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CIUDADES

Por Carla Cordua
Artes y Letras de El Mercurio, 18 de Junio 2006



La democracia como sistema de convivencia y las instituciones que presuponen el contacto cotidiano entre personas y grupos se originaron en las ciudades antiguas. Vivir unos cerca de otros y compartir un pedazo de la superficie terráquea; manejar, hablando entre sí y discutiendo, los intereses comunes con el fin de planear acciones concertadas y comprensibles para los partícipes, establecer fechas de celebración, todo esto exige el trato social constante entre vecinos y conocidos. Son estos pueblerinos quienes inventan las asambleas y los parlamentos en los que la lengua compartida es la protagonista de toda operación colectiva posible y la condición tanto de acuerdos como de desacuerdos.

Para todos ellos, la proximidad vivida de unos con los otros exhibe visible, audible y palpablemente la trabazón unitaria de la comunidad. En parlamentos y asambleas, todos y cada uno ponen en práctica la igualdad de los ciudadanos.

Las familias y las pequeñas tribus que viven seriamente aisladas unas de otras, en cambio, inventan, más bien, las jerarquías que asignan a ciertas personas la función de juzgar y decidir por los demás. En estas organizaciones falta por completo la idea de una igualdad entre quienes ejercen el poder y los demás adultos comparables por su edad y otras potencialidades. La autoridad de uno, o a lo sumo de varios, sobre los otros preservará la unidad de tipo tribal o aldeano, aliada con los hábitos, las necesidades y los parentescos. Sólo las relaciones externas con otras tribus y familias ofrecerán la inusual oportunidad de que los patriarcas se reconozcan entre sí y se comparen.

La democracia procede de las ciudades, pero ocurre que en las modernas, pobladas por millones de habitantes, ha desaparecido en gran medida la comunicación hablada directa y la relativa familiaridad entre sus habitantes. En ellas la ciudadanía ha adquirido rasgos que la separan tajantemente de su carácter antiguo.

El intercambio hablado directo y el trato personal han sido reemplazados ahora por la tecnología de los medios de comunicación, dominados por poderes que no están interesados en favorecer esa comprensión mutua entre individuos que hace posible la acción colectiva concertada. Tales medios tienden a actuar, más bien, sobre cada persona aisladamente para inducir la conducta conveniente desde el punto de vista de los hábitos de consumo. La jerarquía del poder mediático puede tener muchos o pocos grados, pero no será política si carece completamente de la perspectiva que conviene a la ciudadanía democrática. Concentrada en el control de los negocios, no tiene, en principio, tiempo para la interminable faena de escuchar a tantos ciudadanos como pueden tener algo que decir.

Los teóricos de la política llaman ahora democráticos a los sistemas en que los millones delegan su autoridad en unos pocos representantes. Votar y callar: la palabra sólo cuenta para fines retóricos que rara vez tienen como fin la salud de todos. Pocos reconocen hoy cuan fecundo para la buena convivencia general puede ser el modelo de los que hablan entre sí y actúan lo acordado.

Allí los interlocutores ya se han reconocido como iguales por valerse de la misma lengua. Saber usarla y comprenderla es ser como todos. El trato social hablado es la práctica democrática elemental. La política sin intercambio hablado accesible a todos flaqueará inevitablemente por el lado de la reciprocidad y la comprensión mutuas.




 

 

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Artes y Letras de El Mercurio, 18 de junio 2006.