
          
          
        
        Leyendo a Vila-Matas,  de Gonzalo Maier
        Por Carlos  Almonte
        
        
         
 
.. .. .. .. . .. . .. . . 
        Leyendo a Vila  Matas es  una señal. Mejor dicho, Leyendo a  Vila-Matas es una señal violenta. Más exactamente, Leyendo a Vila-Matas termina con el arte de un certero púgil. No  hay que darse cuenta, aunque sí. El homenaje, que no es tan homenaje,  finalmente, culmina –se hace evidente a medida que el relato avanza- con el  único final posible: Le saludé y, al  parecer, superé lo que se esperaba de mí, pues pronuncié la primera palabra de  mi vida, dije «Adiós» (Enrique Vila-Matas).
        Aún así, y siendo ya tarde para  algunas cosas, Leyendo a Vila-Matas nos recuerda quienes somos, o quienes pretendemos ser, más bien, y el final de  honestidad brutal -de epifanía literaria, de valentía- traspasa acaso el  cúmulo, la nube de 
ficción, para ubicarse justo al frente, como una idea mala  que no ceja, como un dolor que de a poco se diluye, como una verdad que se  espera, pero que se evita.
        No es necesario agradecer, tampoco  reclamar. Es la decisión de un hombre libre, que transita a oscuras por nevadas  alamedas, vertiginosas, que transcurren lentamente, mucho más que aquella  recordable, a mi pesar, película de Linklater, que -no sé por qué- siempre se  me termina apareciendo, ya no como película, sino que como referencia. Algo  tiene de ella, de la película, Leyendo a  Vila-Matas. Más bien, mucho tiene de ella. Sin entrar en detalles, o  adelantarlos, la narración nos lleva de la mano, al sonido de los trenes, con  el frío que proporciona la velocidad y el ruido leve, las muchachas rubias y  los señores serios que leen autores clásicos. Y también la conversación en el  coche-comedor –diríamos en Chile-, y una historia que se compone de otras que  no suceden, sino que son narradas, también. Y el temor inicial,  de encontrarse con un autor joven, que inunda párrafos enteros de marcas,  nombres y lugares; tal temor desaparece para dar lugar a una historia, que en  realidad son tres o cuatro (tal vez más), y que juntas conforman otra, la  final, la que se presenta como saludo, legado o testamento. Una historia que no  es triste ni divertida, ni especialmente inteligente. Sin embargo, entre esos  vericuetos simples –compuestos de recursos tan sencillos como mezclar  historias, hacer recuerdos y sorprender mínimamente- se oculta expresamente (si  es que algo así pudiera decirse) una verdad tan sólida como una catedral.
        Acá aparece Linklater nuevamente. Y  nos imaginamos un paseo en tren, por la ciudad, por un parque de estilo  francés… en donde, prácticamente, nunca pasa nada; pero finalmente pasa mucho,  o pasa todo; o pasa todo lo que tiene  que pasar (esta frase la incluyo a riesgo de sonar cursi, o tramposo).
        Leyendo a  Vila-Matas viaja por países, tiempos y espejismos literarios. Sin embargo, no se mueve  nada. Es una novela estática, de reflexión, imaginación y pensamiento. Es una  novela de intromisión, de bagaje, de pequeños timos. Es una novela sentimental,  algo cursi y predecible. Aún así, supongo que por el viejo guiño que existe  entre un buen escritor y un lector atento, este último se deja llevar, se deja  atrapar y continúa entreverado en rieles congelados, visiones repetidas y el  placer, todavía más antiguo, de ocultar el cierre hasta que no sea posible más;  porque el ritmo de lectura es lento, pausado y constante; porque la sonrisa  reaparece y el mentón asiente, especulando tal o cual final para el científico,  un cuarto de hotel para acompañarse de una alemana, o unos celos tan  justificados como injustificados –dependiendo del origen, paranoia o inmanencia-.
        Siempre he desconfiado de los  personajes –literarios, me refiero acá- que visitan al sicoanalista; por  cliché, por extemporáneo, por impostado que resulta a estas alturas un  ejercicio de ese tipo. Tan impostado como un escritor chileno viajando por  Europa en el siglo XXI. Pero, y como dice Maier-personaje: en las calles húmedas de Amberes –Amberes nuevamente- queríamos dejar atrás lo que erróneamente  pensábamos que habían sido malas decisiones, pero en realidad pretendíamos  dejar de ser quiénes éramos.
        Viaje que sirve de excusa. La  narración que se mueve apenas, como arriba de un tren. Un encuentro. Una  casualidad que no se sabe si es casualidad, que se piensa que no es, pero puede  ser. Un pensamiento obsesivo. El viaje continúa. La narración se mece, como una  cuna, avanza rápido, sin trastabillar. El tren es cómodo, complaciente, algo  inquieto, pero seguro. Una llamada. La siguiente llamada. Otra llamada. Un leve  roce de manos. Una mirada. Otra mirada. Un sujeto un poco hipocondriaco –que el  páncreas, que el duodeno, que el sistema digestivo, que el escaso sueño-. Un  sujeto que huye, o que encuentra. Un  sujeto que huye siempre es un sujeto que encuentra, se diría en clave  evidente. Miedo a esto. Miedo a lo otro. El  miedo es como un spray paralizante. Un tanto impostado –odia decir  “postmoderno”, pero lo dice-. El pensamiento sobre el pensamiento se hace  realidad… hablo de la realidad intermedia, la que está entre la segunda y la no  ficción. No es tan complejo como esto, aunque pudiera llegar a serlo. Acá  desaparece Vila-Matas, también desaparece Maier. Desaparecemos todos, incluso  Linklater.
        En breves páginas, y con sobriedad  medida, Maier se devuelve, observa desaparecer el tren, un tren maldito en el horizonte. Ya no hay escaleras que bajar, ni  ropa que guardar. Simplemente mirar cómo se aleja el tren, y sentir el frío,  quizás, levantar el cuello del abrigo y caminar durante horas, o más… sin rumbo  conocido. O, como diría un clérigo en tiempos de Montaigne: Fortis imaginatio generat casum.