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          Los cercanos gestos de un poeta zen
(Sobre ¡Flash!, de Franklin Goycoolea)
        Por Carlos Almonte
          
        
        
          
            
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Hay  libros (textos, tejidos) que siempre  rondan el pensamiento, incluso desde antes de ser impresos. Las razones, en el  caso presente, son de variado tipo: un autor inédito, fotógrafo, poeta,  tarotista y diletante; perteneciente, quizás, a la única y última generación  dorada de la bohemia artística y poética chilena. Contertulio de Jorge  Teillier, Rolando Cárdenas, el Chico Molina, José Donoso y Stella Díaz Varín,  entre muchos otros... Franklin, al igual que varios de los 
mencionados, es  poseedor de una pluma filosa que, tal como fulgura una navaja en la noche  porteña, trasgrede en su estocada al propio acto poético, o delictivo, o ambas  cosas a la vez. 
        ¡Flash! es un acto de supervivencia, caminar sin  rumbo y sentir sed, una errabunda sed... un acto de mirar con ojo atento y  desatento, de mirar, de mirar siempre, por una esquina, por un recodo, un  reflejo, un vidrio sucio, una bandera rota... una simple instalación casera:  ceniceros, fotos de Neruda, una esquirla en el altar. Todo al mismo tiempo, y  nada a la vez.
        Por  esto ¡Flash! es un libro que salta a  la vista, literalmente. Arremete desde la mesa, cae al piso y reposa durante  décadas, hasta que es recuperado por-sí-mismo y puesto en movimiento. Así es como será: un reguero de fuego discursivo en  cada tiro. Una matriz de sentido claro, aunque en escalones de ciudad costera,  entre recovecos, como el puerto mismo. La obra de Franklin Goycoolea es  dispersa y entramada: “Poemas diseminados. Promesas de texto. Mil fotografías,  muchas de ellas perdidas u olvidadas en miles de cajones de miles de casas y  desplazamientos por los que ha deambulado Goycoolea durante su vida”, acota el  crítico Adolfo Pardo, a propósito de este libro. 
        Nos  encontramos frente a frente con una portada blanca, un título eficaz y una  postal que bien podríamos llamar “Lanchas en la bahía” (como un homenaje  implícito de Franklin a Manuel). De este modo, Goycoolea nos acoge en su paseo,  su particular modo de mirar la vida, su entorno tan cercano: una ventana rota, un gato, unos lentes... Una vida, la  suya, representada en breves gestos, en cercanos gestos, para salir, cual diletante zen, con un instrumento de registro  inmediato, la cámara, y uno derivado, el lápiz. Así es como van apareciendo  personajes algo más distantes (tan solo unos pocos metros): un vecino tomando  el sol, la bandera rota sobre la bahía, unos perros vagos descansando, un  sillón vacío, abandonado, una casa sin personas. 
        Goycoolea  nos muestra un mundo silencioso, “casi” completamente real, una realidad  desprovista de efectos, de luces, de escenografía dispuesta. Lo que se observa  es un ojo cotidiano que escarba en el plan común de los días que transcurren,  uno tras otro, sin más sobresalto que una estación vacía, un perro que no ladra  o un espejo que refleja luz opaca, una huella y el vacío, simple e infinito.  
        San  Miguel, marzo 2018
         
        Fotografía: Julia Toro