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          El ciego y los tuertos. Braulio Fernández Biggs.
 
          Santiago. Descontexto. 2015. 120 páginas.
        Por Rodrigo Arriagada Zubieta 
          
        
        
          
            
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El ciego y los tuertos es un  libro de cuentos excepcional, escrito por un poeta trágico, clásico y moderno  al mismo tiempo. Por “poeta” entiendo a un sobresaliente estilista capaz de  imponer la imaginación ahí donde un lector común esperaría aclaraciones. El  cuento como género, cuando alcanza grandes alturas, favorece lo tácito y obliga  al lector a discernir lo que el escritor no quiso decir. Quizás por ello la  novela goza de un mayor “prestigio” que el cuento en estos tiempos. Para leer a  Fernández Biggs, el lector deberá fijarse en cada detalle, reducir la velocidad  y escuchar la voz de fondo, la voz de lo implícito, como la desamparada espuma  de un oleaje nocturno. 
         Si el autor es narrador y poeta a la vez, surge un primer  motivo de discusión acerca de la obra, a saber: ¿dónde ubicar la literatura de  Fernández Biggs desde el punto de vista genérico y estilístico? Responderé  señalando que no viene al caso establecer una etiqueta para este libro de  catorce cuentos, destinado a resistir toda clase de catálogos, pretensiones de  constructos generacionales y estilísticos. El libro escapa a las reducciones a  las que la crítica acostumbra, de modo que para leerlo sería pertinente abdicar  de toda entomología literaria. Quien, por otra parte, quiera enmarcarlo dentro  de la diversidad de experimentos personales de lo que podría llamarse la “nueva  narrativa” chilena, se sorprenderá de no encontrar en este libro alguno de los  rasgos generales del panorama nacional: un naturalismo plano, la descripción  descarnada del sexo y una lengua impúdica presentadas como moneda de cambio  ante la falta de alturas imaginativas y simbólicas.
         Lo que sí encontrará el lector, en cambio, es una imaginería  eminentemente trágica en la medida en que los principios significativos a los  que adhiere Fernández Biggs se enmarcan dentro de lo que Henry James denominó  “imaginación del desastre”, común denominador de una tradición específica de la  literatura occidental cuya vertiente es posible rastrear desde la Ilíada hasta a Eliot y que  precipita,  ¿qué duda cabe?, en El ciego y los tuertos.
                  La mención a James no  resulta vana si tomamos en cuenta que el libro de Fernández Biggs está  constituido en su totalidad por la intención de recuperar y adherir a un linaje  mixto de raigambre clásica y anglosajona que incluye a Homero, Shakespeare,  Marco Aurelio, Sófocles, Coleridge, Joyce y Eliot, procedimiento –me atrevo a  decir– único en la historia de la narrativa chilena, logrado mediante epígrafes  cargados de sentido, citas puestas en boca de los personajes y nombres de  capítulos alusivos a figurasde la  tradición clásica. Lo que podría considerarse una impostura y un mal lector  tendería a tildar de anacronismo se impone, contrario  sensu, con una fuerza desmesurada. La mezcla de prosa moderna y de lenguaje  dramático es uno de los grandes logros del libro.
                  El ciego y los tuertos es una obra de estilo intempestivo,  parabólico y dramático. Desde su comienzo nos vemos situados en un mundo muy  distinto al de la narrativa del siglo XXI: “Lejos huye quien de los suyos huye.  ¡Ah, los ojos de esa foca…! Tal vez no haya que pedir demasiado. Donde vayas esta  noche te cubrirá el cielo. Se atraviesa en tu camino lo que no esperabas. Algo  rige nuestro destino sin contar con nosotros”. En la narrativa actual, rara vez nos encontramos con este tipo de  textos que, fuera de lugar, podrían hundir por completo una estructura  esencialmente prosaica. Sin embargo, las resonancias trágicas y simbólicas  parecen de lo más naturales en un texto como el de Fernández Biggs. El mundo  distinto al que me refiero es, asimismo, el lugar imaginario donde ocurre la  mayoría de los hechos. May es la expresión de un mundo desolado en que  pareciera que todos los personajes se encuentran muertos antes de tiempo,  merodeando zonas de indecibilidad. El lugar es un Omphalos, según nos indica el título de una de las historias, o el  enrarecido Elsinore de Hamlet. Un símbolo del centro del universo donde tiene  lugar la comunicación entre el mundo de los hombres, los muertos y los dioses,  y donde la naturaleza exhibe toda su potencia al consubstanciarse con los  sentimientos humanos. La naturaleza, en la obra de Fernández Biggs, es un  espíritu que evoca presagios sublimes, como en la poesía de Wordsworth.
         Al mismo tiempo que clásico, el libro es absolutamente  moderno en su construcción. Las unidades de tiempo, espacio y lugar se  encuentran pulverizadas. Subyace a esta condición una idea expresionista del  arte, donde la visión poética que despliega el texto surge de la inadecuación  entre lo real y la inverosimilitud del (los) narrador(es), sujeto fragmentado  por la versatilidad de su registro, por la diversidad de voces, por la  confusión entre la realidad y los sueños. El procedimiento recuerda al Ulises de Joyce, obra en la cual Stephen  Dedalus adquiere este nombre por ser un constructor de laberintos en los que  él  mismo y sus lectores se pierden.  Es fácil y conveniente extraviarse en la  trama evasiva de El ciego y los tuertos, donde cada texto ha significado un experimento formal para el autor. Los  mejores cuentos exigen relecturas, ha dicho Borges, y este es uno de esos  casos. 
         El lector será puesto a prueba en tanto se enfrenta a un  género, el cuento, al que por su naturaleza exigimos brevedad y el placer de la  clausura. Quien, por el contrario, no quiera caminar caviloso después de la  lectura de El ciego y los tuertos,  tendrá que jugar el juego que nos impone el autor. Ese lector tendrá que  atender especialmente a la ambigua voz de Tiresias, el adivino: he ahí el  ovillo que nos tiende Fernández Biggs para abandonar el laberinto.
         Temáticamente, el libro está construido sobre el tema del  fracaso del amor entre una mujer y un hombre, Berthe y Moss, personajes cuyas  reminiscencias se extienden horizontalmente en la obra. En ese sentido, El ciego y los tuertos es una obra de  desconsuelo por el desastre amoroso, de cuestionamiento sobre el sentido del acto  sexual cuando sus fines son meramente terrenos y sobre el aniquilamiento mutuo  de la pareja por la inanidad implícita a los deseos humanos frente a la  apabullante evidencia del destino. Pero, ¿es suficiente el colapso amoroso,  para dar rienda suelta a la “caída de una civilización”, como se menciona en  “El poema de Moss”? Libros sobre fracasos y amores incumplidos los hay, pero no  terminan en la imaginación del desastre de El  ciego y los tuertos. ¿Por qué el (los) narrador (es) considera(n) el amor y  la tentación carnal del sexo como “la violación del tiempo y la paz”?, ¿cuál es el rol del hombre en el mundo  más que ser un espectador, vivir para entrar en conflicto con el prójimo“e irrumpir”violentamente“sobre el mar silencioso”,para acabar con el equilibrio natural,  comoel autor pareciera enrostrarnos  a propósito del epígrafe inicial de “La balada del viejo marinero” de Coleridge? He aquí algunas de las grandes  preguntas que plantea la obra.
         Si el  narrador es un poeta, entonces en El  ciego y los tuertos hay sólo imágenes, no hay personajes, ni modelos, ni  caben meros estados de ánimo. La obra no dice: es. Puede que la comprendamos parcial o totalmente, peroquien  la lea encontrará en ella el placer de lo sublime. Entiéndase sublime según  señala Burke;  esto es, como admiración  y respeto hacia  un tipo de arte cuya causa es nuestra ignorancia de las cosas. En este punto  cabe recordar que el placer literario no tiene que ver ni con la moral ni con  la razón y se funda, más bien, en lo desconocido, en lo peligroso, en lo  doloroso.
        Fernández Biggs, valiéndose del alcance de su  visión y de su rigor en la ejecución, nos ha legado un texto “oscuro” y nos ha  hecho jugar con el sentimiento humano más sublime: el miedo, como parte del  respeto que el ser humano debe tener hacia Dios y hacia un destino prefijado.  La obra, en consecuencia, sólo puede conducir a un estado de catarsis o  expiación, cualquiera sea el credo del lector. He aquí la recuperación de un  sentido religioso para la narrativa actual y el gran logro del poeta. Fernández  Biggs ha procurado mostrar, a través de una historia de amor infértil, el  colapso ontológico de una época –la nuestra– y lo ha hecho sobremanera. Pero un  lector insistente notará que también ha logrado desasirse de un dolor personal,  siguiendo la máxima establecida por Wilde para el artista de cualquier tiempo:  “compadecer todo sufrimiento humano”.