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13 de octubre

En "El callejón de las viudas", Ruby Weitzel, Edit. Planeta, 2001


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Todo está dispuesto.
Hay que prepararse para la muerte.
José Ángel Cuevas

 

 

—¿Señora, vive aquí Juan Manuel Ortiz Acevedo?

María Acevedo levantó los ojos sorprendida porque, afanada barriendo el patio, no sintió la llegada del jeep militar y del camión que se estacionaron frente a su casa.

—¡Sí, aquí vive, pero no está, se fue pa' la bodega! —y con una mano indicó el lugar, hacia donde se dirigieron los vehículos luego que el uniformado le diera las gracias con un gesto.

Se detuvieron frente a las bodegas del asentamiento Rangue y de ellos descendió un grupo de militares al mando del mayor Machuca, entre los que estaba el teniente Luis Jara, del retén de Pintué, y un civil conocido en la zona como "el Cachúo".

—¿Quién es Juan Manuel Ortiz Acevedo? —preguntó uno de los recién llegados leyendo de una lista que portaba.

—¡Yo soy, señor!

El presidente del asentamiento Rangue dio un paso al frente identificándose, al mismo tiempo que se quitaba el sombrero.

—¿Y quién es Luis Celerino Ortiz Acevedo? —volvieron a preguntar sin dar ninguna explicación.

—Está trabajando en el campo, señor, como a unos cuatro kilómetros de aquí —respondió uno de los campesinos.

Lo fueron a buscar en el jeep, en tanto que en la bodega uno de los militares siguió leyendo en voz alta los nombres de algunos campesinos, quienes fueron conminados a subir al camión que luego recorrió los campos en busca de los demás hombres que figuraban en la lista.

Escondido tras las cortinas de su casa, el pequeño Luis, hijo del presidente del asentamiento, vio alejarse el vehículo llevándose a su padre, a su tío y a otros campesinos. Nadie pudo seguirlos, ni saber el rumbo que tomaban. Sólo el testimonio de los que regresaron después, puede dar atisbos de lo que sucedió a estos detenidos antes de desaparecer para siempre.

Tal es el caso del sobreviviente César Guzmán Hevia, que fue detenido ese mismo día mientras araba con un tractor uno de los potreros del asentamiento Rangue, y cuyo testimonio permitió configurar el resto de la historia.

La comitiva de uniformados llegó luego al asentamiento "El Patagual" y en similares condiciones, 10 campesinos fueron sacados de su lugar de trabajo. Tres de ellos nunca más regresaron: Francisco Javier Lizana, Jorge Pávez Henríquez y José Manuel Díaz, presidente del asentamiento "Mancel Alto".

Alrededor de las seis de la tarde, la esposa de Luis Celerino Ortiz dio un suspiro de alivio cuando vio llegar los camiones militares al asentamiento Rangue: ¡por fin traían de vuelta a su marido!

Ella no supo de la detención de su esposo hasta después de las dos de la tarde, cuando éste no llegó a almorzar. A esa hora, más bien curiosa que preocupada, bajó del cerro para dirigirse al sector en el cual, sabía, le tocaba trabajar a su marido. Al llegar a la bodega se enteró que se lo habían llevado los militares junto a su hermano Juan Manuel y otros hombres.

No le pasó por la mente que su cargo de vicepresidente del asentamiento tuviera algo que ver, y el regreso del camión militar al caer la tarde terminó con la inquietud que le había embargado durante todas esas horas de espera. ¡Por fin venía de regreso! y corrió a la cocina a poner la olla al fuego. Era seguro que vendría con mucha hambre.

Pero no fue Luis Celerino el que entró al cabo de un rato a la casa. La voz de un soldado llamándola a gritos la hizo regresar hacia la entrada, donde pudo ver que en un camión de barandas no muy altas estaban varios de los hombres que se habían llevado esa mañana, entre ellos, su marido y su cuñado.

—¡Señora, pásele ropa limpia a su marido!

Nerviosa, Hilda Inés sólo atinó a juntar algunas prendas, las mejores que encontró, las echó dentro de una bolsa y corrió fuera de la casa para acercarse a su marido, quien, muy pálido, permanecía sentado en el piso del vehículo al igual que el resto de los hombres. Un soldado armado se interpuso en su camino cuando se encontraba casi a dos metros del camión.

¡Tírela desde allí no más! —y ella, sin decir palabras, alcanzó a lanzar la bolsa por sobre las barandas del camión, que ya se había puesto en marcha.

Mientras éste se perdía en la distancia, el jeep, con unos cuatro uniformados a bordo, se detuvo frente a la bodega de licores para pedir que les dieran algunas garrafas de vino. Los hombres que se encontraban allí entregaron lo pedido sin mayores comentarios, pero se atrevieron a preguntar por sus compañeros.

¡Están bien, hombre, no se preocupen! Van a estar en la cancha de la Aguachera, ahí en Pintué, porque vamos a tener un asado —respondieron riéndose mientras cargaban las garrafas.

Y efectivamente fue así, porque durante todo el tiempo que duró el asado efectuado en un corralón junto al Retén de Pintué, los detenidos permanecieron arriba del camión. Allí pudieron verlos decenas de testigos, quienes, no obstante, no lograron acercarse para llevarles un vaso de agua o un trozo de pan, siendo mudos espectadores de aquel sórdido teatro del absurdo.

Así, de lejos, también pudieron verlos sus familiares, que permanecieron allí acompañándolos a la distancia con su presencia, con sus miradas, mientras desde el interior del corralón se sentían las risas, los brindis y el olor a asado.

Cerca de las nueve de la noche, cuando ya la oscuridad era total y el aletargamiento se había apoderado de los detenidos, una orden gritada a todo pulmón los sacó de su adormecimiento.

—¡Saquen sus pañuelos y amárrense la vista y, ahora, de guata al piso!

César Guzmán Hevia, al igual que el resto de los detenidos, entendió que la espera había terminado, y tuvo conciencia que la dirección que tomaba el camión les era absolutamente desconocida.

Al cabo de un par de horas de rodar velozmente, el vehículo se detuvo y a los detenidos se les ordenó sacarse las vendas y descender. Allí pudieron darse cuenta que se encontraban en la Escuela de Infantería de San Bernardo, donde, entre golpes, los interrogaron acerca de sus datos personales, sus actividades y domicilios.

Esa misma noche fueron trasladados al Cerro Chena e introducidos en un cuarto de cemento tan estrecho, que a duras penas tenían espacio para tenderse. Durante dos días permanecieron allí sin ser interrogados ni alimentados, hasta que fueron sacados al patio con los ojos vendados y puestos en fila. Uno a uno fueron llamados a gritos y a cada uno le llegó su turno de interrogatorio y golpes.

—¿Dónde están las armas?... ¿Quién las tiene escondidas?... ¿Cuántos eran los francotiradores?...

Todo parecía una pesadilla, sueño loco y kafkiano. ¿Y cómo no pensarlo que estaban locos, pensaba Guzmán Hevia, si lo acusaban de ser el encargado de manejar los tanques porque, como tractorista, estaba capacitado para ello?

Horas después, cuando les pareció que morirían con el siguiente interrogatorio, fueron nuevamente encerrados en el pequeño cuarto de cemento, donde ni siquiera se podían ayudar entre ellos a causa de las heridas que los inmovilizaban. Nuevamente pasaron varios días sin ser molestados, hasta que los nombres de varios campesinos fueron gritados desde la puerta:

—Juan Manuel Ortiz Acevedo! ¡Luis Celerino Ortiz Acevedo! ¡Jorge Manuel Pavez Henríquez! ¡Francisco Javier Lizana Irarrázaval! ¡José Manuel Díaz Inostroza!

César Guzmán Hevia, nunca más los vio regresar a su lugar de reclusión.

Tampoco volvieron jamás a sus hogares.

 

 

 


 

 

 



 



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13 de octubre
(Paine es la ciudad con más detenidos desaparecidos y ejecutados políticos durante la dictadura)
En "El callejón de las viudas", Ruby Weitzel, Edit. Planeta, 2001