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CONSTANZA ANABALÓN TOHÁ:
«PARA QUE HAYA SONIDO, ALGUIEN TIENE QUE ESCUCHAR»


Por Darío Zalgade
Publicado en Oculta Lit 14 de mayo de 2018



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Constanza Anabalón Tohá (Santiago de Chile, 1987) es Socióloga de la Pontificia Universidad Católica de Chile y autora de la novela Caja de resonancia  (La calabaza del diablo, 2016).

—Vos estudiaste sociología y sin embargo te destapás como una de las nuevas voces con mayor contenido poético dentro de la narrativa chilena. ¿Qué te llevó a estudiar sociología en primera instancia? ¿De qué forma se articulan tus estudios con tu manera de entender la literatura?
Siempre tuve interés en el estudio de la historia, la política y las matemáticas. Al mismo tiempo, sentía un amor profundo por la literatura y el teatro. Lo que siempre tuve claro, eso sí, era que quería escribir. Pero no lograba visualizar con claridad cómo me proyectaba en la escritura, cómo podría desarrollarme en ese campo. No quise estudiar literatura porque lo imaginaba muy enfocado en lo teórico y sin mucho espacio para la escritura en sí misma. Otra posibilidad que barajé fue estudiar teatro. Finalmente, decidí estudiar sociología pensando en los temas que me interesaba indagar, en esta mezcolanza temática. Creí que la multiplicidad de saberes asociados podía entregarme herramientas para dar cuenta de la realidad de una forma más rica, más amplia. Pensaba también en la aplicabilidad de este conocimiento, ya fuera a través de políticas públicas u otras formas de bajada de lo teórico a lo práctico. Esto último era lo que más me atraía, lo concreto. Por eso enganché mucho con la sociología de la salud y la educación.

Ahora bien, pensando en la vinculación de la sociología con la literatura, supongo que la mirada politizada siempre se me cuela en los textos. Pero el mayor aprendizaje que tuve en esos años fue el siguiente: aprender a cómo no quería escribir. En general, me topaba con una enorme cantidad de textos que parecían haber sido escritos para no ser entendidos. No es que a todos los sociólogos y sociólogas les guste escribir en difícil. Sólo a la mayoría. Recuerdo una gran excepción: Durkheim. Con toda su profundidad, escribía para que lo entendieran. O eso me parecía. Pero, en gran medida, los textos que tenía que leer eran horrorosamente fomes. Mi sensación era que, detrás de éstos, no existía la intención de conectar con un otro. Parecían escritos por esgrimistas de la intelectualidad, buscando cualquier flanco para anotar el punto. En ese sentido, una de las cosas que me interesa de la escritura, o cómo me planteo el escribir, es que no sea sólo un ejercicio egótico desde la academia. Que haya una conexión con esos otros y otras potenciales. Eso no quiere decir que el texto sea transparente, fabulesco o naif. Que no tenga capas ni complejidades. Me atrevería a aseverar que tiene que ver con el alma que habita el texto que escribes.

—Me pareció de muchísimo interés la idea de la caja de resonancia tal y como la presentás en tu novela. Creo que cabe entenderla no sólo desde la ficción sino también desde la filosofía, la metafísica. ¿La planteaste de la misma forma, quisiste expresar con ella una cierta manera de concebir la existencia que apunta un poco más allá de nuestra percepción cotidiana? ¿Por dónde pasa la importancia de las vibraciones en este planteamiento?
Me parece interesante hacer la distinción entre vibración y sonido. Para que exista el sonido, alguien tiene que escuchar. Y un otro u otra tiene que producirlo. Gastón Soublette, en su libro «La poética del acontecer», señala que «el sonido vivo no es sólo vibración de un cuerpo. A él se llega por extensión del oído que se oye oyendo (…) el sonido es tal para los seres dotados de audición, de tímpano y pabellones captadores. No hay sonido para las montañas y las rocas, sólo hay desplazamientos vibratorios. Las plantas no oyen, pero son sensibles a esos desplazamientos. A la vibración de la voz viene asociada una onda que emana de la persona. Una planta puede resentirse por la vibración de la voz de un ser indeseable. Es otra manera de oír».

La lectura que hago de la presencia de la vibración/sonido en la novela —lectura, por supuesto, a posteriori— es que la vibración está representada por los elementos más inconscientes, tales como los textos poéticos intercalados. Lo que pulsa, debajo, todo el tiempo, es esta vibración. Y el desarrollo de la novela va dando cuenta de cómo estas vibraciones, lentamente, se transforman en sonido. Porque, como dice el texto de Soublette, para que haya sonido, alguien tiene que escuchar. Es una bella metáfora de cómo los fragmentos memoriosos devienen en una historia hilvanada. Historia con testigos y herederos de la memoria. Donde hay un otro u otra que escucha. O un escucharse a sí misma, que para eso también debe haber sonido.

—Encontré muy interesante la instancia del «monologar» frente al espejo como forma de terapia, de habilitar de forma autónoma un espacio propio donde «empiecen a surgir las preguntas». Esta instancia tiene una relevancia grande como forma de autoconocimiento para el personaje de Alejandra y marca en buena medida la configuración misma de toda la novela. ¿Hasta qué punto es relevante esta exploración desde la soledad que realiza Alejandra para comprenderse mejor a sí misma y a su entorno? ¿Es necesario entender estas instancias como monólogos propiamente dichos, o cabría concebirlas más bien como una forma de diálogo?
Una forma de entenderlo es pensar que Alejandra estuvo hablando sola todo el tiempo. Quizás el diálogo siempre fue consigo misma. Se enfrenta al espejo, «monologando». Se enfrenta a los textos de la tía. A Daniela, que no la ve. A la madre, que tampoco lo hace. Alejandra va recogiendo los pedazos de su historia, para poder rearmarse. El único espacio de encuentro, de diálogo real, finalmente, es con el padre. Y él es el catalizador para que se vaya lejos.

Ahora que lo mencionas, la escena del baño podría ser el resumen de la historia de Alejandra. Hablándose a sí misma, todo el tiempo. El transcurrir de su historia, de su presente, en esta auto-indagación constante. Pero lo interesante es que lo hace también desde el humor. Estoy terminando de leer el libro «Las clases de Hebe Uhart», de Liliana Villanueva. Hay un capítulo dedicado al humor en la literatura. Allí señala Hebe Uhart: «El humor limpia. El humor sale del perdón. Si yo puedo contar algo desde afuera, sin tener en cuenta un rencor, yo ya di una vuelta. Un rencor elaborado dejó de ser rencor». A su vez, decía Hebe Uhart que decía Chéjov: «El humor dirigido hacia uno mismo libra a la persona de una presunción y ambición demasiado grandes». Creo que ambas citas se cruzan en el baño de Alejandra. En ese monologo con ella misma, burlándose de sus amores, de sus quiebres y dolores. Y entre risas, desde el menos mal que no conoció a otra igual que su primera polola, porque ahí sí que habría terminado pegándose un tiro, para rematar con que es más lesbiana que las monas de Sailor Moon, no sé. Ella se ríe de sí misma, y permite que el dolor se cuele por esos intersticios, por esas fisuras. El humor limpia, como el agua que dice que corre. Donde fluyen las ideas. A partir de esa escena puede empezar a mirarse desde afuera. Para perdonar, para perdonarse.

—Apenas como curiosidad, ¿elegiste el nombre de Alejandra a modo de homenaje a Alejandra Pizarnik?
No fue consciente la elección del nombre de la protagonista. De un modo más inconsciente, supongo que sí. Debo confesar que desde siempre he sentido cierta fascinación por ese nombre. En el caso de la novela, la protagonista ya se llamaba Alejandra cuando decidí usar el epígrafe de Flora Alejandra. Inicialmente, iba a ser de Marguerite Yourcenar.

De todas formas, sí hay una especie de homenaje. Es como si la Pizarnik cruzara todo el libro: con el nombre de la protagonista, con la referencia a su diario, con Olga Orozco que aparece de refilón, con el epígrafe. Antes de utilizarlo para el libro, pensaba que éste era el fragmento de un poema. Luego descubrí que era parte de una entrevista que le hicieron a doña Flora: «Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos». Y, supongo, que de eso trata la novela. Es exorcismo, conjura y reparación. O intento de reparación.

—¿Por dónde pasan tus próximos proyectos? ¿Pensás continuar en la novela o tenés en mente abordar otros géneros, quizá el relato corto o la poesía?
Actualmente estoy trabajando en una novela. He escrito algunos cuentos. Poesía, la prefiero disfrazada en textos narrativos, así no desluce tanto.



 



 

 

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Por Darío Zalgade.
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