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Cecilia Casanova (entre 1950 y 1960)

 

¿Quién soy yo?

Cecilia Casanova
En ¿Quién es Quién en las Letras Chilenas?
Agrupación Amigos del libro, Santiago de Chile 1977

 


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A mi madre le comenzaron los dolores del parto en una butaca del Teatro Municipal, una noche de hace tantos, tantísimos años, que ya no tengo el recuerdo. Fue durante la temporada lírica oficial, en el estreno de La Boheme, de Puccini. El médico le había advertido a mi padre que el parto iba a ser muy cacareado, y entre el cacareo de mi madre y el de unas gallinas nací al venir del día 2 de octubre, en la misma casa que naciera mi padre, en la calle Alameda esquina de Castro. Mis recuerdos de aquella casa son nebulosos como los negativos de algunas fotografías. El más nítido es el olor de la baranda de bronoe de la escala y la vez que la abuela rodó por ella, enterrandose una peineta en la cabeza. Mi abuela celebraba su santo, el 22 de noviembre, y me festejaban con ella. Por la tarde aquel día el hall parecía más bien el foyer de un teatro. El corto periodo que viví en esa casa, mis recuerdos deshilvanados y borrosos, los llamo en un poema “el apogeo de las plumas”. Para mi abuelo, en cambio, ya estaba muy entrado el ocaso, sino de su vida y de su talento, el de su fortuna. No dejo de sentir cierta nostalgia al leer entre estos retratos, abrí los ojos intimando con ellos. El que más llamaba mi atención era el de aquella señora entrada en carnes con aspecto de madre abadesa, doña Josefa Vicuña, abuela de don Benjamin Vicuña Mackenna y chosna mía. Cuando mis abuelos vendieron la casa, estos retratos como que fueron perdiendo majestad. Se les colgaba, sino a tontas y a locas, sin medir la distancia entre un marco y otro, distancia que mantenía la proporción, el equilibrio para un mayor lucimiento. Se les sometia a murallas cada vez más bajas y estrechas. Ya no corría la frase de mi madre “hasta para colgar un cuadro hay que tener arte”. En las casas de arriendo se perdía toda suerte de sutilezas y refinamientos. Manuel y yo vivimos largas temporadas con los abuelos, ya sea en Santiago como en Zapallar, propiedad que se conserva en manos de una tía. Generalmente éramos nosotros quienes acompañabamos a la abuela a abrir la casa por los veranos. Completaban esta expedición Mercedes, una empleada antigua y muy querida, y nuestras mamás Lucrecia y Maria. Una mañana que mi abuela iba saliendo con Manuel y conmigo a misa, Mercedes le gritó desde el jardin: ¡Y para qué va a perder su tiempo a misa, cuando Dios veranea en Viña?

En ese entonces viajar a Zapallar era una verdadera odisea para el que no tenía automóvil. Había que hacer trasbordo en La Calera, para luego en un tren, donde se despresaban pollos y los pasajeros se entretenían pelando huevos duros, llegar a Papudo y desde ahí, en un taxi habitualmente destartalado, a Zapallar. Mi abuela se venía rezando por el camino que serpenteaba a orillas del mar. Muchas veces durante estos trayectos la vi llevarse a la nariz su frasquito de sales, verde, enfundado en un tejido de rafia, similar al encaje. Comenzaba a sentirse mejor al divisar entre los árbolles las torres de la casa, del castillo, como se le llama hasta ahora.

Siempre nos recibía el mismo olor: el de una casa que permanece hermética en el invierno. Olor a humedad, a oscuridad, a miedo, que iríamos correteando a medida que desclavaran los postigos. De Cachagua venían dos ancianas, Abelarda y Dionisia. Desde el patio interior, abierto en ese tiempo al bosque de pinos, las veíamos llegar, sentadas al anca de sus viejos burros, tan atrás que daba la impresión de que iban a resbalar por la cola. Usaban unos sombreros negros, de ala corta y copa en forma de cono. Con un par de canastos donde tintineaban unas botellas de miel, se bajaban en la parte trasera de la casa. Ya amarrados los burros, los atiborrábamos con Manuel de cáscaras de sandia, mientras ellas, sentadas en un chalón en el patio, convertían la lana de unos colchones en blancos copos, que se elevaban mediante golpes o apaleos, para volver a caer más esponjosos. Cuando los burros comenzaban a dar señales de impaciencia, a pegar coces en el aire, nos preguntábamos con Manuel si no seria mejor soltarlos en las madreselvas. Mi abuela acostumbraba tener pastillas o chocolates para cuando viniera a verla algún sobrino nieto. Una tarde llegó de visita una señora, apoyandose en un niño pálido, menudo, al mismo tiempo que en un bastón, que tenia una cacha de pata de cabra. Mi abuela luego de conversar largo con ellos subió en busca del regalo. Al no encontrarlo, llamó a mi hermano. ¿Tomaste el chocolate que tenía para el hijo de Nemesio? Manuel callaba mirando el mar por la ventana. Respóndeme, ¿te comiste el chocolate que le compré a Nemesito?

Si le digo la verdad usted no la va a creer. Yo estaba como ahora, mirando por la ventana de su pieza, cuando de repente siento una especie de silbido; me di vuelta asustado y veo que de la cortina de ese mueblecito asoma la cabeza una serpiente. “Manuel, me dijo, cómete el chocolate que tu abuela Cecilia le va a regalar al hijo de Nemesio”. Mi abuela, para saber hasta dónde llegaba la mentira de mi hermano, preguntaba y volvía a preguntar: dime la verdad, Manuel, ¿habló contigo la serpiente?

El exceso de cuidado de mis padres para con nosotros nos hacía sentir diferentes a los demás niños. Con seguridad ellos no conocian la palabra aclimatarse, y lo que esto significaba. El primer día no bajabamos a la playa, al siguiente sí, siempre que hubiera sol, pero no podiamos quitarnos los zapatos, ni siquiera los calcetines, que permanecían adheridos a las piernas, luego de haber sido pegados a ellas con jabón. Con los sombreros encasquetados hasta las narices, por temor a una insolación, y bajo una vela, moda que trajo una tía de Viareggio, y que ostentaba un lirio rojo, pintado por el abuelo, mirábamos el mar, tan quietos como si hubieramos estado pegados, también con jabón, a la arena. Mi madre y mis tías eran bellas, marmóreas, blancura que defendían armadas de quitasoles, con guantes para no quemarse las manos.

Mi primera salida nocturna la hice a los quince años, sin permiso, en un bote de goma a medio inflar. Luego de embarcarnos por la playa tomamos rumbo al Mar Bravo, por detrás del Cerro de la Cruz. Ibamos en el bote mi primo Cristian Casanova, Pancha Moreno, que más tarde sería su esposa, Manuel, mi hermano, Nena Ossa, otro primo, Nando Casanova, que andaba enamorado de Nena, y Humberto Banderas, con el cual yo pololeaba. En aquella ocasión lo que más le dolió a la abuela fue que nos hubiéramos despedido de ella con un beso, igual a todas las noches, beso que ella llamó el beso de Judas. Manuel y yo regresamos a la casa solos, entrando por la puerta del jardín, que estaba bastante retirada de la otra, que daba a la terraza y por donde habitualmente transitábamos. Amparados por los árboles, amparo que no iba a durar toda la noche, ya que mi abuela y mi tía Mercedes, atisbando desde sus respectivas ventanas, sostenían un diálogo similar al cuento Barba Azul. Mercedes, hermanita, ¿ves asomar a alguien? Si mi tia Mercedes hubiera conocido el poema “Perspectivas son principios”, del poeta norteamericano Peal Bishop, alterando un tanto los versos habría respondido: Dos niños andan por el camino, arrastrando una sombra de las puntas de los pies. Al día siguiente, como castigo, me dejaron en cama y al subsiguiente me trajeron de una ala a Santiago. Casada ya con Humberto, vine a saber lo que era en los veraneos ver amanecer, tomar vino caliente con canela, mientras escuchábamos música de Wagner, con amigos tan íntimos como Ofelia Concha y Manolo Montt, wagneriano hasta los huesos. Luz Donoso, zapallarina también, dice no haber asistido nunca a estas tertulias, palabra un tanto de la Colonia, y que de haberse amanecido lo habría hecho con Bach, músico que admiraban tanto, que Lidia, la empleada que tenían en ese entonces, silbaba las fugas, mientras servía la mesa. Yo en cambio, de gustos más ramplones y grandilocuentes, más epidérmica que musical, encontraba que Wagner era una gran compositor, creador de un vasto estilo Cecil B. de Mille, como decia Dylan Thomas, dominado por deidades floripondiosas.

Mi abuela paterna me preparó para entrar al colegio. Este quedaba muy cerca de la casa, pero en invierno no iba casi nunca. Tanto que mis compañeras, al verme aparecer, gritaban, "salió el sol, vino la Cecilia". En preparatorias no recuerdo haber dado exámenes más que una sola vez. Mi ángel de la guarda era el arzobispo Casanova. Un día decreté no ir más porque los colegios de monjas eran tristes, y me matricularon en uno mucho más triste aún, llamado British High School. Con el ángel de la guarda perdido, tupida hasta no más con el álgebra, alegando de que ésta de nada me iba a servir, ya que pensaba dedicarme al canto, al teatro o a la pintura, dejé de ir al colegio para siempre. Un poco con estudios particulares, un poco sola, veia cómo iba quedando atrás el tiempo en que mi abuela materna me iba a dejar por las mañanas al colegio; o bien las otras, cuando llegaba arrastrada por mi hermano en una carreta que nos había fabricado Lucho Gutiérrez, el marido de una empleada, saltando por el empedrado de la calle Malinkrote, con las manos entumidas pese a los guantes, imaginando lo hermosa que sería la vida si no fuera por el colegio.

La casa de la calle Andrés Bello era grande y quedaba a los pies del cerro. Por las noches escuchábamos los rugidos de los leones y la risa de la hiena. De los tres pisos ocupábamos solamente el primero; mi padre habia dividido los otros con la esperanza de sacarles alguna renta pero, como buen artista, no entendía nada que se relacionara con negocios y quedaron inconclusos hasta el día de su venta. Era la época de los encantamientos, de las goteras, de las grandes lluvias. Más de una vez hubo que correr mi cama y en su lugar poner un tiesto, que mi madre, cuando era muy fuerte el temporal, debía vaciar dos o tres veces durante la noche.

La amiga que nos visitaba con mayor frecuencia a Manuel y a mí era Emiliana, una pequeña laucha que vivía con disimulo en una cueva en el comedor. A las horas en que nosotros almorzábamos o comíamos asomaba su cabeza. Era tan tímida que nunca se aventuró más que a mirarnos de lejos. Cuando mi madre tocaba el piano o nosotros jugábamos, nos se guia atenta desde su escondite. Nadie la descubrió nunca, al parecer no se movia de su cueva. Manuel y yo nos encargábamos de que no sufriera privaciones. Si mi padre la hubiera conocido habrían llegado a ser grandes amigos, ya que le encantaban los animales. Recién casado con Maria Merani vivieron en un simpático rancho en “El Canelo” con Dios, un libro y un perro; por citar a Amado Nervo, poeta que él tanto admiraba. Por mi cuenta agrego: y con canarios y conejos, animales que cuando exponían en Viña viajaban con ellos sueltos en el tren.

Mi padre era un ser maravilloso, junto con mis abuelas, los seres que más quise en mi niñez.

Las casas donde vivió la abuela paterna siempre fueron espaciosas, no tanto como la que tuvo en la calIe Alameda con Castro, pero a Manuel y a mi nos daban la impresión de que siempre había una habitación por conocer. En la casa de Bellavista 61, hoy día talleres, viví los inviernos más crudos de mi vida. A mi abuela le gustaba recostarse por la tarde y a mi con ella, con la pieza iluminada únicamente por la llama de una estufa a parafina de esas que, cuando la habitación está a oscuras, proyectan en el techo una flor muy parecida a la enredadera de la pasión. Pero se colaban otras luces, las de los relámpagos, que me hacían cerrar los ojos y esperar con el lomo crispado el estampido de los truenos.

La casa tenía un patio, una palmera y un banco verde. Una vez que el abuelo Alvaro estuvo muy enfermo y que Manuel y yo jugábamos gritando más de lo necesario, mi padre llegó corriendo al patio y señalándonos el banco nos dijo: “Aquí se sientan calladitos como muertos”.

De vez en cuando se corría una cortina y nos miraban. Por suerte mi abuelo no murió en aquella ocasión sino varios años después, cuando tocaron en el cementerio la suite Peer Gynt.

A los quince años comencé a estudiar canto con doña Adelina Padovani. A los tres o cuatro meses de estudio me ofreció un papel en “La casa de las 3 niñas”, de Weber. Mi abuelo puso el grito en el cielo y mucho más gritó cuando llegué feliz porque me había pedido que cantara el papel de Anina en la ópera “La traviata”, de Verdi. Lo menos que dijeron en la familia fue que cómo iba a cantar la Cecilita en una casa de tolerancia.

Un día mi padre me llevó a visitar a la señora Marta de la Quintana, consueta lírica del Teatro Municipal y pasante de ópera. Me probó la voz y me ofreció hacer clases gratuitas. Eso fue el fin de todo. Dejé mis clases con doña Adelina y entré a estudiar con Marta. Un día no hacía clase por estar con la luz cortada; otro, porque se encontraba repasando ópera con Rayén Quitral. Así y todo aprendí con ella la partitura íntegra del Rigoletto, puramente de oído. Tú, me decía, vas a cantar en el papel de Gilda y dirigirá Juanito. Juanito era mi tio Juan Casanova. Con esta maravillosa e ilusa mujer vi óperas enteras, desde la concha del consueta. Muchas veces estuvo a mi cargo un amanecer en Andrea Chenier o un anochecer en Madame Butterfly. Mueve, me decía, la palanca que está a tu derecha, o bien, apreta el botón de tu izquierda. Al hacerlo veía maravillada que comenzaba a cambiar la luz en el escenario, cantaban los pájaros o salían las estrellas.

Durante mis estudios de canto con doña Adelina Padovani se celebraban unas fiestas en el Teatro Municipal. Un poeta laureado tenía que coronar a la reina de la música. A mi me tocó participar una vez con Inés Balmaceda, alumna también de la señora Adelina, e hija de la señora Inés del Río, más conocida entre los escritores como la “Momo”, íntima amiga del querido poeta Eduardo Molina. Tanto Susana Bouquet como doña Adelina trataban de cocinarme la corona, pero al poeta le gustó mucho más Inés que yo y terminó coronándola a ella. Alfonso Farren, nieto de la Padovani y amigo mío, conserva esa fotografía histórica donde en el momento mismo de la coronación, Susana, reina del año anterior, pega un brinco en el trono al ver que la corona cae sobre la testa de Inés y no en la mía.

Ya habían nacido mis hijos Maria Cecilia, Humberto, Juan y Pablo cuando entré a estudiar teatro a la Universidad Católica, en los gloriosos tiempos en que para ser artista no era necesario el bachillerato. Había que dar únicamente un examen de admisión. Fue la única vez que me sometí a una disciplina. Teníamos clases de actuación, mímica, historia del teatro, dicción y maquillaje. No recuerdo, en los tres años que estuve en el Teatro de Ensayo, haber faltado un solo día a clases. Siendo alumna actué en el papel de secretaria en el “Apolo de Bellac”, obra de Anhuil. Reemplacé a Gabriela Montes, actuando durante una semana en vermut y noche. Fue el profesor y actor Hernán Letelier quien me llamó para que lo sacara de apuros, ya que Gabriela Montes se había enfermado. Como en Chile se hace todo tan a la ligera, me dijo: “Ven mañana al Maru una hora antes de la función”. Como si fuera natural memorizar un papel en tan corto plazo. En la puerta del teatro me dieron las seis de la tarde, las seis y media y ahí alguien se abalanzó entregándome un fajo de papeles y mientras Juan Cruz me maquillaba, echándome 100 años encima (el papel era el de una secretaria entrada en años), yo aprendía mis parlamentos. No sé quién me empujó para entrar a escena, pues recuerdo haberme retacado entre bastidores. Al día siguiente fuí a la función de tacos bajos para no sentir tanto el temblor de las piernas.

Ya había publicado “Como Lo Más Solo”. Conocía a algunos escritores: Armando Cassígoli, a Enrique Lihn, a Pepe Vicuña, que era amigo de mi primo Cristian. A Enrique Lafourcade lo conocí cuando organizaba las jornadas del cuento y me dio a elegir leer un cuento que yo tenía, llamado “Las Adelas” o publicarlo en su antología. Con este afán de enfrentarme con el público, terminé leyendo en el Instituto Chileno-Francés. Así fue como no pasé a formar parte de su famosa generación del 50 y no sé por que embates del destino figuro en la del 38 en un libro del escritor Santana. En una fiesta, en casa de Nemesio Antúnez, para Quena Sanhueza, la triunfadora de esas jornadas, me presentaron a Enrique Moletto, quien participó con un cuento, “Un Dia Diferente”. Mientras Quena se paseaba, como un soldado Giaconi, en un ángulo oscuro, pensaba seriamente en el suicidio. Mis primeros poemas fueron publicados en la revista “Atenea”, en 1949, poco antes que el libro “Como lo Más Solo”, título que fue combatido. Carlos René Correa me hacía ver que los títulos debían ser cortos. Caminando una mañana, frente al Teatro Central, siento unos pasos que se apresuran, me vuelvo y me topo a boca de jarro con una capa a lo Barnabás Collins y un gran chambergo. Era el escritor Prendez Saldías. Aún es tiempo que recapacite, hijita, su libro se presta a equívocos, yo puedo decirle; venga esta noche a mi casa, como lo mas solo. Miguel Arteche en cambio me pregunta ¿y qué te dio por ponerle un título de poeta en lugar de poetisa?

De mi matrimonio con Enrique tengo dos hijos, Margarita y Enrique, más conocido como “Kiko”. Margarita se parece algo a su madre: floja en el colegio, canta y escribe versitos. “Kiko” es buen alumno y dibuja. Digo versitos recordando al escritor don Luis Durand, quien siempre que me veía me preguntaba sonriendo: ¡y usted, Cecilia!, siempre aficionada a escribir versitos? A comienzos del próximo año se editará en Caracas en la Editorial Monte Avila “Estudio Número Cinco” que obtuvo el segundo premio en el concurso de la revista “Paula”. Ahora que ustedes están más ambientados en el mundo de mi infancia, leeré algunos poemas que están estrechamente unidos a ella.

 

ESPERANDO

La tarde que murió el abuelo
nos hicieron salir al patio.
Estuvimos horas en un banco verde
caldeado por el verano
sin atrever a movernos.
De vez en cuando se corria una cortina
y nos miraban.
No había espacio más que para las coronas
cuando nos sacaron por un pasillo lleno
de sombreros negros.

 

 

EN CONMEMORACIÓN NUESTRA

Le pido al jardinero
que en conmemoración nuestra
no barra las hojas
Me recuerdan el jardín
de Via Aurelia Orientale
cuando los gansos nadaban en el estero
y la muerte andaba lejos

 

 

NEBLINA

Esta neblina pegada a los vidrios
no deja ver nada
Conozco todo palmo a palmo
pero extraño los cerros
las casas
el volar como gacelas de unos pájaros
La enfermera ahí
amontonada un poco por el frío
teje como nunca 
y espanta como crece su tejido
Si habrá sol mañana
Ella me cuenta
que el sol le gusta a todos los enfermos
uno lo veía ponerse 
a través de un espejo
porque la ventana
quedaba detrás de su enfermedad



 



 

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