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Madame Bovary


Gustave Flaubert


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La plaza, hasta las casas, estaba llena de gente. Se veían personas asomadas a las ventanas, otras de pie en las puertas, y Justino, delante del escaparate de la farmacia, parecía completamente absorto en la contemplación de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz del señor Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba por trozos de frases, interrumpidas aquí y allí por el ruido de las sillas entre la muchedumbre; luego se oía de pronto, por detrás, el prolongado mugido de un buey, o bien los balidos de los corderos que se contestaban en la esquina de las calles. En efecto, los vaqueros y los pastores habían llevado allí sus animales que berreaban de vez en cuando, mientras arrancaban con su lengua un trocito de follaje que les colgaba del morro.

Rodolfo se había acercado a Emma, y decía en voz baja y deprisa:

—¿Es que no le subleva a usted esta conspiración de la sociedad? ¿Hay algún sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las simpatías más puras son perseguidas, calumniadas, y si, por fin, dos pobres almas se encuentran, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo, ellas lo intentarán, moverán las alas, se llamarán. ¡Oh!, no importa, tarde o temprano, dentro de seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque el destino lo exige y porque han nacido la una para la otra.

Estaba con los brazos cruzados sobre las rodillas y, levantando la cara hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Ella distinguía en sus ojos unos rayitos de oro que se irradiaban todo alrededor de sus pupilas negras a incluso percibía el perfume de la pomada que le abrillantaba el cabello.

Entonces entró en un estado de languidez, recordó al vizconde que la había invitado a valsear en la Vaubyessard, y cuya barba exhalaba, como los cabellos de Rodolfo, aquel olor a vainilla y a limón; y, maquinalmente, entornó los párpados para respirarlo mejor. Pero en el movimiento que hizo, retrepándose en su silla, vio a lo lejos, al fondo del horizonte, la vieja diligencia, «La Golondrina», que bajaba lentamente la cuesta de los Leux, dejando detrás de ella un largo penacho de polvo. Era en aquel coche amarillo donde León tantas veces había venido hacia ella; y por aquella carretera por donde se había ido para siempre. Creyó verlo de frente, en su ventana; después todo se confundió, pasaron unas nubes; le pareció estar aún bailando un vals, a la luz de las lámparas, en brazos del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a venir... y entretanto seguía sintiendo la cabeza de Rodolfo al lado de ella. La dulzura de esa sensación penetraba así sus deseos de antaño, y como granos de arena bajo ráfaga de viento, se arremolinaban en la bocanada sutil del perfume que se derramaba sobre su alma. Abrió las aletas de la nariz varias veces, fuertemente, para aspirar la frescura de las hiedras alrededor de los capiteles. Se quitó los guantes, se secó las manos, después, con su pañuelo, se abanicaba la cara, mientras que a través del latido de sus sienes oía el rumor de la muchedumbre y la voz del consejero, que salmodiaba sus frases.

 

 

 

 

 


 



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