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A veces las musas entran a las poblaciones

De "Suite para una Poética de la voz" (Inédito)

César Cabello


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No siempre habitan en los templos, las bibliotecas o los estudios universitarios. A veces, las musas descienden por las escaleras oxidadas de un block de departamentos, cruzan la cancha de tierra donde se improvisan partidos de fútbol con piedras por arcos, y se sientan en la esquina, al lado de un parlante que escupe cumbia o reguetón. Se equivocaría quien creyera que las hijas de Mnemosine y Zeus —esas entidades antiguas que encarnaban el arte, la elocuencia, la historia y la música— solo se manifiestan en los salones consagrados al saber. De cuando en cuando, las musas entran a las poblaciones. Lo hacen sin anuncio, pero con fuerza. Y cuando su canto se escucha, algo cambia.

No es raro que esa presencia se confunda con otras: una niña que garabatea canciones en la parte de atrás de su cuaderno; un joven que improvisa versos como defensa y como juego; una abuela que recita sin saber qué memoriza; un muralista que no estudió en Bellas Artes, pero que pinta como si lo poseyera la historia entera. Las musas, en este paisaje, no se presentan como figuras celestes, sino como vibración del aire, como rumor que toma cuerpo. Erato puede ser una rapera; Polimnia, una activista que dirige la palabra en la asamblea vecinal; Melpómene, una actriz aficionada que en un monólogo revela el dolor colectivo. No eligen a quien habla mejor, sino a quien escucha más hondo.

En estas visitas, no traen oro ni prestigio, sino algo más subversivo: dones. El don de la palabra cuando todo alrededor parece gritar. El don de la memoria en un tiempo que empuja al olvido. El don de la forma en medio del caos. La poesía, claro, es uno de esos dones. Pero no viene sola: viene con la música que arma fiesta entre los pasajes, con la danza que permite al cuerpo recordar que aún vive, con el relato oral que trenza generaciones. Estos dones, lejos de domesticar, desordenan. Incomodan a quienes preferirían que el arte permaneciera encerrado en vitrinas o academias.

Hay algo radical en la idea de que las musas puedan habitar donde nadie las espera. En los márgenes urbanos, donde la precariedad material parece ocluir todo respiro estético, el mito se reactiva y se vuelve político. Si antes fueron figuras tutelares del arte en las polis griegas, hoy pueden ser alegoría de la potencia creativa que resiste en los territorios excluidos. No es que las poblaciones necesiten a las musas para salvarse, sino que las musas necesitan a las poblaciones para volver a tener sentido. Para que su canto no se marchite en el encierro de la alta cultura.

Por eso, cuando las musas bajan a la población, no traen un mensaje cifrado para elegidos. Vienen a prender el parlante, a agitar los cuerpos, a sembrar palabras donde ya crece la necesidad de decir. A veces, nadie se da cuenta. A veces, sí: y nace un poema, una canción, una historia que se pasa de boca en boca, como si siempre hubiera estado ahí. No hay que romantizar su paso. Pero tampoco hay que negarlo. Porque cuando lo sagrado se mezcla con lo popular, algo del mundo se abre. Y esa apertura —aunque breve, aunque frágil— es una forma de la libertad.

 



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A veces las musas entran a las poblaciones
De "Suite para una Poética de la voz"
(Inédito)
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