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Superlativos

Carla Cordua
Artes y Letras de El Mercurio, 10 de Septiembre de 2006


En la era de los súper esto y súper lo otro, han entrado a tallar no sólo los supermercados, sino que además el superhombre, el superego, la superestructura, el superrealismo y lo superferolítico. A la superioridad y a los supervivientes, viejos conocidos que parecen no deberle su existencia a la exageración, no los consideramos aquí, donde se trata sólo de los términos supernovedosos que, desde del siglo XIX en adelante, se han estado introduciendo en el lenguaje cotidiano y multiplicándose allí hasta la náusea. Según el diccionario y la gramática, los superlativos se dicen para lo muy grande o extremoso; para expresar el grado superior de algo o lo máximo en un grupo. Pero resulta que ahora hablamos inflacionariamente por la pura farsa; esto es, también donde no se trata de hacer comparaciones o de relacionar. ¿De dónde procede esta nueva necesidad de exageraciones? No faltará quien diga que llevar las cosas a su extremo es una función mental, y que, por tanto, sólo los hombres poseemos tal capacidad. Un loro o un mono no se valen de superlativos. Habría que considerar, sin embargo, que la mera posesión de una exclusividad no equivale a ser superior. Pues, una vez más, sólo los hombres, no los loros ni los monos, se enorgullecerán de ser los únicos capaces de exagerar.

La exageración impensada e impulsiva no conoce sus propios peligros y la manera como se debilita y rebaja lo exagerado. Varios escritores modernos, atentos a los defectos estéticos que engendra el hábito de la exageración, se abstienen y advierten contra ella a otros de su oficio. "Rehuye lo monumental. Evita la épica", decía Hemingway. "Camp", sostuvo Susan Sontag, "es una visión del mundo en términos de estilo, pero de un estilo particular. Es el amor de lo exagerado". Joseph Conrad, en su "A Personal Record", reflexiona para sí mismo acerca del extremismo verbal. "Es un peligro para el escritor volverse una víctima de su propia exageración, perder la noción exacta de la sinceridad y llegar a despreciar, al final, a la misma verdad como algo demasiado frío, demasiado obtuso para su propósito. Como si, de hecho, no fuera suficientemente bueno para su emoción insistente. Desde la risa y las lágrimas es fácil descender al gimoteo y al risoteo".

¿Qué mueve o tienta a exagerar? ¿Se trata de la creencia pueril en la superioridad de lo grande sobre lo pequeño, de la confianza ingenua en que lo tremendo es más interesante que lo moderado, o del prejuicio que privilegia a lo profundo a costas de lo manifiesto? ¿Quiénes son los que encienden un fuego de altas llamas cuando no quieren sino luz? Los surrealistas, en su radicalismo, estaban dispuestos a exagerar al máximo. Su divisa era: "El más simple de los gestos surrealistas consiste en salir a la calle pistola en mano y disparar sobre la multitud". Aunque ellos no pasaron más allá de la ferocidad verbal, dan una pista posible sobre los resortes de la exageración asociándola con la voluntad de actuar sin temor de las consecuencias.

Es posible que lo que mueve a los exageradores sea una voluntad hambrienta de misiones sublimes, de empresas ciclópeas.

Exaltando las mansas realidades que los rodean en un mundo prosaico que excluye el heroísmo, consiguen hacer más verosímiles las oportunidades grandiosas de actuar a las que aspira su voluntad.

 

 

 

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Artes y Letras de El Mercurio, 10 de Septiembre de 2006