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El estado del arte o las puertas abiertas de la percepción
Sobre Libro del sentido (Editorial Bogavantes, 20239), de Beto Martínez

Por Ricardo Herrera Alarcón

(Presentación leída en el Museo Ferroviario Pablo Neruda de Temuco, el 15 de septiembre de 2023)


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El lenguaje aspira a una representación visual que no es la del significante y no es la cara de un lingüista suizo. Las palabras se piensan en un lienzo colgado en la mudez, con formas y colores nada arbitrarios, y para nada idealistas. Una realidad en que se pronuncian y luego se disuelven y olvidan. El silencio, ese casi padre en el poema de Gonzalo Rojas, sería un dios que arma y desarma palabras que nadie puede recordar y de las que solo quedan lienzos rectangulares, lienzos ovalados o círculos de arpilleras donde las imágenes de lo que fueron los fonemas sirven de entretención a semióticos eslavos, chicanos y, por supuesto, chilenos. Esto no sucede en una realidad pos hecatombe medioambiental. Ocurre en una comunidad agraria sin tiempo definido, con un logos que todavía tiene un peso específico que compite con la densidad de los granos de trigo y los silos de alfalfa.

Si a las palabras les sucede eso, no le sucede lo mismo a las líneas, los colores y las formas, que se  despliegan en el vacío. Su no palabrería les sienta bien, les acomoda y no aspiran a otra cosa. Su lenguaje se disuelve en acrílico con médium, o con alcohol y trementina. Más sarcástico de lo que suponemos, el raspado de una espátula sobre una superficie cualquiera anula la posibilidad de dar y recibir. El lápiz sobre la superficie lisa, en cambio, se sitúa más cercano a la violencia y por lo tanto al sexo y al amor.

Intuyo que el trabajo de Beto Martínez va por estos lados, porque los dibujos no son la concreción de las palabras (al estilo del ilustrador) o del cómic, donde imagen y texto conviven.  Texto e imagen son caminos independientes en Libro del sentido, aunque se cruzan. O es una posibilidad de lectura. No será mi trabajo buscar correspondencias entre uno y otro lado de este espejo convexo y trizado: Es evidente que esas correspondencias existen y aunque los poemas manuscritos son parte de los dibujos y luego se despliegan en otra página, solos, no están solos.

Intuyo que las palabras han querido ser en este caso una extensión del dibujo, una écfrasis y no al revés. Aunque no estoy seguro. He citado intencionalmente la idea del espejo convexo en alusión directa a la pintura del Parmigianino y su famoso autorretrato, que inspiró el clásico poema de Ashbery.  En esa obra maestra el autor se inspira en el cuadro y de allí despliega una reflexión sobre la crítica de arte y sobre el estado del arte en general. Acá, en Libro del sentido, el poeta y el dibujante son el mismo. Escritor y artista son la misma fuente. Pero las palabras siempre han querido ser imagen concreta y visual. Los dibujos en Libro del sentido nos recuerdan lejanamente los rostros desfigurados de Bacon llevados al extremo, o versiones del alma de una eterna parentela o árbol genealógico de Dorian Gray. El alma que corrompe a la carne. La carne que es seducida por el óxido. En vez de El triunfo de Baco de Velázquez, un título posible para estas obras sería “El triunfo del estilo o la extraña belleza de una pesadilla”, una cacofonía personal en que somos coronados por una eterna resaca donde el poeta maldito ya no arroja pájaros a las piedras sino su propia cabeza degollada un día domingo en la mañana, bajo un cielo limpio nacido tras la lluvia.

Creo que el contraste entre el manierismo más clásico del Parmigianino con el exceso que quiere desbordarse y se contiene, presente en Martínez, se visualiza también en el contraste entre los poemas, por decirlo, más simples y claros, y aquellos que acusan  la Falta, con mayúscula: una reflexión sobre los límites del ser humano, donde parece no haber cauce en el lenguaje, a menos que sea un riachuelo oscuro con pepas de oro que se dirige hacia un mar que todos sabemos no es el mar.

En esos poemas que trasuntan una claridad absoluta, parece que un orden alado viniera a nuestro encuentro, como en este: “Mientras Vincent recorría esos soles de hierbas / esos árboles nocturnos / nosotros plantamos cigarros / sembramos migas de pan / las regamos con vino / esperando a la sombra de su sombrero”. En los otros, que reflejan confusión y oscuridad, una explosión de sentidos —como el de los cuerpos  fantasmales de sus dibujos— a ratos espectros o restos de un sueño vienen desde el fondo de la tierra para encararnos, como en el siguiente: “Luego aparecen montados en vuelo / Sobre las cabezas, las conciencias / Sobre el asombro / Cristales de pájaros / Pan y sutura / Quemando el suelo / La historia repite el canto / Ahora el grito / La sangre / Un río / El hielo”.

En los poemas de Martínez existe la aspiración a una armonía rota, y su poesía intenta dar cuenta de ese mundo fragmentado, esa eclosión perpetua de la atrofia que desde La tierra baldía en adelante se ha intentado representar. Hay un poema central al respecto, un poema que de alguna manera sintetiza tanto el trabajo lírico como visual de Martínez: “La memoria enfrenta, / palpita bajo tu ropa, / quema tu cabeza / hasta que vuelve a estallar / y la herida se abre / hasta que se vuelve dibujo, / cicatriz”. En este texto la memoria es un animal vivo dentro del sujeto, que corroe por dentro y lo hace desmembrarse. Parece que en esas palabras el autor nos quisiera explicar por qué sus seres humanos yacen desintegrados en un cosmos que se inventa otro orden, una belleza más cruel quizás. La escritura entonces tiende a representar un caos interior y exterior, ese desorden de los sentidos, una alquimia de lo oscuro: “Chile de rojo y reojo / Te rompen y duele / Te quiebran y nos quema / Te dejan ciego y caemos”, dice en otro poema. Una lectura posible de este libro es desde esa historia quebrada, desde ese dolor que transforma toda acción de arte en herida y cicatriz.

Los hombres necios de Eliot acá son “los idiotas / sentados en su piedra azul ultramar violeta”, mientras se huele “el aroma a veneno que trae el viento”. La realidad se ha vuelto algo nada apacible: “Manden un nuevo cielo / Un nuevo hombre / A ver si cambia el tiempo”. Para decir en otro poema que “la insoportable idea del mundo se quiebra”. Da la impresión de que en este mundo que se deshace, la burla de Prufrock a esas mujeres que en la habitación van y vienen hablando de Miguel Ángel, se traduce en la hiperconciencia del artista Martínez de que las sirenas ya no cantan para él (menos las musas) y que su arte debe ser una amarga ironía de toda representación guiada, de todo convencionalismo burgués.

Dije que no sería mi trabajo buscar correspondencias entre lo visual y lo lingüístico y estas notas se han ido hacia otro lado. No importa. Me parece en todo caso que el trabajo de Martínez en Libro del sentido, al unir la imagen visual y la imagen literaria que de ella (suponemos) se desprende, no termina ahorrando el trabajo de interpretación: la fanopea, en el sentido de imagen mental que le da Pound a las palabras, no tiene necesariamente una correspondencia con los dibujos que acompañan los poemas y sería, creo, un error leer este libro buscando esas sincronías. Mi primera lectura incluso se centró absolutamente en los textos y luego fue asociando imagen y palabra en lecturas sucesivas. No estoy seguro de que esa sea la manera de entrar en este libro, simplemente fue la que yo elegí. Los textos de niños están llenos de imágenes y las antiguas ediciones de Zig-Zag, por ejemplo, con Mauricio Amster, eran un impulso a la imaginación más que un atajo hacia ella.

De todas maneras, la gran mayoría de los dibujos y una buena parte de la poesía que se despliegan en Libro del sentido son una entrada a mirar de otra manera lo que nos rodea. Asombro y vacío en partes iguales para descubrir el mundo que Beto Martínez ha creado y que nos permite ir abriendo las puertas de la percepción hasta encontrarnos cara a cara con la verdadera realidad, según nos enseñara William Blake, aquella que en este caso se expande y se contrae en su afán de búsqueda, sombra y claridad.


 

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