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La espesura

Editorial Alfaguara, Santiago, 2004, 227 páginas

Texto: Cristián Barros
Revista de Libros de El Mercurio.
Viernes 10 de diciembre de 2004

 

Me acometía la imagen del afuerino muerto. Bastaba con cerrar los ojos, y allí lo tenía, acogotado por la soga, tumbado contra la espadaña llovida, con los haces de leña desparramados en torno suyo, y nosotros, mis primos y yo, rodeándolo con sardónica indulgencia, pues el maldito estaba hecho un fiambre, no respiraba, y tampoco se movía:

Es más, uno de nosotros se acercó para propinarle un puntapié en las costillas, pero nula fue la réplica: el tipo no acusaría el golpe. Qué creen. Intercaló uno de los nuestros, retirando la bota de debajo del cadáver, revelando ante la parentela de señoritos, cómplicemente, que en el fondo el fulano se lo tenía merecido, muy merecido. El muchacho agregó, por su parte, con la alegría de un príncipe asirio: lo matamos, lo habíamos matado, y yo sostenía ínterin, ignorante, la cuerda del suplicio:

Ésta había corrido como un pesado reguero de arena al interior de mis puños, y la secuela pronto fue obvia, se patentizó sensiblemente, solté la cuerda incontinenti —un manojo de filamentos cortantes y correosos, eso era la cuerda—, desplomándose luego, con un sonido ahogado, paposo:

Todo, para culminar en un gesto de perplejidad física, descubrir mis palmas heridas, llagadas, y lo hice cumplidamente, reparé en ellas, mis manos, el roce de la soga había borrado las líneas, los pliegues, que son caros a la quiromancia. ¿Irónico? Tenía ambas manos raídas por el tira y afloja de la soga, cuyo extremo opuesto, según aprecié a la sazón, anillaba el pescuezo del afuerino. Lo asfixiamos, sí, pero antes lo tuvimos buen rato en agonía. De hecho, lo pondríamos en cuatro patas y lo obligaríamos a describir un círculo sobre el pastizal. Permanecía bestializado, le cargamos las espaldas con un tronco de unas treinta libras. ¿Iríamos a parar? ¿Y cuándo, de ser así? Los camaradas de cacería, quién más, quién menos, todos prestaron su ayuda:

Yo bajé la escopeta y me mostré un poco hostil, reacio al principio, trance durante el cual uno de los primos aprovechó para ir y extraer de su morral una larga trenza de cáñamo, y de ahí no pasó siquiera una fracción, a lo sumo, para que mi consanguíneo, erigido ahora en domador, desenrollara la soga y laceara al indio, si es que tal era la traza del extraño:

Recuerdo cómo lo hallamos. Habíamos partido de excursión poco después de la aurora, con la campanada de maitines que solía dar el capellán de la hacienda. Cogimos un enorme pan negro, carne salada y una caramayola llena de vino aguado. Recuerdo también, dentro de los preparativos generales, que alguien, tal vez yo mismo, se había encargado, promediando la antevíspera, de disponer una docena de escopetas, sacadas éstas de un cuartucho que hacía las veces de armería. Una heladísima mañana nos aguardaría fuera. Corría el mes de septiembre. Las mismas fechas de hoy, pero un lustro atrás, despertamos, desayunamos, pertrechamos los morrales, repartimos las armas echando a cara o cruz el mejor de los ejemplares, nos condujimos a las caballerizas:

Los equinos resoplaban, pateaban contra las tablas del galpón, hedían a heno rancio y orines. Los ensillamos, aseguramos cinchas y arneses entre ariscos amaños, abrimos el portón, los caballos patinaron transitoriamente, luego se estabilizaron, los cascos sonaron contra la plancha de salida, montamos, monté, empuñé las bridas del caballo. Los primos residían en la hacienda desde la vigilia de San Juan, postrimerías de agosto. Pues bien, la cabalgada avanzó por la trinchera de arrayanes, y de ahí hasta la boca del bosque nos mantuvimos así por una legua. Las riendas me quemaban las manos, circunvolaban torcazas y jilgueros, alcanzamos un calvero, desensillamos y atamos las riendas a un tronco caído, doseles de ramaje invernizo encapotaban el área, traía unos prismáticos en mi morral, eran los de misiá Martina. Observé a través de ellos: había nevado monte arriba:

Hicimos el resto del trayecto a pie. Por aquella época apenas nos comenzaba a crecer el bozo, figurones tartarinescos, barbipungentes, íbamos envueltos en sendas mantas de lana de vicuña, una para cada uno, capas cálidas como marsupios, los moscones bullían con titilante proximidad, oíamos su bordoneo a pulgadas de nuestras cabezas, tropezamos con canelos, laureles, raulíes defoliados, varones eméritos. Nosotros adelantamos entre la espesura, arriba palios de follaje, un extenso sudario, líquenes colgando desde las copas de los árboles, mesados por el viento de navaja, glaucas y deshilachadas medusas, rastreábamos zorros o perdices, patos, becasinas; cualquier presa sería buena:

A la segunda o tercera legua, asumimos que los frutos de la batida se mostrarían exiguos. El séptimo de los primos, acaso el mayor, auguró, basándose en la propagación de ciertos hongos, denominados llaollao por los lugareños, que a la lluvia seguiría el granizo y que, naturalmente, los animalejos se refugiarían en sus respectivas madrigueras. ¿Llover? ¿Granizar? Insensible al indicio, apenas si le presté oídos al sabelotodo, cambiaría mi escopeta de un brazo al otro, apoyando la culata contra mi axila izquierda, todavía libre de sudor, el arma artillada y virgen, los prismáticos dentro del morral, posteriormente hallamos una diferente variedad de hongos, esta vez comestibles. Los había de a montones, en racimos, erupciones de malva y hueso, enquistados en las cortezas de las hayas. El más listo del contingente sacó un mechero de níquel y los asó sobre la marcha:

Entre bocado y bocado, sorbiendo por turnos la cantimplora, pronto nos vimos llegar a lo que sugería ser un faldeo de montaña, zona donde terminaba el ecúmene al cual nos habíamos acostumbrado, ascender desde acá, internarse en lo profundo a partir de este exacto limen, de esta frontera, sólo nos acarrearía problemas. Desquiciaríamos cualquier cartografía posible, abandonaríamos coordenadas ya aprendidas por una carta de navegación en blanco, dejaríamos una botánica de especies mestizas o importadas, europeas principalmente, por una exclusivamente aborigen. Seguir adelante era en realidad retroceder, tal vez no en el espacio, pero sí en el tiempo. Significaba una involución:

Todo ocurrió según la secreta concatenación de un sueño. Primero fue la estela de los robles quemados. Nos asaltaría, muy a propósito, un leve prurito nasal, como de cebollas oreándose, de pimienta. Cerca andábamos, es probable, de las rozas y talas que ordenaba realizar Beltrán a sus paniaguados. No obstante, ¿qué o quién permanecía del otro lado? Oíamos un rumor inteligente, de manos acomodando leños o recogiendo piñones desde la hojarasca. Sin duda había alguien merodeando, trepaba el muérdago rojo a los árboles inminentes. Irrumpimos, irrumpí, ensayamos una violenta cencerrada, entre chiflidos y amagos de puntería, y, paradójicamente, el tipo ni se dio por enterado:

Me asaltó un relámpago de inconsciencia, de irreflexión, y luego, para cuando volví en mis cabales, abracadabra, el corpachón del advenedizo yacía boca abajo, lívido el gaznate, la quijada brillante de saliva, de espumajos. Pensé en el cadáver de un buey enyugado, vencido durante la faena agrícola, tirando del arado, en plena roturación. ¡Ah, paralelo notable! Nuestro supliciado había dibujado un surco en torno. ¿Por qué no? La impresión era cruda, aunque eficaz. Además, me engañaría si afirmase que existió compasión de mi parte. Nos habíamos propasado horriblemente, pero eso no significaba que lo lamentásemos. A la inversa, en gran medida era preferible así, tenerlo muerto. Un muerto no plantea enigmas —me dije—, simplemente está allí como un fruto caído, entregado al oscuro metabolismo del bosque:

Acordamos silenciar el percance de marras. Los nuestros no iban a traicionarse ni deslenguarse. Lo perpetrado aquí y ahora jamás debía trascender. Nadie podría enterarse, mucho menos los mayores, tíos, padres, tutores, lo juramos reiteradamente. ¿Nadie? ¡Nadie!, asentimos, y nos reagrupamos de nuevo, dividimos los trabajos, tú esto, tú y tú aquello. ¿Conforme? ¡Conforme! Apartamos las brozas y removimos los terrones que había debajo. El humus exhibía una insólita tibieza, afloraban tímidas lombrices, de talle largo y anillado, se contorsionaban, se escurrían. El espectáculo distrajo al menor de los cazadores, quien rescató de la zanja un respetable espécimen, puso la lombriz en la tierra y la partió en dos con el canto de la bota. La juraría muerta, aunque, pamplinas, ambas mitades siguieron con vida. El chico miró asustado, luego repitió la operación. Esta vez eran cuatro los segmentos, todos moviéndose, todos vivos, un pujo de espanto le contrajo las vísceras, lo vimos vomitar, desvanecerse, la resurrección de la sabandija era un milagro negativo, demostraba que después de la muerte aún se podría perdurar muriendo:

Arriba el cielo de septiembre, poblándose de bandadas al desnorte. ¿Por qué las aves? Descollaban huíos y chucaos. Su denso graznar nos movía a sospecha. ¿De qué escapaban? Cubrimos al desconocido, le echamos encima brazadas de hojas y tierra suelta. Habíamos cumplido. Descansamos, y descansé, y de improviso, valiéndose del paréntesis, el primito del mechero extrajo de su bolsa las setas silvestres, recolectadas durante la jornada, y tornó a chamuscar un puñado de las mismas, tostándolas con paciencia de franciscano, y distribuyó los hongos, en cuyo sabor adivinaba, desde ya, una mezcla de carne y pétalo. Sólo nos interrumpiría el decurso de los pájaros, afiebrados en su dispersión:

Probamos, empero, la cuota de cada cual, aplastándola contra los alvéolos, triturándola, sí, textura de hostia, carne y pétalo en la boca, en el paladar, en las papilas. ¿Cómo si no? El vínculo se insinuaba candorosamente, nuestras acciones tomaban un vago acento eucarístico. Únase a esto el viento montañés, el salvaje diapasón de los pájaros, el ir y venir de la llama en su corola de níquel. ¿Promesa? ¡Promesa!, declaramos, al abandonar el sitio del sacramento. Todavía teníamos oportunidad; al cuarto de hora se desataría la cerrazón:

Nevaba, granizaba en lo alto del bosque. De ahí, evidentemente, que las aves volasen campo abajo, en nerviosos planeos, y lo propio debía acontecer con nosotros: emprender un éxodo afín, hasta donde habíamos apostado las cabalgaduras. Corrimos en ese sentido, tragamos una legua y pico, jadeantes, asmáticos. Nos alucinaba la posibilidad de zozobrar bajo la glacial pedrada, deambulando entumidos y aterrados, parando de trecho en trecho únicamente para confirmar que los puntos cardinales no acusaban desvarío: Norte, Sur, Este, Oeste. ¡Por acá!, gritó uno de los primos, señalando una angostura de luz en la selva, llovía, diluviaba, en cualquier instante pasaríamos al granizo, pero afortunadamente ya divisábamos los caballos, nuestra salvación, ¡anda, tú, coge el bayo!, ¡y tú y tú, rápido, en las potrancas!, las bestias relincharon, eso es, calma, calma:

A lo poco de subir a las monturas, percutieron, aquí y allá, los primeros granizos, los pedriscos rebotaban contra la grupa de los animales, contra las nucas de los cazadores, pero no debía mirar atrás, así suceda lo que suceda, ni tampoco, apiádense los santos, enredarme en los halagos que arbitraba, desde el fondo de los siglos, la mujercita de Lot, pero la fría lapidación arreciaba, el granizo tronaba en las frondas, y sentía en los silos del alma, una y otra vez, el zarandeo del dogal, de la horca, repitiéndose, ahora mismo incluso, en el tacto de las riendas. La mañana, nuestra mañana, ¿qué había pasado con ella?, ¿habría, pues, degenerado en este mediodía de bruma?, urdiríamos un sendero a través de la cortina de verde y hielo, intentaríamos salir, y lo estábamos logrando, cierto que a duras penas, sólo que yo, como siempre, me rezagaba, me revolvía contra mi propia huella, me anclaba en el teatro de la iniciación:

Había visto antes esa cara, hacía bien en confesármelo, ¿pero dónde?, no en Chile por lo pronto, aunque, y si no era en Chile, auscultaba en mi modesta biografía, ¿dónde diantres, entonces? Un hilo de ironía tejía los eventos, de adolescente, domiciliados todavía en París, había sido conducido a una de esas exposiciones antropológicas, muy típicas del espíritu galo, olvidaría si en el jardín de Aclimatación o en el bulevar de Grenelle, petites troupes de gauchos o indios salidos de las pampas o la Patagonia, ¿conciudadanos míos?, los infelices se dedicarían a realizar proezas con el lazo o chapurrear herméticas salmodias, tambor al ristre, nada tan llamativo desde el circo de Buffalo Bill, ahí los tenía, salvajes, bárbaros, pieles rojas, un museo viviente, fue la ocasión en que vi aquel rostro, el presentador francés decía que mi ítem de estudio era un cacique o algo por el estilo, ¿de dónde?, pues de Chile, respondió el sujeto, conque obsérvalo atentamente, ¿eh, amigo carapálida?, ¡ni en las historietas ilustradas lo tendrás igual!, un indio vivito y coleando:

Muerto, ésa era la palabra, muerto, rematado, indio o no indio, cuál sería la diferencia, el hecho es que lo habíamos ajusticiado por una miserable bagatela. ¿Los cargos?, robo de leña, abigeato usurpación de terrenos, ¡una mentira tras otra!, se nos ofrecía, lisa y llanamente, un espléndido casus belli para amenizar el rato, y nos abocamos a ello, montamos nuestra farsa, extrañísima justa de fuerzas, unilateral desde un principio, eso me parecía, un vulgar recreo gladiatorio, sin embargo, me reprochaba, ¿por qué no detenerse a tiempo, antes de que todo se nublara?, fuimos, fui, parte interesada y juez, nos desplegamos en semicírculo, desenfundamos, lo encañonamos, pero el intruso no se molestaría en impetrar defensas. Tal vez era su misma negligencia cuanto nos aguijoneaba para proseguir y redoblar el asedio, había una furia plácida, lenta, jactante, vino la cuerda, lo atamos del pescuezo y lo pusimos a gatear cual bestia en el picadero, hala, aprieta, aprieta, gritaban mis primos, consumar el lance dependía de mí, el dogal estaba en mi poder:

¿Poder?, ¿cuál poder?, espoleé mi caballo y el bruto pifió con rabia, amenazando con botarme, enderecé las bridas, ¡arrea!, ¡arrea!, potro de mierda, le increpé, y el potro se corrigió sin chistar, enhorabuena, teníamos por delante una pantanosa vaguada, la borrasca inflaba nuestras mantas, nos tambaleábamos en los estribos, el bayo caló sus herraduras en el bolsón de agua lluvia, la secuela no tardaría, el cuadrúpedo se abalanzó encima, y a los dos o tres manoteos el líquido le llegaba a lo corvejones, el granizo golpeaba sobre la superficie del marjal, no menos tajante que flechas, que dardos verticales, ambos impelidos por una sorda ballesta, los jinetes se apuntalaron en las monturas, lo peor había sido conjurado, ganamos tierra firme:

Sentimos, error, sentí, pues ahora volvía a ser un carácter autónomo, dueño de mi propia peripecia. Renovarse las energías y aguzarse mi nervio, se abría a mi empuje un descampado de altas malezas, el cual derivó, sin mayor ceremonia, en una plantación de forraje; fue aquí, imperiosamente, donde la galopada mitigó su compás, donde me supe con el coraje necesario para recapacitar y escrutar en nuestra retaguardia. Todavía precipitaba, lechosos los alientos de hombres y bestias, escarchados ponchos y mantas, miré atrás por una fracción, advertía el cambio, aunque apenas lo creía, paulatinamente las esquirlas de la borrasca se suavizaron y se convirtieron en nieve, los copos inundaron la campiña, y la erizada masa del bosque, accesible sólo en un segundo plano, semejó un dibujo en tinta china:

Regresé la vista al frente, allende el alfalfal, despuntaban las chozas de los peones, viviendas miserables, derrengadas, me asombraría de que el granizo, o aun la nieve, no barriesen de un plumazo con ellas, ¿nevando en septiembre, y, para colmo, durante el mediodía? Aprovechamos el envión y subimos a un otero perpendicular a los arrayanes que componían el camino principal, habíamos tomado ventaja gracias a un impremeditado atajo, la nevazón cesó prematura y caprichosamente, pero al menos quedaba un consuelo, haber sido transportados a una estampa, a un clisé, de la Madre Rusia, ¿Rusia? Reí al considerar la idiotez que cruzaba mis sesos, tañeron, a badajo suelto, las campanas de la capillita del fundo estábamos cerca.




 

 

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