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«WANGLEN Y EL CANTO DE LAS FLORES» DE CRISTIÁN ANTILLANCA

Por Cecilia Pérez Matus
Osorno 2019.


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“Dentro de ti habita el infinito, dentro de ti arde un fogón imperecedero, que es el reflejo del fogón que dejaste”, me dice, me dicen ellos, mis abuelos y abuelas dicen, y los escucho a ellos, a los míos, a mis propias estrellas –me digo- porque hay palabras que como un cuerpo transparente nos obligan a habitar en ellas, a hundirnos y mirar las alturas con los ojos de un niño que busca desesperado los antiguos simbolos que alumbraban su regreso a casa. El hogar inextinto que intuimos con el crepitar de algunos pisadas del fuego sobre nuestros objetos más simples, esos colores/olores del rocío sobre las flores,  “la fragancia/ y todos los colores/ para hablar secretamente/ con nuestras estrellas”, como dice el poeta, que nos advierten de un mundo que cohabita deslucido por los fundamentos de una belleza que ha perdido su raíz, donde el cuerpo ya no forma parte de los cuerpos celestes, pues hemos sido arrancados de la tierra, que en la cosmovisión mapuche es lo mismo que vivir sin cielo, pues Mapu y Wenu Mapu son uno solo, el  lugar donde dicen nuestros sabios llegan nuestros muertos, “quienes, finalmente, se transforman en estrellas”  (Robert Lehman-Nitsche, quien realizó un libro póstumo de recopilación de relatos cosmogónicos y cantos)

“Este tema tiene dos tipos de vida, la vida de la tierra y la vida del cielo. La vida de la tierra es aquí donde estamos caminando, encima de la tierra, donde observamos las cosas que existen. Pero esto no se manda solo, es el ser del cielo llamado Njünemapun quien lo está ordenando todo. Así contaban nuestros antepasados, los ancianos y ancianas que han fallecido” (Ramón Naupa, Lob Kawelluko, 210)


Wanglen es la estrella que nos abre de golpe. La más amada, la más brillante hija del Puam, como nos dice el poeta, que vino del cielo para crear todos los seres de la tierra. De cierta forma, el poeta la espera. La ha esperado toda su vida, y en todas las vidas de su linaje, en la madre y en el padre, en la familia y el lenguaje. Cito: “En el sueño yo también era una estrella” (…)”Una por una las fui mirando a todas/ninguna es ella pensé”.

Y, de pronto, algo sucede: “porque me diste toda la luz/ y me mostraste toda la oscuridad/ es que escribí”. ¿Qué es lo que permite la movilidad del poeta? ¿Qué fuerza lo encamina a este ejercicio de búsqueda? Y solo cabe una palabra: amor. Es el amor y sus sinuosos caminos que le permiten transitar por la luz más intensa y la oscuridad más profunda. Esa dialéctica le permite reconocer el dolor como una fuerza que puede empujar a la destrucción sin rumbo, o bien a la lúcida certeza de que de los fragmentos de una estrella que explota hay mensajes del universo que deben ser rearmados para entenderlos en una dimensión más profunda que el odio o el rencor. Por ello, lo primero que podría afirmar, es que Wanglen y el canto de las flores es un libro valiente. Pues más allá de los tiempos convulsos y terribles, del dolor, la pérdida y la orfandad, quiso el poeta hablarnos del amor y la ternura, más allá de la violencia sistémica, de los cantos que ahora son susurros, no porque no existan, sino porque son mediatizados, ajustados y traducidos al lenguaje del capital y el exotismo. Ante el dolor real y tangible, él propone una contrarrevolución basada en la contemplación  y la recuperación de un lenguaje en común, la oralidad y el diálogo, entendidas éstas como formas de resistencia y lucha contra la constante aspiración del hombre contemporáneo de separarse de todo. Lo que quiero decir con esto, es que el poeta mapuche ha despegado, reconociendo desde las fracturas de su pueblo los paradigmas rotos de nuestra historia como humanidad. Él ha levantado los ojos y el corazón al cosmos, y descorazonado ha presenciado, como otros antes lo hicieron, un cielo nuevo, que es a su vez tierra según nuestros ancestros, cual lienzo blanco obligado a renombrar. Y ahí está el hombre, que es a su vez un poeta, increpado por los dioses a responder a su llamado:

“(…) los dioses sólo pueden venir a la palabra cuando ellos mismos nos invocan, y estamos bajo su invocación. La palabra que nombra a los dioses es siempre una respuesta a tal invocación. Esta respuesta brota, cada vez, de la responsabilidad de un destino. Cuando los dioses traen al habla nuestra existencia, entramos al dominio donde se decide si nos prometemos a los dioses o nos negamos a ellos. (Martín Heidegger sobre “Holderlin y la esencia de la poesía)


El invoca a través Wanglen, su estrella amada, un lenguaje que supone la reconstrucción de un mundo nuevo, donde la sabiduría ancestral sirva a la humanidad como testimonio de una verdad que debe ser revelada. Es una especie de cosmogonía del canto desde la búsqueda microscópica del sentido primero de las cosas y los objetos de la tierra. Sin embargo, el poeta encuentra resistencias, y las declara amparado por la certeza de que lo que trae a la tierra es superior a la ciencia, es decir, al alcance de la astronomía y sus objetos de observación: “Los caballos no entendían/ y movían sus pesadas cabezas/ sus frentes formaban nebulosas/que nunca alcanzarán los telescopios”.

 

 

Wanglen trae consigo la memoria de miles de rostros y cuerpos, de almas que se hicieron estrellas, mandatando a quien la invoca, en este caso al poeta,  despertar las fuerzas de la creación: “Despiértate/ y asusta a los ladrones del mar/ que los espíritus de las piedras te/ oigan” (…) Despierta mi corazón (…) Que se prenda el fuego/ que le falta a esta oscuridad/ que me persigue”. Es decir, el cuerpo “dormido”, el territorio de los sencillos seres que conservan la memoria del universo, deben ser despertados, y en  acto reflejo, debe el poeta despertar. Él  despierta amando.  Ella es su gaviota con la que mira el mar, y es también una partícula de “La gran gaviota del universo”: “abría sus alas/ y se creaban nuevos mundos/ donde gritaban hasta las piedras”.

La ama porque ella le abre al recuerdo del universo. Y ya no hay hombres ni mujeres ni luchas ni expolios ni capital ni colonización ni esclavitud ni libertad sin la señal visible del infinito en nuestra carne, y en toda la materia que es amada. Ella es la estrella, es la enviada y la perdida, Wanglen es la mujer amada, pero también es la partícula de Nicolasa Kintreman. Es el caballo vigilante de los luceros, es Amankay convertida en flor, como regalo de su sacrificio al mundo. Es Licanrayen y Juan Pallante i latué. Son las flores y los cisnes, el mar y sus acantilados. Es lo femenino unido al masculino, como un canto que devuelve a la humanidad el lenguaje del amor como acto de entrega total. Cuando se ama verdaderamente todo confluye -parecen decirnos estos cantos- a la revelación. Parece ser que solo a través de esa fuerza podemos ser invocados por los dioses.

El poeta invoca a las estrellas, a los dioses a mirarnos a través de la carne: “Estrellas estrellas/ miren con ojos de caballo”.

Sin embargo, muchas veces esta voz cruza transida de desesperanza: “Nuevamente aparecieron los caballos/ con sus malditos luceros/ invitándome a correr”, y otras con rabia: “Desesperado quise gritar a la oscuridad/ maldecir de no verme las manos/saberme tan amado/ y que no me importara/ Su luz, su luz pensé/ me queman todas/ todas las puntas de su luz”.

Porque el poeta es una partícula de  Wanglen. Ambos deben  llorar, deben romperse en la tierra para poder crear. Deben visibilizar cuerpos no reconocidos en todas sus dimensiones, olvidados o perdidos para que vuelvan a nombrarse, a renombrarse. La estrella crea y él nombra, pues le fue dado el lenguaje. Y en ese acto de reconocimiento, el mar de la propia    vida asoma en toda su belleza y crueldad: “Miré el mar/ mi propio mar/ y eran las olas como animales/ matándose contra la roca”.

Por ello, en este canto de las flores los relatos orales cobran vida a través de un acto de invocación –que también puede ser convocación- y nombramiento: “Cuando creía que el mundo me /negaba el amor/ cuando oía todas las puertas cerrarse/ cuándo todos se iban mamá/ Usted me nombró/ entre tantas entre tantos/ Mi niño mi niño/ me dijo”. Y es en ese acto, donde las flores resurgen con sus mensajes: “las flores son el único mensaje de eternidad”, nos dice; y en la voz de sus muertos, ahora convertidos en estrellas, despiertan las cosas a mirarle y mostrarse al poeta como elementos sin nombre, que él debe volver a nombrar. Y es al parecer la fuerza de lo femenino que resulta fundamental para iniciar este nombramiento, que es alumbramiento y también destrucción. Aparecen las diosas descorazonadas: Amankay, Likanrayen, las que dejaron su corazón y su sangre:

“las descorazonadas cantamos/ a cada paso/ naciendo”
(…)
“Enternecidas/ estremecidas/ respondimos apretadas a la tierra/ con todo el color de nuestra voz”
Recupera su voz y canta Juan Pallante i latué.
“Yo soy”, dice, “después de años me nombro/ y me renombro/después de años/ más años/ nazco/ He aquí mi cuerpo florecido/ como un sol morado bajo la lluvia/ me ves”. ¿Me ves?, diría. Porque el proceso de reconocimiento y nombramiento nos trae de vuelta un cuerpo visible, pero es también una partícula del astro Sol envuelto en un color nuevo, que solo verán aquellos que se permitan objetar profundamente la uniformidad de su cultura, es decir, los visionarios.

Y Nicolasa Kintremán, la gran descorazonada de este siglo.
”es una estrella flotando/ sobre las tumbas ahogadas/ de sus parientes/ Sobre un rehue y río muerto”.
Ella aparece flotando sobre las turbias aguas de un embalse artificial. Ella se opone con férreo corazón a un poder que al parecer es invencible. Pero ella se convierte en estrella. Ella es partícula del agua y pasa a formar parte de la piel tatuada de constelaciones de los Selknam. Ella será eterna, porque su cuerpo alcanzó la estatura del cielo.
El poeta también invoca a Berta, su hermana, pero sin nombrarla. Dice que van “rompiéndose los pies contra las /piedras/ rompiéndose los ojos con el /horizonte”, y las reconocemos. La muerte de Nicolasa permite que a través de ella lo que estaba hundido salga a flote. La omisión histórica de la violencia hacia su pueblo se nos revela, y ella, como una Licanrayen, permite hacernos parte de un amor tangible, de un cuerpo que legó su espíritu al infinito de las aguas, e hizo del acto solapado de barbarie un símbolo perpetuo de lucha, de un llamado de atención para la tierra.

Pues quizás tenga razón Silvio Rodríguez cuando en “Canción del elegido” nos dice que “lo más terrible se aprende enseguida/ y lo hermoso nos cuenta la vida”. Veo a las descorazonadas, en sus sacrificios, partículas de nuestra historia reiteradas en el tiempo…

Como hiciera Pascual Coña en sus memorias (anotadas y publicadas por el sacerdote capuchino Ernesto Wilhelm, 1936), hace un siglo atrás, la voz poética de Cristián Antillanca renombra y vuelve a traernos a este siglo el tesoro del lenguaje donde el cosmos yace unido a los elementos cotidianos, reconocibles y asequibles a toda la comunidad. Es en este sentido de recuperación donde este libro nos regala otro de los mensajes que su canto de las flores: el regresar hasta nosotros la cadencia de un pueblo que basaba su observación de la vida y la muerte en un acto que no estaba ajeno a las vibraciones del universo. El ser humano, la vida misma hasta en sus más mínimos detalles, encontraba en el cielo un espejo en el cual reflejar su transcurrir. Wenu Mapu, la tierra de arriba, con la Mapu

    “Si hay un buen tiempo y el cielo esta despejado de nubes, brillan en las noches muchísimas estrellas y lucecitas chicas (como candelillas, luciérnagas).Gran número de estrellas tienen nombre propio. Yo conozco solo el lucero de la mañana y de la noche.  El Padre dice que esas dos son una misma; pero, ¿cómo puede ser? Yo no lo comprendo.
Además conozco el grupo de estrellas llamado ngau o “montón de papas”, o “gallina con pollo” (las pléyades). Además el “tirador” de la forma siguiente: tres estrellas grandes están en línea, otras tres forman una fila que se cruza casi con la primera (será el Oríon). También conozco el “rastro de la avestruz” (las Tres Marías), el “boleador tendido”, la cruz del sur o “estrella carreta”, el “corral de ganado”, el “pellejo obscuro” (no son estrellas, sino una mancha obscura en la vía láctea) y la hermosa vía láctea o Río Jordán (Río celeste o camino de las hadas)

(Pascual Coña, transcrito y traducido en Wilhelm 1936:78-79)

Estamos en presencia de una obra mayor. Y cuando digo mayor estoy diciendo que todo en ella es un ejercicio de detención, caos, movilidad, destrucción y creación. Es como el estallido de una estrella de cuyos fragmentos reconocemos una parte de nosotros mismos, y que al ser lastimados por su luz, nos obliga, diríamos casi por mandato, a contemplar desde una nueva altura, que también es un descenso, las cavidades más profundas de nuestra cultura, o como diría Jung,  los arquetipos en que se fundan los misterios de nuestra historia como humanidad toda. El entender que en el ejercicio de la contemplación están las claves del futuro, los peldaños para alzar nuevas formas de lucha y de revolución.



 



 

 

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