Javier Bello

 
 

 


POESÍA


Quíenes son estas personas, alimento de quién, ojos en trance,
carne acostumbrada a vestiduras negras.
Suya es la falsedad, ropajes y caballos
se desfondan en la encarnación del jardín,
roen los dedos de la noche y le hablan, le hablan
toda la noche, luz donde acuñar monedas.

Poco es lo que hay, apenas un murmullo
entre los que visitan al Oro en la casa de los vientos
y rezan con un vaso en la mano,
un vaso con un ojo que se ríe del fin.

Cae la red amarga sobre el ojo en tinieblas
y los rostros que resisten la luz, no la revelan.
Atrapados los que están atrapados en las ruinas
abren la boca para pedir silencio.

 

Y dime ahora, tú que vas a nacer en el principio
cuerpo desnudo que desde el hueco avanzas
y lascivo te arrojas al izquierdo
pozo de mi cabeza con espejismo y cumples
ritual dentro del más opaco miembro
que a los labios se acerca y tomas con el rostro
la realidad en las manos, y allí, de pie en la glotis
dejas la piedra, trituras la semilla, cascas
en la palma el cráneo, ladra
el perro de la interjección, el perro acrópolis, la muerte
en medio de la plaza del oído, cruza el zócalo,
escupe la pared, pone
el cuerpo a resguardo, a tientas llena
la boca de ese ardor pero no puedes
salir del cepo a oscuras, la mancuerna
encarnada del flaco traje seco
filoso entre las piernas su ataúd, las llaves
del hígado del piano, dime
si es que hay razón, engendramiento

 

yo tenía una puerta, una revelación
podía nadar tranquilo de noche, cruzar el puente agarrado a una piedra
los niños se sujetaban al abismo, bajaban el volumen de sus muertos
yo dormía en la celda de ruidos, la noche respiraba, se quejaba sin tregua
con la mano quebrada me acerqué hasta la casa
vi la muerte, el perro de tus ojos
un fuego pegadito a mi oreja
el dueño de las profecías que se muere de miedo
cerca del muro, el humo que ladra en la cabeza
los niños yacen detrás de la cortina
los hermanos se amarran para cruzar, las manos en el tubo
los zapatos postrados dónde estás, hace frío
yo tenía un registro, arena en los bolsillos, los niños
mantas negras para expropiar azúcar
nada más, un trofeo de sangre, un plato
lejos de su madre, las mamparas abiertas

 

II


La forma en que está vacía la noche
la forma en que se desfonda su rostro cuando acude
la oquedad a los rincones
el modo en que los rostros de plata se desfondan si
asisten a esa misma oquedad y en ella sólo temen
(los rostros de los amigos se desfondan, los otros
permanecen inmóviles, veloces pasajeros que
detienen la nada)
y el cuerpo que la visita sonando la ocarina,
promulgando la débil vibración de la vida con su
paso de danza
es al mismo tiempo un cuchillo que abre el dorso de
su mano y la deja sangrar
es al mismo tiempo una garza que no bebe pero la
deja sangrar hasta que se queda dormida el vino de
la fosforación
el vino del que somos olvidados
mientras los rostros beben y beben de la herida
escuchamos el canto de las mujeres negras
el canto de las viejas mujeres con hocico de cerdo
que nos llaman al sueño y nos devoran
y entonces, entonces descubrimos que esas
grandes señales son producto de la radiación.

La forma en que se encuentra la noche
la forma en que la abandona la persona y el perro,
animal de la persona
y el hombre que es mordido por los canes en los
grandes rosales prohibidos.
Brilla, brilla la imagen destrozada donde descansan
los yesos
la forma en que se queda la noche, vacía en la
percusión de lo ajeno.
No importa lo que tú ves al fondo, sólo interesan los
rostros confinados en el rincón
(recuerda, la noche está vacía)
allí tú mueves la mano y alguien te contesta si es
que los fantasmas conocen el vestigio de la luz y en
la llama se han puesto los vestidos y aparecen, con
harina o fermento de maíz en las manos, con restos
de azufre en los pies.
No importa lo que tú ves al fondo sino que la noche
se vacía en las esquinas devoradas
cuando se habla de la verdad en los cuartos y los
niños y los conejos se conocen
ellos reciben pájaros en el corazón y ramas de
ciruelo, ellos reciben pájaros y cestos con
membrillos para perfumar las alacenas
hasta que todo es para ellos producto de la
radiación.


Yo no sé lo que ocurre pero quiero decir lo que veo
estamos ahora en un lugar donde los invitados
encuentran su propio error y no huyen y eligen un
enigma y no un arma
y disparan entonces y la alcoba se llena de
pistoletazos perdidos
y la noche, después de la visión del vacío, es igual
al terror de los gritos que perforan el tiempo y dejan
escapar todo el viento de las grandes montañas
y el mundo es del color de un agujero parecido a la
noche
y la noche se vacía allí donde los peregrinos dejan
de mirar los revólveres.


Yo no sé lo que ocurre pero cada
mueble de la habitación se parece a la
muerte
la muerte se parece a la silla y la
mesa a la muerte y la vitrina y la silla
se parecen entre sí y hasta el patio
acude solitario a su color predilecto
que es el lento color de la muerte, ese
color donde todo está sentado, ese
color sentado a donde llaman los
jueces
y entonces entro y descubro que hablo
de mi casa y mi casa se parece a la
muerte
y todo allí es producto de la radiación.


Las cosas no deberían existir si lo
pensamos
alguien que escribe no tendría por qué
existir si lo pensamos
ni ese cuarto en que escribe ni el silbo
con que conversa ni las cosas que
dicen sus palabras tampoco tendrían
que existir si lo pensamos
pero he aquí que éstas viven y que
éste vive y que éstas ya no huyen
no huyen de la vida a la muerte
no huyen de la vida a la muerte como
las personas que sienten zumbar en
su oído la hélice de la piedad y miran
y no ven más que el hueco que dejan
sus cuerpos al salir de las mantas.
Las cosas no deberían existir
pero están puestas donde las vemos
para espantar el fulgor del vacío
porque alguien escribe en una
habitación y sus palabras son
caballos, son heridas, son caballos
que lloran y se parecen a Cristo

y ese rostro es el rostro desfondado
donde aúllan los signos
y ese rostro es producto de la
radiación.


a la memoria de Ángel Escobar

 

LA JAULA DE LAS HOJAS DE TÉ


En esto me pasé todo el verano, viendo llover sus rostros con olor
a humedad.
De vez en cuando todavía me sumerjo en sus ojos.
Los huesos son minerales, puedo ver.
Esto es lo que esperaba.
No la carta de la mentira,
no las patas del león,
no los agujeros sin calma,
sino estos enseres que nacen de sus rodillas,
huecos y plumas, un pájaro dado vuelta al revés
que sirve para adivinar y cantar alabanzas,
los animales delgados del jardín, los tallos finos
de la premonición.

Esto es lo que veo y lo que puedo decir,
entro en una cabeza y provengo de todas.
Sus miradas no me ven, yo los veo por dentro.
Esta es mi jaula, soy el buceador de personas
y no puedo evitar tener piedad de toda esta selva de sangre,
de todas las redes de pesca que atrapan mariposas de lluvia.

Es la hora del té, y sé que ese sol es el hambre.
Intento ver las cosas y dibujarlas en mí,
estoy adentro de todos estos muebles callados,
de todas estas armaduras que tienen un nombre
y palpitan para decir que son nada.

Mientras sujeto el hilo que alimenta la mitad del cerebro
y el aerolito solo de la culpa, inútilmente unidos
la vena seria de voz ronca cecea y balancea
la otra mitad del cerebro que se ahoga,
la otra mitad que se hunde y no conozco
y no quiero tener.

Cuando hay naufragio adivinar la forma del cuerpo es difícil,
sostenerla en la mano peor.
Mejor aceptar la desnudez que este hilo que se adultera tantas
veces como le es posible, articular una fuerza distinta a la de la
materia sobre la misma materia
y verla aparecer con constancia,
hacer pesar la luz, pero no derramarla.

El límite es el uso callado de esa filtración en el aire,
una grieta en las listas de desaparecidos,
una última pequeña quebrazón en las tinieblas.

No hay que llorar por estas personas fijas ni por aquellas que
encarnan,
no conocen la lluvia, dicen, pero yo sé que mienten
y arañan una mano que hay detrás del sol.

Ya no sirve hacer ruidos en esta oscuridad
si la tierra es negra en todas partes
y alimenta con muerte a los muertos
y a los vivos con la tierra de una sola flor.

Es la hora del té, éste es un discurso para que yo hable a la hora
del té.
Pido permiso para pasar y sentarme en sus huesos
y pulsar lentamente la espiral hasta que vibren sus miedos
y huyan las palomas de lo concreto para no competir
con la abstracción redonda de los mamíferos muertos
que se incendian a orillas de la beatitud.

Conozco el peso de todo lo que hay como de aquello que aquí no
se encuentra,
presencia y ausencia dibujan por igual la elipse de mis dominios,
toda su intrépida aritmética,
y no celebraré el atardecer con otro alimento que no sea la
tristeza.

Es difícil hablar cuando ellos caminan hacia ninguna parte,
la loza quebrada es más sonora que el mar
si confundo los elementos con tanta perfección
en cada oficina de la lluvia.

Yo hablo en la oscuridad como aquél que fue esclavo,
mis dominios son tristes, el viento entra a silbar a las salas,
en las manos ellos se reparten monedas
que sólo mi alma puede devorar.

Esta vez me sumerjo como un ídolo grave
allí donde las piedras se despojan del vuelo
y animadas por la pura costumbre de su imán
dejan caer los pájaros al plato.

Hay que escuchar más hondo, hay que escuchar,
estos ruidos se van quebrando de a poco.
Si agito el hilo y se quema con la velocidad que crece la mentira
del ojo cae una luz que me espera,
pues yo soy sólo un vaho brillante que se acerca a nombrarme,
un puñado de polvo que sostiene la seda con que se prueban las
decapitaciones.

Es la hora del té y los comensales se aduermen acodados al
borde de la mesa.
Pido permiso para pasar.


 

 


Javier Bello: Nació en Concepción en 1972. Es Licenciado en Literatura Hispánica de la Universidad de Chile y Doctor en Literatura Española Cntemporánea por la Universidad Complutense de Madrid. Coedita dos proyectos electrónicos de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile: Retablo de Literatura Chilena y Revista Cyber Humanitatis.

Ha publicado los libros de poemas "La noche venenosa", "La huella del olvido", "La rosa del mundo" (con el que obtuvo en 1994 el premio Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago), "Las jaulas" (con el que logró en 1998 un accésit al VIII Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma, Segovia, España), "jaula sin mí" y "El fulgor del vacío". Ha sido seleccionado en numerosas antologías en Chile y en el extranjero.

 

 

 

 

 
 

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