Alejo Carpentier
 
 



El Arpa y la Sombra
(1978)
(texto escogido)

 

Horas de grande desasosiego y perplejidad. Interminable se me hace esta noche que pronto, sin embargo, habrá de alcanzar un alba -para mi ánimo, extrañamente demorada. Me he vestido con mis mejores galas, e igual están haciendo los españoles todos a bordo de las naves. Del arca grande he sacado la bandera de la Cruz Verde que habrán de llevar mis dos capitanes -tremendos hijos de puta me resultaron a la postre-, y que ostentan vistosamente, bajo sus correspondientes coronas bordadas en el raso, las iniciales F e Y -esta ultima, especialmente grata a mi entendimiento, ya que, asociándola a las cinco letras que completan el nombre, se me vuelven imagen casi presente de la persona a quien debo mi elección e investidura. Pero ahora, hay gran movimiento de españoles en la cubierta: bronces que ruedan y se arratran, hierros que se entrechocan. Y es que he mandado a tener listas las lombardas y epíngolas, por lo que pudiera suceder. Todos, además, bajaremos a tierra armados, porque, en esta espera que termina, cualquier suposición es válida. Hay gente a poca distancia -pues, donde no hay gente, no hay hoguera. Pero me resulta imposible hacerme una idea de la naturaleza de esas gentes. No sólo he leído atentamente a Marco Polo, cuyos relatos de viaje he anotado de mi puño y letra, pero mucho he leído también a Juan de Monte Corvino -pero nunca lo cité, por conveniencia, en mis discursos-, quien, también salido de Venecia, llegó a la grandísima ciudad de Cambaluc, capital del Gran Khan, donde no sólo edificó una iglesia cristiana de tres campanas, sino que procedió a unos seis mil bautizos, tradujo los Salmos a la lengua tártara, y hasta fundó una canturía infantil de niños consagrados a entonar, con sus tiernas voces, alabanzas al Señor. Allí lo encontró Oderico de Pordenone -otro a quien bien conozco- hecho todo un arzobispo, con iglesia pasada a catedral, con acólitos y sufragáneos, deseosos de que se le mandaran misioneros en gran número, pues había encontrado en el país -y se regocijaba de ello- una magnífica tolerancia en gente que admitía cualquier religión que no afectara los intereses del Estado -tolerancia que, por cierto, había propiciado una enojosa propagación de la herejía nestoriana, cuyos abominables yerros hubiese denunciado ya, en sus tiempos, el Egrerio Doctor de Sevilla en sus Etimologías... No sería improbable, pues, que la catequización de Juan de Monte Corvino se hubiese extendido hasta aquí -¡y por obra de franciscanos, gente que muchísimo camina...!
En ese caso, Cristóbal, Cristobalillo, tú que te inventaste, durante el viaje, el nombre de Christophoros, pasador de Cristo, cargador de Cristo, San Cristóbal, metiéndote, de a bragas, en los textos más insignes e inamovibles de la Fe, asignándote una misión de Predestinado, de Hombre ünico y Necesario -una misión sagrada-, tú, que ofreciste tu empresa al mejor postor, acabando por venderte por un millón de maravedis; en ese caso, embaucador embaucado, no tendrías más remedio que izar nuevamente las velas, orzar de regreso, e irte al carajo, con Niña, Pinta, Santa María y todo, a morirte de verguenza a los pies de tu dueña de las Altas Torres. En esta hora menguada -hora tercia- considera, marino desnortado, pues la misma brújula se te fue del Norte, que lo peor que pudiese ocurrirte es que te salgan los evangelios al encuentro. Es cierto que, por voluntad de tu dueña, deprisa te fueron concedidas las órdenes menores franciscanas y que autorizado estás a usar el sayal sin capucha de los mendicantes. Pero... ¿qué harás tú, pobre ostiario, mediocre lector, exorcista y acólito aún improbado, ante un diácono, un obispo que, levantando la mano, te dijera: "Vuélvete, que estás de más aquí." En esta espera deseo, sí, deseo, que los Evangelios no hayan viajado como mis carabelas. Es conflicto el Verbo contra el Verbo. Verbo viajando por el Oriente, que debo madrugar yendo hacia el Poniente. Absurda porfía que puede matarme en cuerpo y obra. Batalla desigual, pues no llevo los Evangelios a bordo -ni capellán que, al menos, pudiera narrarlos. ¡Fuego de lombardas y espíngolas ordenaría yo contra los Evangelios, puestos frente a mí, si me fuese posible hacerlo...! Pero, no: bajo sus tapas de oro incrustadas de pedrerías, ellos se mofarían de los disparos. Si la Roma de los Césares no pudo con ellos, menos puede ahora este mísero marinero que, en alba ansiosamente esperada, aguarda la hora en que la luz del cielo le revele si fue inútil su empresa o si habrá de levantarse en gloria y perdurabilidad. Si Mateo y Marcos Y Lucas y Juan me aguardan en la playa cercana, estoy jodido. Dejo, ante la posteridad, de ser Christo-phoros para regresar a la taberna de Savona. A menos de que hallara muchas, muchas especias. Rico baile de Doña Canela con Don Clavo del Clavero. Pero es que aquí dije que reinaba el Gran Khan. Y sus gentes, ya maleadas por el comercio nuestro, no regalan el pimiento ni el aroma, sino que los hacen pagar a buen precio, que no es el de las baratijas, compradas a última hora, que traigo, para trueques, en estas naves. Y en cuanto al oro y las perlas: menos se regalan que el jengibre, tan bien descrito y comparado, por Juan de Monte Corvino, con una raíz del gladiolo... Mis españoles dicen y cantan una Salve, a la vez impacientes e inquietos -aunque por otros motivos que yo- pues ahora termina la aventura de mar y empieza la aventura de tierra... Y, de pronto, es el alba: un alba que se nos viene encima, tan rápida en su ascenso de claridades que jamás vi semejante portento de luz en los muchos reinos conocidos por mí hasta ahora. Miro intensamente. No hay edificaciones, casas, castillos, torres o almenajes a la vista. No asoma una cruz por encima de los árboles. Luego, al parecer, no hay iglesias. No hay iglesias. No escucharé, todavía el temido son de una campana fundida en bronce del bueno... Grato ruido de los remos nuestros moviendo un agua maravillosamente quieta y transparente, en cuyo fondo de arenas advierto la presencia de grandes caracolas de formas nuevas. Ahora, mi ansiedad se va transformando en júbilo. Y ya estamos en tierra, donde crecen árboles de una traza desconocida para nosotros, salvo unas palmeras que en algo se asemejan a las del África. Al punto cumplimos con las formalidades de Toma de Posesión y correspondiente asentamiento de fe y tetimonio -lo cual no acaba de hacer el escribano Rodríguez de Escobedo, turulato, porque hay ruido de voces en la maleza, se apartan las hojas, y nos vemos, de repente, rodeados de gente. Caído el susto primero, muchos de los nuestros se echan a reír, porque lo que se les acerca son hombres desnudos, que apenas si traen algo como un pañizuelo blanco para cubrirse las vergüenzas. ¡Y nosotros que habíamos sacado las corazas, las cotas y los cascos, en previsión de la posible acometida de tremebundos guerreros con las armas en alto...! Estos, en cuanto a armas, sólo traen unas azagayas que parecen aguijadas de boyeros, y me barrunto que deben ser miserables, puesto que andan todos en cueros -o casi- como la madre que los parió, incluso una moza cuyas tetas al desgaire miran mis hombres, ansiosos de tocarlas, con una codicia que enciende mi ira, obligándome a dar unos gritos mal avenidos con el porte solemne que ha de guardar quien alza el estandarte de Sus Altezas. Algunos traían papagayos verdes que acaso no hablaban por asustados, y un hilo de algodón en ovillos -menos bueno, por cierto, que el conseguido en otras Indias. Y todo lo cambiaban por cuentecillas de vidrio, cascabeles -cascabeles, sobre todo, que se arrimaban a las orejas para sonarlos mejor-, sortijas de latón, cosas que no valían un carajo, que habíamos bajado a la playa en previsión de trueques posibles, sin olvidar los muchos bonetes colorados, comprados por mí en los bazares de Sevilla, recordando, en vísperas de zarpar, que los monicongos de la Vinlandia eran sumamente aficionados a las telas y ropas coloradas. A cambio de esas porquerías, nos dieron sus papagayos y algodones, pareciéndonos que eran hombres mansos, inermes, aptos a ser servidores obedientes y humildes -ni negros ni blancos, sino más bien del color de los canarios, los cabellos no crespos, sino corridos y gruesos como sedas de caballos. Aquel día no hicimos más, atarantados como lo estábamos por la descubierta, la toma de posesión de la isla y el deseo de descansar, tras una noche sin sueño. -"¿A dónde hemos llegado, Señor Almirante?" -me pregunta el Martín Alonso, con el veneno oculto bajo la máscara risueña. -"La cuestión es haber llegado" -le respondo... Y ya de regreso a bordo de la nao capitana, miraba yo de alto, empinado en mi legítimo orgullo, a los bellacos que, dos días antes, habían alzado la voz -y hasta los puños- ante mí, prestos a amotinarse -y no tanto los parleros andaluces, casi todos calafates, carpinteros, toneleros, que venían a bordo; no tanto los judíos que, habiéndose juntado conmigo, se habían salvado de la expulsión; no tanto los cristianos nuevos que demasiado miraban hacia la Meca a la puesta del sol, como los malditos vizcaínos, díscolos, tozudos, irrespetuosos, que formaban la camarilla de Juan de la Cosa, harto empachado de sus conocimientos de cartografía, siempre aupado en su ciencia (lo sabía yo por el otro enredador de Vicente Yáñez, tan cabrón como el Martín Alonso, pero mejor capitán...) para afirmar que yo era marino de mera baladronada y ambición, navegante de recamáras palaciegas, enredador de latitudes, trastocador de millas marinas, incapaz de conducir a buen término una empresa como ésta.


El Arpa y la Sombra

Alejo Carpentier


La imagen corresponde a la primera edición en la Biblioteca Premios Cervantes, 1994
Fondo de Cultura Económica

 

 

Alejo Carpentier es una de las figuras más destacadas de la llamada Segunda Generación Cubana Republicana y narrador clave de la narrativa hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. En esta novela -El Arpa y la Sombra- intenta desmitificar la figura de Cristóbal Colón. Nos presenta al Gran Almirante con sus delirantes propósitos para alcanzar la Tierra Firme. En un contexto histórico de transformaciones profundas, El Arpa y la Sombra (1978) reafirma la riqueza lingüística de Carpentier, sus elementos ornamentales, la original combinación de lo real y lo fantástico. Se entrecruzan los espacios y los tiempos para dar lugar a un ámbito narrativo de ficciones deslumbrantes.

de la contratapa


 

ALEJO CARPENTIER (La Habana, 1904 -París, 1980), novelista, cuentista, poeta, ensayista y musicólogo, es uno de los escritores de su generación que más influencia ha ejercido en la literatura latinoamericana. Hijo de un arquitecto francés y de una profesora rusa, realizó sus estudios de secundaria y de técnica musical en París. Al regresar a Cuba participó en los movimientos de reivindicación del afrocubanismo, bajo cuyo aliento escribió y publicó su primera novela, Écue-Yamba-O. Intelectual comprometido, quizá fuera la conjunción de las influencias surrealistas con su atracción por la mitología y el folklore afrocaribeños el origen de su teoría de lo "real maravilloso", que tan rápida y eficaz difusión tuvo a partir de los años cincuenta, y que no hay que confundir -aunque son inevitables los nexos- con el "realismo mágico", término acuñado posteriormente.
..... Alejo Carpentier recibió el Premio Cervantes en 1977.
..... Cuando le sobrevino la muerte, tres años después, trabajaba en una nueva novela en su apartamento de París, donde residía desempeñando las funciones de ministro para asuntos culturales en la embajada de Cuba.
..... Los libros más importantes de entre su extensa obra son, además del ya señalado: La música en Cuba, El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El acoso, Guerra del tiempo, El siglo de las luces, El recurso del método, Concierto barroco, Letra y solfa, La consagración de la primavera.


 

 

 
 

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