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LA SOMBRA DEL ÁRBOL


por Carlos Cerda
De Escrito con L, editorial Alfaguara 2001



Conocí a Helga Klein siendo niño. Tal vez debiera emplear una expresión más feliz pues el conocimiento a que me refiero se agota en la imagen extranjera y mucho tiempo sin nombre que emerge imprecisa de los primeros cumpleaños de que guardo recuerdo. Fue probablemente en casa de mis tíos oen la mía propia; con ese trasfondo tan incierto retengo la estampa de una mujer alta y huesuda, tocada con un sombrero que, al serle escaso, marcaba el exceso de su estatura.

Mi tía Julia, que la conoció en circunstancias que ignoro, sentía hacia esta mujer indefinición de aprecio y reverencia. De este último sentimiento, que era el más ostensible, brotaba también una suerte de lealtad que solía recaer penosamente en la sumisión. Muchos años después fui conciente de esta actitud de mi tía que de alguna forma había yo presentido, o que quizá yo mismo, siendo niño, frente a la envergadura sin sonrisa de Helga Klein.

Hoy pienso que el respetuoso comportamiento de tía Julia nacía no de ella misma sino de dos características de Frau Klein que eran ya entonces tan notorias como su estatura, pero de las cuales yo era necesariamente ignorante: su calidad de refugiada y alguna especial condición para el espiritismo en la que seguramente la capacidad premonitoria ocultaba una desmedida voluntad, una frustración con naipes e invocaciones.

Todo cuanto sé de la vida de Helga Klein está vinculado estrechamente a esas coordenadas que, en algún momento, habrían de cruzarse para definirla y, excúseme usted el exceso de la expresión, crucificarla.

Sé, por ejemplo (esto me lo reveló personalmente tía Julia la noche que mi madre celebró sus sesenta años) que Helga Klein, resguardando la absoluta privacidad de sus afanes, ejercitó y desarrolló sus dotes de médium en reuniones de señoras que, en un comienzo, espació un sentimiento explicable de temor, pero que más adelante la tentación de lo diabólico (es decir, ese mismo temor) transformó en algo absolutamente imprescindible. En cierta ocasión una imprudencia de vasos y letras recortadas construyó en la penumbra un oráculo que resultó para la comprensión de las amigas tan incierto como la vela que lo había iluminado: tus últimos años transcurrirán bajo la sombra de un árbol familiar. A la sorpresa inicial siguió la interpretación más evidente y explícita del mensaje.

Helga Klein había huido con su familia de la Alemania nazi. Fuera de Alemania la distancia y el tiempo se encarnizaron con los Klein. En 1937, meses después de cruzar la frontera, Mathias Klein fue de súbito asaltado por el presentimiento (más exacto sería decir certeza) de que sus huesos acabarían también extranjeros en una tierra que no era la suya. Murió el 12 de abril de 1938 en Zurcí y lo último que vio, encendida por la luz de mediodía, fue una flor que prometía primaveras. Este segundo dolor, la pérdida del hombre agrandado la ya terrible de la patria, adelantó tal vez la muerte de Rebekka Klein, que ocurrió sin anuncios de primaveras en el verano asfixiante y tenaz del Ecuador, a fines de 1940.

El hermano mayor de Helga, Samuel Klein, conoció en Quito a la hija del cónsul mexicano, con quien se casó seis meses después del funeral de la madre y con quien decidió vivir en México un exilio que los acontecimientos de ese año anunciaban más largo de lo inicialmente previsto. Fue entonces cuando Helga Klein conoció a mi tía Julia, en esa época residente también en Quito, acompañando a mi tío, el coronel Belisario Faúndez, agregado militar de nuestra embajada en Ecuador. Creo que la soledad de la alemana (la soledad del exiliado es una sed de vertientes lejanas) favoreció un acercamiento estrecho a pesar de la frialdad de su temperamento. Esta frialdad, que a veces alcanzaba el límite de lo cortante, fomentó en mis tíos una confianza que los impulsó a proponerle un negocio.

Cuando el tío Belisario jubiló y fue llamado a retiro instaló en Santiago una fábrica de baldosas, de las que Helga Klein fue copropietaria. Al llegar a Santiago ella se instaló en una pieza de altos techos y espaciosa ventana abierta solo excepcionalmente a la tranquilidad de calle Vergara, pero dos años después, con las utilidades de la fábrica, invirtió en una casa de La Cisterna, con patios interminables y sombríos parrones, ubicada en el comienzo del callejón Lo Ovalle, en un barrio alegre de ferias y quintas de recreo.

Fue precisamente en esa casa, y en un período en que las veladas espiritistas escasearon porque la abundancia de bares y pendencias en el sector atemorizaba a las señoras, que ocurrió el desatino del vaso señalando el futuro de Helga Klein en aquel alfabeto caótico.

A partir de esa noche algo parecido a una sonrisa se empeñó en derrotar el semblante helado de la inmigrante. Sus sueños tenían ahora el fundamento de un anuncio también onírico, pero firmemente instalado en la vigilia; sus ansias de retorno descansaban ahora sobre el cimiento seguro de la certeza. El árbol familiar era más que una tierra prometida. Era la patria recuperada, aun cuando seguía incierto el año y detalles tales como el día y la hora. El tiempo entonces empezó a medirse con sentido inverso. El sol ya no trajo por las mañanas una jornada más de lejanías; al ponerse se acercaba la felicidad de un destino necesario.

Una tarde de invierno la visitamos con mi tía en su casa del callejón. Esa tarde llovía y el viento había hecho desde la mañana anuncios de temporal. Una temprana oscuridad hacía más presente la guerra porque las calles y las casas se alumbraban con velas y lámparas de parafina. Frau Klein nos sirvió una taza de té y a mi me regaló un kuchen y chocolates. Como en su casa no había juguetes yo me entretenía mirando por la ventana. Mirar a través de los cristales empapados por la lluvia parecía también un juego, y era cosa de juego, de extraño juego que me absorbía, la fuerza del ventarrón embistiendo en contra de los árboles del patio, desbaratando la arboladura del nogal, batiendo unas persianas de madera cuyo golpe seco y monótono me ponía anhelante y miedoso. De esa tarde retengo con nitidez de pesadilla los amplios espacios vacíos de la casa y la dignidad de un nogal resistiendo la ventolera.

Meses después supimos que Helga Klein había enfermado de cierta gravedad. Coincidió este daño con el que entonces las tropas de Hitler infligían a Europa. Los ejércitos alemanes ganaban batallas, sometían territorios, nutrían su entusiasmo en el alarde de una fuerza brutal. Helga Klein pensó que un poder capaz de someter a un continente bien podía contradecir y apabullar el oráculo del vaso. Lo que nunca se sabrá es si fueron estas indeseadas victorias las que trizaron la salud y esperanza de Helga Klein, o inversamente, si la debilidad del cuerpo contagió su ánimo y ambos, empequeñecidos, la empujaron a equivocarse al aceptar como posible un terror que ignorar para siempre la resistencia y la derrota.

Enferma, abatida en su catre de bronce, se apegaba a la transmisión de los boletines de guerra y desde esa penosa comodidad miraba el árbol del jardín, para mediante ése retener el otro, el familiar, el árbol prometido, fortaleciéndose a costa de recuerdos y esperanzas.

Cuando se supo de la derrota de las tropas alemanas en Stalingrado, nuestro profesor de música nos habló de la grandeza alemana con lágrimas que rodearon hasta sus solapas vidriosas. Cuando se anunció que la defensa nazi se había concentrado en Berlín, en mi barrio la gente se saludaba en las colas para el pan y la parafina. La caída del Reich fue celebrada en nuestra escuela con asueto general y arengas e los patios. De estas ceremonias estuvo ausente e coro por enfermedad sorpresiva pero benigna del profesor de música.

La continuidad de un noticiario esperanzado obró en la salud y en el ánimo de Helga Klein como la mejor de las medicinas. Su mejoría fue tan vertiginosa como el desmoronamiento final del nazismo. Helga Klein, apoyando su acentuada delgadez e una bastón más largo que lo habitual, salió a las calles y se sumó a las manifestaciones. Lo hizo silenciosa y también en silencio asistió por primera vez a reuniones que transcurrían en garages ennegrecidos de petróleo. Conoció a otros como ella y después de mucho habló un alemán que se conservó íntegro pero que presintió inseguro. Todos pensaban en el regreso y lo organizaban. También, y con mayor razón, Helga Klein, porque para ella ese día era algo cierto desde hacía mucho tiempo, una realidad a la que solo faltaba el complemento de la vivencia.

En esos días recibió una carta desde México. En ella su hermano le comunicaba que dentro de cuatro meses viajaría a Hannover. La noche de ese mismo día, según afirma tía Julia, por segunda vez y en su presencia, ahora una adivinación de naipes reiteró el inequívoco mensaje. Ya no cabía duda: “Los últimos años transcurrirán bajo la sombra de un árbol familiar”. Pero ese árbol familiar no está en Hannover sino en una vieja casa de Dresden, que orilla la tranquilidad corriente del Elba. Escribe entonces a su hermano comunicándole que volverá a Dresden y no a Hannover y una vez tomada la decisión está más segura del carácter infalible del vaticinio. Coloca un aviso en el diario anunciando la venta de la propiedad y al hacerlo cierra el ciclo abierto la mañana en que firmó los papeles de compra con la intención de ahorrar el dinero para el regreso. Las maletas están también cerradas y forman un montón mezquino en el cuarto de los huéspedes que nunca recibió. Ahora los días se consumen en la espera ansiosa en la transacción que hará posible la travesía y el retorno. Vendida la casa, liquidada la sociedad con mis tíos, solo se precisa cumplir con la formalidad de ciertos documentos para volver a la patria, a sus ciudades destruidas pero familiares, a la apacible sombra del árbol que aseguró la profecía. Para la exiliada sonaron los timbres que daban por terminado lo que le pareció siempre un largo entreacto.

Es comprensible que esos dos últimos meses avanzaran en medio de tensiones. También es comprensible que en el corazón acelerado de Helga Klein se construyera la noción de un tiempo diferente, de una lentitud exasperante que atravesaba, sin matices, noches de insomnio y días interminables junto a la ventana, clavados los ojos en el nogal, adivinando y presintiendo en el árbol de la casa extranjera la intimidad del que se avecinaba tan sin prisa.

Una tarde de verano, mientras Helga Klein embalaba la vajilla a la hora de la siesta, su corazón liquidó de una puñalada toda su espera y su esperanza.

Mi tía llegó esa noche a la casa. En los que escucharon la noticia vi, más que dolor, la aceptación obligatoria de un deber penoso. Con mi madre asistimos al velorio. Era el mes de enero. En el patio el calor congregaba la amargura bajo la sombra del árbol.

Un año después mi tío Humberto, un practicante que trabajó treinta años en las minas, e vino de Antofagasta y compró la propiedad a los parientes que ya estaban radicados en Hannover. Se inició entonces un intercambio de cartas y documentos notariales que progresó con el tiempo hacia el envío recíproco de tarjetas de navidad, postales de colores dudosos y, en cierta ocasión, un regalo inexplicable.

Yo tenía entonces quince años.

Mucho tiempo después, siendo profesor de la universidad, cedí a la costumbre de visitar al tío Humberto dos o tres veces al año. Cuando tía Julia enviudó hizo trasladar su equipaje a casa de tío Humberto y allí los hermanos aceptaron una vejez que imitaba a la de los matrimonios. Tal vez por eso me gustaba visitarlos, sobre todo después que me contaron esa historia de Helga Klein y su desesperada espera.

Los últimos días que pasé en la casa del callejón Lo Ovalle fueron los de finales de octubre de 1973. Como nos cicateaba una primavera caliente y una desgracia parecida a la que hizo de Helga Klein una emigrante, las charlas con mis tíos se sucedían sin palidez bajo la sombra tranquila y persistente del nogal. Vivía con ellos desde fines de septiembre, obligado por circunstancias que se conocen.

Dejé esa casa el día que logré un enlace seguro para asilarme e la embajada de Colombia. En ese país que me salvó de situaciones aún más penosas puede permanecer sólo algunos meses. Llegué a Berlín a mediados de enero. El resto de ese primer invierno (¿cómo imaginar un sol y un verano simultáneos en otro punto del planeta?) lo pasé en un Heim de Grünheide, pensando en mi patria y mi familia, en mi madre y también en esa humanidad con sabor a sal que retengo en mis labios desde aquel beso de despedida, en un tiempo incierto y de algún modo vacío, en mis tíos y la casa de inabarcables patios, y también en Helga Klein a quien empezaba recién a comprender. En Helga Klein y el augurio de su árbol, mientras miraba a través de vidrios, empañados por el frío, los árboles nevados de Grünheide, perfectas imitaciones de fantasmas derrotados.

En el mes de abril me instalé en la ciudad de Leipzig. Desde entonces que trabajo allí en la universidad ocupado en un seminario de literatura latinoamericana y en una improbable disertación sobre Borges que por desgracia tiene un plazo decidido.

Una tarde de junio, en vísperas de las vacaciones, le conté a una colega la vida inconclusa de Helga Klein. Supe entonces que una sobrina de Frau Klein vivía efectivamente en Dresden, era actriz del Dresdener Theater y estaba casada con un arquitecto. Como me confieso absolutamente incapaz de dominar una tentación, a fines de julio viajé a Dresden y me presenté ante la familia Klein. Sentí una extraña emoción al entrar a la casa con que soñó empecinadamente la mujer alta y severa que persistía en mis recuerdos de infancia. Sus sobrinos fueron gentiles y me invitaron un buen café y pasteles. Este encuentro ocurrió en una tarde particularmente calurosa de aquel verano, a si es que tomamos el café a la sombra de un añoso árbol, que apabullaba con follajes y raíces la limitada dimensión del jardín. Era el mismo árbol que confundió a Helga Klein; el del remoto y familiar recuerdo que le impidió ver la cercana y accesible familiaridad del otro, del que le regaló su sombra desdeñada durante los últimos diez años de su vida.

 
 

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Carlos Cerda: La sombra del árbol.
(Cuento, de Escrito con L. Alfaguara, 2001)