Con un par de hojas de papel en la mano, se sube al estrado un hombre sudoroso, moreno, ancho, con facha de huaso. Tras unas curiosas rejas de gallinero, varios adultos buscan con la mirada a sus respectivos pupilos entre la multitud de chilotes marinos, chinas, huasas y huasos de poncho elegante, piratas, muertos vivientes, objetos inanimados, personajes de cuento de hadas o antihéroes de las series de moda. Las miradas se mueven de la cancha al escenario, cuando el hombre de traje de dos piezas y corbata golpea un par de veces el micrófono instalado en el púlpito sobre la tarima.
Toda esa mañana, los niños protagonizan sus actos según el nivel: baile, canto, algo de gimnasia, y un pequeño que mueve un cascabel. El más demandante de todos es el acto coreográfico de cursos. Bailes folclóricos típicos, chilenos y latinoamericanos en general, entremezclados con shows de danza coreana y juegos de video proyectados en un data-show contra un telón en el que seguramente hacen clases. El evento cierra con niños zombis liderados por un mini Michael Jackson de chaqueta roja. Algunos padres en las gradas imitan a los bailarines aplaudiendo y con las manos en garra, alternando a izquierda y derecha. Otros —los más aburridos— se rascan la cabeza y revisan el teléfono disimuladamente. Cuando en la pista solo quedan algunos desorientados pequeños con disfraz de objeto inanimado, el hombre de los papeles se prepara para entrar a escena.
«Si me permiten…». Se presenta primero y procede después a saludar a las autoridades, aunque a la vista no hay nadie más que niños, docentes y apoderados. Es el director, jadeando para respirar mientras se seca el sudor en la frente con un trapo que saca de un bolsillo del pecho, ordenando los papeles. Luego de aclararse la garganta, avanza su discurso. Las palabras impresas reafirman una visión personal, pero además sirven como muestra un botón de lo que se aloja y revolotea plácidamente en las cabezas de kilómetros y kilómetros a la redonda. Por algo más de quince minutos, se desarrolla un relato que en gran parte trata sobre la propia historia de vida del director, arrastrando en el proceso y latosamente un número excesivo de detalles sobre sus múltiples aventuras. La anécdota más excitante de todas —guardada para el final— es la que conduce directo al English Day y transcurre dentro de una panadería.
La imagen es la de un narrador veinte años más joven, recién llegado a Nueva Reich desde Valdivia. A media tarde de un día X «se define el destino de la comunidad educativa» al momento en que entra en el negocio de la esquina. «¿La misión?, comprar pan francés para la once». Algunos de los apoderados más avispados dan vuelta los ojos. A estas alturas, los niños con disfraz de objeto inanimado comienzan a bailar como personajes de videojuego, contra las y los de disfraz chilote o de roto chileno en una competencia espontánea. Al fondo, tres señoras de delantal verde con vuelos blancos intercambian cigarrillos. El proyector muestra un video musical ranchero, pero sin oírse la música. Otros pequeños junto al arco de mallas blancas, comienzan a patear una botella de plástico aplastada como si fuera una pelota. Los de disfraz zombi son los mejor portados, sentados sobre sus rodillas en el suelo encerado al borde de la cancha, aunque no tardarán en ponerse a correr. Algunos apoderados bostezan o entornan la mirada hacia algo detrás de los muros, lejos de allí.
«¡Y nadie los pudo atender!», se escucha de pronto en un reventar de bocinas. El sonido saturado de volumen del director, de cierta forma rasga el ambiente soporífero fabricado por el mismo director. La sangre recircula a los cerebros, las bocas se cierran, las miradas se enfocan. Comienzan a procesar lo que fue dicho. Su historia es la siguiente:
Entra por la puerta de la panadería y encuentra el lugar con público moderado. Entre los compradores que ignoran sagradamente las tenazas de acero para tomar el pan en los cajones de enchapado, una pareja de turistas extranjeros vestidos de excursión discute algo en un idioma incomprensible. Luego echan algunos panes en una bolsa plástica y van al mesón para pesar y pagar. Surge un problema entre ellos y tratan de discutirlo con el dueño del negocio, pero no logran hacerse entender. El hombre tras el mesón le pide ayuda a alguno de los que están comprando, pero nadie pudo, tampoco el director ahí presente. Nadie en el negocio hablaba inglés. «Nadie los pudo atender…» repite, ahora suavemente y con un gesto pensativo, entrecerrando los ojos. : «… Por eso inventamos el English day, para que nuestros niños aprendan inglés desde temprano, y en el futuro, cuando vengan turistas, ellos los atiendan».
Se escuchan un par de aplausos tras la malla de gallina. La mayoría de los adultos murmura y algunos comienzan a ponerse de pie, gritan a la cancha algún nombre para que los vean, hacen señas, toman sus cosas y comienzan a avanzar hacia la salida. La marcha de quienes se retiran se detiene. Se escucha un golpe en el púlpito sobre el escenario. El director simula un redoble de tambores y vuelve a subir el volumen para llamar la atención. La bocina, ahora en su saturación, suspende un momento la indignación de padres y apoderados. «¡Y ahora… EN-EN-GLISH»!
Los que estaban más cerca de la puerta abren sus bocas, se rascan las cabezas, se miran entre sí. El director mueve sus hojas y comienza a leer una réplica de su discurso, pero ahora en el peor inglés posible. Ya no queda casi nadie, solo un par de señores mayores y dos mujeres jóvenes, sentadas juntas. Una le da con un codo a la otra y ambas comienzan a saludar a un niño de entre los que juegan a dispararse con los dedos como pistolas. Es uno de los muertos de Thriller. Los niños corren, chillan, gritan, se ven felices de ir a la escuela disfrazados a aprender. De fondo todavía se oye al director, que suda y se seca la frente con destreza, sin dejar de cercenar el inglés en su pedregosa charada fonética. Mientras las dos mujeres tras la malla galvanizada agitan las manos hacia la cancha, una de ellas le comenta: «Parece que este viejo nunca aprendió». La otra sonríe al ver que el niño zombi hace una pausa en el juego y le muestra los dientes. «Parece que no», contesta y se ríe. Luego ambas se encuentran con las señoras de delantal verde al salir. El gimnasio va vaciándose de niños hasta quedar solo el hombre con facha de huaso, sudando y peleando con su discurso.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com English Day en Nueva Reich
Por Carlos Aguilar Islas