigua
entre piedras casi lunares.
El viento sopla y no lleva semilla,
mueve las ropas de los amantes
que permanecen abrazados,
a la espera de la noche, entre estatuas.
Y cuanto eso suceda, ¿ se agitará
el pequeño demonio rojo que aún no los conoce
y sabe ya sus nombres?

(Proust)

Goma arábiga con ceniza: así lo concedido
y lo negado. Flores al borde de una calle,
la niebla, que a cada flor torna imprecisa,
el sueño, que asegura,
la vigilia, que vacila,
el libro que se abre, casi sin intervención
de la mano, en el capítulo
de la infancia y el espejo.
Contra los vidrios, una luz hecha de penumbras,
más allá, un bosque confuso,
una selva extendida
hasta lo que, tal vez, en el fondo, ya no importe.

 

© Carlos Barbarito 2002, Caminos de Pakistan nº4 (septiembre-octubre).

www.caminosdepakistan.com

 

NÉBULA


La vida tan precaria: nunca presencia de la vida,
sino nuestro eterno ruego al prójimo para que viva
mientras nos morimos.

 

Blanchot.
¿De qué noche es este rito? Carneados,
puestos cada uno sobre una piedra distinta,
atados a las piedras con la sangre
todavía caliente, chorreando.
El amor es aquí ajeno, todo deseo:
gritan, se retuercen,
hablan en lenguas, ven visiones.
Entran al agua roja, su óxido y su espuma,
al barro, al sexo abierto de la tierra
y en el fondo, ningún mar,
ninguna infancia.
                          ¿De qué noche
o día o relámpago o niño sin ojos
empujado desnudo hacia las llamas?
Cae el cielo sobre el mundo.
La tierra invade las aguas.
Se mezclan y confunden.
Ansía penetrar, hundirse, desaparecer
entre los últimos pliegues. Morir, no morir:
hay un descanso - se dice a si mismo-
en la peor de las fatigas. Así
como la sangre es espesa y roja,
y el deseo conforma animal con dos espaldas,
la presa huye de lo que, acaso,
con sus garras y dientes, podría salvarla.
Un sol sucio deriva por el agua.
Alumbra cuanto pare el fruto más amargo.
En un rincón oscuro, nueces y sogas.
Las horas roen la madera, el papel
que fuera carta desde El Havre
ahora confirma que el mundo
está irremediablemente sumergido.
Pregunta, nos pregunta: ¿existe
imitación, falsedad, copia,
una moral para la materia del relámpago,
sabiduría que no sea hija
o nieta de traición o acoplamiento?

Anda desnuda bajo los puentes.
No logra contener aquello que la habita.
Se desborda, se ahoga
con lo que de si sale a borbotones.
Abraza, se deja abrazar, grita.
Algún día será escombros,
hoy es tierra siempre seca
que pugna por la lluvia.
¿Qué nombre darle
si la veo siempre de espaldas,
no veo su rostro, y ya son años,
respiración que ninguna ancla sujeta,
dios que creo demonio y viceversa?

¿Sobrevivirán la materia perforada,
el paisaje que el ojo entrevé
y por cuya superficie repta una sombra?
Nacerá el hijo del muslo
-      cae
la palabra por su propio peso -
caen los hoteles, sus pasillos,
sus lámparas siempre encendidas.
Un hijo torpe, sin nombre ni ojos.
En otra parte, se parten los mundos,
los patios con sus hojas,
las hojas que la luz atraviesa,
desnudez,  impiedad, nervadura.
Se lavarán de a dos, estará oscuro.
Números en cada puerta,
ventanas con relámpagos,
nudos de nervios en láminas delgadas,
dioses flacos, venidos a menos,
incapaces de crear tan sólo un insecto.
¿Y la arena, las arenas, esta boca,
esas otras bocas, palos, cometas, dientes?
El hijo ignora, despierta, se viste.

El mundo se curva más allá
de donde da la vista:
                               ebrio,
quien eso sabe, se tumba
y duerme en un umbral.
Espalda contra espalda,
una danza de figuras quietas;
el vacío se cumple
como se cumple el lleno.
Ahí van, esposados,
por el último suelo
antes de la noche y su azar:
¿quién los oye sino el sello
del libro, el tallo enroscado
en la madera con que, otros,
apuntalan la casa que cede?
Flujo, reflujo, ¿y el perdón,
la ventura, el caracol
sobre el vidrio, el bodegón, la marina?
Comerán solos, como las plantas.
Tal vez, como ellas,  crecerán
hacia la luz, darán fruto.
 


Desnuda y con sudor.
Se acopla, gime, tiembla.
Ante ella, su acto,
toda memoria resulta cansancio,
otoño. El mundo todo
parece ahora una mancha
sobre un papel liso y blanco.
¿Qué hubiese dicho Mallarmé,
con qué lámpara hubiese iluminado
la porción de espacio
donde tal océano se revuelve?
Buscarás oro entre piedras - cada cosa
es útil por sí misma,
sin necesidad de otra -
Y el viajero llega a Finisterre.

(A Óscar Wong)

Se encienden luces a lo lejos,
allá donde alcancé una vez
y ya no alcanzo.
                        Bailan desnudos,
borrachos, antes de la tormenta.
Yo voy en contra del viento,
que arrastra papeles y hojas
por el pavimento.
Recuerdo que tuve memoria,
una amplia plaza en Venecia
donde se oían voces de niños
que cantaban.
                     Altos tilos,
peces veloces, fugaces fiebres,
París en una mañana de invierno,
mayólicas, escayolas, terracotas.
Una rama se quiebra,
alto, sobre mi cabeza.
El ruido del viento
cubre todo otro ruido;
oscurece cuanto puede oscurecerse,
el libro se deshace,
sus páginas se desparraman,
antes de romperse,
sin nada que las sujete.


(Atardecer del 30 de setiembre, 2002)


Dolor, tajando, despedazando, poniendo en carne viva
Lo ya no vivible, ni siquiera en el recuerdo.

Blanchot.

I

Ya no partículas infinitas y diversas,
grandes, pequeñas, lisas,
rugosas, cóncavas, convexas:
apenas un continuo agrisado
por el que transitan sombras
que existen en espejo
y hablan en eco.
Ya no viajeros a Egipto
en pos de la geometría,
a la India tras los filósofos descalzos.
Se detienen en la orilla.
El mar es interminable, oscuro y compacto.

II

Sin agregados ni colisiones
invisibles, inaudibles.
                                (Papel
en blanco la razón,
tabla negra el sueño.)
Inmóviles átomos sin anzuelo.
Vela el animal, no el número.
No es intenso sino lo tenso,
que se estira un poco y se rompe.
Nada es antiguo, entonces
no se nace, se come con las manos
lo que la boca rechaza.
                                  Y quien habla
huye del conjunto,
y contra el muro del jardín desierto
la inocencia concluye
y se hace tarde.
                            

Encenderán fuegos, andarán
hasta olvidarse de qué están hechos,
que frágil azar los sostiene.

Se hizo la luz
como se hizo el polvo.
El silencio retumba
y por el agua, cuanto se desea
y se olvida y se rechaza.
Bajo la tierra, cava el minero;
su hijo, bajo el sol,
duerme y sueña
y en el sueño sangra.
Pero todo concluye
en libro, como tal neutro,
fósil.
       Quien lo escribe
se pierde como criatura,
pierde los párpados.

¿El gran guionista? En su escrito,
¿ mi alumbramiento? ¿ aquello,
aquél que va a matarme?
En el polvo en el aire, un pasaje
se vuelve polvo antes de significar algo.
¿Hay un secreto, una confidencia
de amante a amada, entre los bulbos?
No lo sé. Apenas sé que no comeré
el alimento reservado a quienes aún sin ojos
verán la luz del día.
                             ¿Qué es mío,
entonces? ¿Qué será mío
en esta franja extendida de horror a piedad?
Un rostro desconocido
se lanza contra el mío. Y
lo que una tarde sepulté
no deja de ser hija, y lágrima, y humana.

(Rávena)

Cuando no se lo espera, gira el viento.
Contra los viejos muros,
los viejos mosaicos.
                              El viento.
Atardece seco en la memoria.
Anochece en la camisa del débil
que lleva mi nombre
y sabe que jamás llegará a Oriente.
Alguna vez infancia, hollín,
creosota, sábanas.
                           Un temblor
de agua en el agua.
Y alguien que corría
porque ya era la hora.
Porque algo, abismal, invisible,
lo llamaba.

(A Miguel Ocampo)

Tal vez mañana deje de tener sentido
la poesía. Será entonces
todo semejanza,  tendremos
los ojos abiertos, respiraremos.
Un papel de fino cobre flotará en el agua
y ya no será sombra la de la carne
a la luz del mediodía.
Crujirá una madera y se diseminará el eco
hasta más allá de nombre y peso.
¿Será el final? ¿Y el alumbre,
la geometría, el jugo de las frutas,
la fosforescencia de los peces en el abismo,
el número de oro de tu muslo,
el tiempo?

 


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letras.s5.com , proyecto patrimonio, CARLOS BARBARITO: "Figuras de ojo y sombras" (Poesía) 2002.

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