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Bernardo González Koppmann | Autores |













Gabriela Albornoz escribe desde el origen de la poesía
(“tajo”, Víscera Ediciones, Santiago, 60 páginas)


Por Bernardo González Koppmann

“me duermo mascando hojas de menta”



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“tajo”, así con minúscula, es el pequeño, pero intenso, primer libro de Gabriela Albornoz (Linares, 1991) quien logra crear -en 42 poemas breves- una atmósfera, un universo poético, compacto, seductor y sugerente, con un estilo bien definido que lo podríamos definir como del cotidiano neo rural, de limpia factura, desnudo de todo artificio, directo, descarnado, con un lenguaje oral contenido, discreto a pesar de todo, de raigambre campesino, con esa templanza que nos revela a ojos vista que Gabriela conoce el origen y la gestación de las palabras. Tal bagaje o herencia secular permite que la poeta, con esa autoridad que otorga la sabiduría del pueblo a sus escogidas, vaya descifrando en su precoz crecimiento enigmas citadinos del diario vivir creados por esta civilización espuria que nos asola, aunque no nos derriba. Todo el poemario está estructurado y sostenido como un correlato objetivo bien tramado, que consiste en una sucesión de imágenes propuestas e inducidas por la poeta para que el lector vaya armando su propia interpretación de los tropos o figuras literarias desplegadas a lo largo y ancho de “tajo”. Así, entonces, cuando se ciernen oscuros nubarrones sobre los paradigmas de Occidente, nos encontramos de repente en presencia de una poesía sobria, auténtica y novedosa que deja entrever innegable madurez lírica, a través de una propuesta escritural macerada, rotunda e impecable pocas veces vista por estos andurriales del centro sur de Chile.

Si penetramos lentamente en lo semántico, en el contenido profundo de los versos -aparentemente sueltos, puestos ahí como al desgaire- estos nos irán revelando que la hablante toma posición de su lugar desde el día de su nacimiento: “Mi madre me parió en una noche de San Juan”. Es hija de la tierra, de su raigambre telúrica, donde los mitos y leyendas de sus antepasados le dan hondo significados a los agobiantes menesteres del día a día. Primordial va a resultar en su aprendizaje de vida -desde la más tierna edad- el contacto que va teniendo la poeta con distintas mujeres que la anteceden, acompañan y orientan en su desarrollo personal. Hablamos tanto de la madre, como la abuela, madrina, profesora, compañera, hermana, santas, perras, mujeres-bestias, mujeres de esquina, hembras-panteras, difuntas, animitas, visitantes, quien más quien menos le comunican sus experiencias a sangre y fuego, y ella, con una naturalidad que abisma, absorbe y hace suyas tales enseñanzas, y poseída de dicho conocimiento ancestral va construyendo verso a verso la exultante hermosura que hoy nos conmueve. Estamos en presencia de una poesía descarnada, directa, sin filtro, donde prima lo antropológico, lo primordial, lo elemental, la esencia vertebrada, mamífera y humana que se asoma a la luz tímida y sigilosamente: “veo el alumbramiento de una perra… / y rezo por el milagro”.

En ese largo deambular que va de niña a mujer, que peregrina desde una señalada condición marginal de huacha hasta lograr la madurez que otorga reconocerse poeta, encontrándose a sí misma en la poesía, libre de todo condicionamiento social y cultural, en ese recorrido o romería, digo, la hablante busca y halla -en el intertanto- refugio rondando el saber arcaico, la sabiduría de las matriarcas, yerbateras, meicas y mentalistas de la tribu, impregnándose de los gestos de las antepasadas, de las señales de las finaditas y de los encargos de las almas en pena que la visitan, y, más allá de los cuestionamientos existenciales que acosan su espíritu inquieto de preadolescente, encuentra amparo y acogida en la sororidad atávica del género: “te abrazo / soy tu carne / yo también tengo el mismo tajo”.

Ellas, sus maestras de vida, le van proporcionando el secreto del aroma de las flores, los cantos de los pájaros agoreros, voces, apariciones, males de ojo, amarres, santiguaciones, ventosas, infusiones de yerbas medicinales, las argucias del amor, saquitos de sal, ramitas de palqui, fetiches chamánicos, pero, además de las fuerzas curativas de la naturaleza, se va practicando -al mismo tiempo- el uso de santerías, rosarios, estampitas, medallas, persignaciones, salmos, misas del gallo, sacramentos y símbolos de una fe cristiana popular auténtica; ambas expresiones culturales (hechicerías y fe) se fusionan en los campos y pueblos de Linares en un sincretismo sorprendente que dará como resultado manifestaciones religiosas y espiritistas muy originales: “el lenguaje de mis antepasadas / son las recetas / para hacer parir la tierra”.

Son muchos los tópicos y motivos que se van desplegando en estas páginas dando cuenta del crecimiento tanto interior, sicológico, como biológico de la protagonista. En el curso de su transitar de la infancia a la madurez va recogiendo impresiones y huellas que le dejaron sus miedos de púber, el descubrimiento del cuerpo, el primer cigarro, la crueldad de los adultos, la genitalidad, la masturbación, su menarquía, la maternidad, el amor, el placer erótico, la poesía, aprendizajes que cada día la confirman como un ser único e irrepetible que alza el vuelo desde la abyección a la plenitud humana: “Escribo en una lengua que agoniza / la de las mujeres bestias / me la enseñaron mi madre y mi abuela / es la lengua de la sangre / la que alimenta las plantas de salvia / las palabras se reparten en toda la piel / cada sílaba que remojo en mi boca / es sagrada / aquí no hay oído / solo tacto / la narración completa / significa un nuevo comienzo”.

Abundan flores, yerbas y frutos del país en esta poesía junto a artefactos de la vida moderna, lo que denota el tránsito de la poeta del campo a la ciudad; si extrapolamos esta lectura podríamos decir -exagerando, por supuesto- que nuestra hablante deambula de la prehistoria al mundo contemporáneo, en una especie de sinopsis de la historia de la humanidad. Así, la poesía de Gabriela Albornoz en varios de sus poemas de “tajo” logra unificar, por lo que alcanzamos a leer, las distintas edades de una vida humana (infancia, pubertad, adolescencia, juventud, adultez y vejez), con las diferentes etapas del tiempo histórico (prehistoria, antigüedad, medioevo, modernidad, edad contemporánea y posmodernidad), signando en su escritura visiones desde el génesis de la naturaleza en las montañas del Maule profundo hasta la decadencia de la ciudad de las luces de neón, experimentando en su propia piel la migración de las utopías del ama al cuerpo y vive versa. A Gabriela Albornoz no le vengan con cuentos; ella sabe del origen de la poesía.

En síntesis, maravilla el encuentro de la protagonista de estos poemas con mujeres de todas las edades, localizadas en su entorno inmediato rural, campesino, absorbiendo la sapiencia de cada una de ellas en el momento justo, antes que pase la vieja; así va configurando una personalidad lúcida, profunda e íntima, hacedora de esta bella poesía que emerge ardiendo de su genio, la cual contiene todas las condiciones necesarias para restaurar en nosotros los vacíos existenciales que ha provocado una sociedad estructurada con prepotencia y mezquindad en Chile, desde la constitución patronal de Portales (1830) hasta nuestro días. Celebramos, por lo mismo, la lectura de “tajo”, libro iniciático de una genuina poeta que viene a renovar y potenciar la poesía maulina desde sus cimientos. Ni más ni menos. Así sea.

Talca, 30 abril 2022.




 



 

 

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