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El fatal tiempo de la espera: "Morir en Berlín" de Carlos Cerda


Por Revista cultural VORTICE. 20 de octubre 2020


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En una conversación reciente con un colega, discutíamos sobre la necesidad de relacionar una obra literaria o artística con su contexto histórico, a fin de tomar en cuenta los factores políticos y sociales que mediaron en su producción. Él argumentaba que un cuento puede analizarse como objeto literario aislado, a través de un prisma despolitizado y objetivo. Yo, en cambio, le sugería que eso implica una separación de la obra con el medio que la hace posible y con el cúmulo de influencias del entorno sociocultural ejercidas sobre un artista determinado. Ese afán de reducción en artefacto lingüístico o pieza de museo, responde a las lógicas programáticas de la modernidad, obsesionada con la clasificación y las distinciones genéricas que permiten construir normas y parámetros culturales dentro de esquemas pragmáticos.

Este funcionamiento positivo, de eficiencia empírica, se exacerba cuando los sistemas ideológicos se enfrentan, desatando la acción cruzada de sus dispositivos de propaganda, control represivo y dominación. Dentro de los ejemplos más infames, las guerras, las dictaduras y los conflictos armados de toda índole, ocupan un lugar de oscuro privilegio. Ese dramatismo con que viene preñado el choque de visiones y aspiraciones paradigmáticas disímiles, nos habla del curso de la Historia como una narrativa maestra de la que resulta imposible abstraerse, en especial si las aspiraciones de un proyecto artístico surgen a raíz de una realidad alarmante, que debe sensibilizarse y discutirse.

Morir en Berlín, novela del escritor chileno Carlos Cerda publicada en 1993, nos remite precisamente a la importancia de lo contextual para la producción literaria y a la dificultad de asumir un rol activo frente  a la Historia. En palabras de Stefan Zweig: “Un día tras otro se suceden en ella hechos y acontecimientos aparentemente vulgares e intrascendentes. Raros son, en efecto, tanto en la vida como en el arte, los momentos sublimes y memorables. En su labor continua e indiferente, la Historia va entrelazando la gigantesca cadena de los siglos y ordena los hechos humanos de modo para nosotros ininteligible.”[1]. La problemática transversal del sujeto y las condiciones de su época, su lugar dentro del orden vigente y el grado de comprensión de las inasibles estructuras sociales, son para mí una constante a partir de la cual Cerda desarrolla una serie de matices en torno al ordenamiento cívico-militar y las disputas por la dominación ideológica.

El título de la novela es ya una invitación nihilista para adentrarnos en una experiencia de muerte que sugiere una percepción del tiempo como condena. Esto responde al contexto global en que los hechos narrados se inspiran: la cruenta y hasta hoy, en gran medida, impune dictadura en Chile y la división fáctica de Alemania en dos polos ideológicos enfrentados. Dentro de este escenario de salvaje persecución y castigo de la disidencia,  Morir en Berlín  nos introduce en la vida de un grupo de exiliados chilenos en Berlín, considerada entonces la capital del “Primer Estado de Obreros y Campesinos en Suelo Alemán”, donde el Senador don Carlos y la pareja compuesta por Mario y Lorena, figuran como personajes principales y, a la vez, como víctimas desplazadas en su posibilidad de autodeterminación en favor de las “grandes causas históricas” de su época.

Lo anterior responde a lo que podríamos llamar distintos niveles de exilio en la experiencia de vida moderna y, más en concreto, al grado de penetración hasta los niveles capilares de la sociedad en razón de un sistema de creencias. La dictadura de por sí implica un sistemático programa de violencia armada que afecta directamente los cuerpos de la disidencia, el espacio que se les permite ocupar, la función que desempeñarán y, sobre todo, su valor dentro de la sociedad. Despojado de su autonomía subjetiva, el perseguido político es en primer lugar un proscrito de su cuerpo, del que ya no dispone para ejercer el derecho de su voluntad sobre el medio que habita. Esta negación de un proyecto de vida en detrimento de todo orden dictatorial o tiránico, es también un explícito destierro de los espacios de participación ciudadana y las garantías de pertenencia comunitaria.

La narración de Morir en Berlín da cuenta de este perentorio estatus de subalterno desde sus primeras líneas: “Pensándolo ahora a la distancia, parece que todo empezó a verse más claro, a ser distinto y a dolernos de otra manera, el día que supimos que don Carlos se iba a morir.” (11) No resulta casual esta voz plural en que el dolor se articula como sentimiento común. Un “nosotros” que manifiesta el desvanecimiento de la autonomía discursiva y la aceptación estoica del paria en tanto minoría abyecta. El rechazo y la persecución desde el orden impuesto no solo implican la renuncia al lugar de origen, sino a la posibilidad de validación individual a través del discurso. Desde ahí, el tiempo de vida del Senador don Carlos, Mario, Lorena y otros personajes secundarios, es transmutado por angustiantes momentos de espera en los espacios de segregación de los condenados.

Como si habitaran un permanente limbo, los sueños redentores del exilio, lejos de los horrores dictatoriales, mutan en pesadillas de subsistencia en los espacios marginales que la cultura occidental destina para la muerte y los sujetos que, por vejez o fortuito impedimento, ya no son capaces de desempeñarse como miembros productivos de la comunidad. En esta lógica, el lugar pensado y destinado para la muerte constituye una heterotopía: un espacio específico para prácticas concretas o diferenciadas; un espacio “otro”. Los ejemplos más entrañables los leemos en las condiciones de aislamiento relativo en el guetto donde viven los exiliados chilenos, marcados con la etiqueta del huésped circunstancial. El Senador don Carlos, viejo y enfermo según nos describe el relato, es  instalado por el  Rat des Bezirkes  (Consejo Municipal) en un edificio exclusivo para mayores de setenta y cinco años, que hayan enviudado recientemente o que, en definitiva, se encuentren solos. Es llamativa la destinación de estos espacios de “espera” para la muerte como lugar concomitante del exiliado. Como si, de alguna manera, al margen de cualquier consideración etaria, los refugiados políticos compartieran un tiempo de expectación pasiva hasta el inevitable deceso. 

El aislamiento deliberado de la vejez y la soledad es una revelación implícita de aquello que el modelo de sociedad alemana descrita busca ocultar: el paso abrumador del tiempo y su efecto degradante sobre los cuerpos y las conciencias. Esto no dista demasiado de las nociones contemporáneas del cuerpo como mercancía, donde el envejecimiento y la decrepitud son señales de obsolescencia dentro de una sociedad de consumo. Tal patetismo de una jerarquía de lo visible y tolerable para la cultura dominante es acusado por Cerda, con su estilo seco y directo, a lo largo de la novela: “Hay muchas maneras de organizar la soledad de la gente, pero ya estamos convencidos de que aquí se han inventado las más patéticas. La estupidez con capacidad resolutiva puede acercar bastante el infierno a la tierra.” (13). Esta ácida valoración se exacerba cuando el relato nos presenta la “Oficina”, una especie de dispositivo burocrático encargado de administrar el orden social vigente.

Hermética y, en cierto sentido, inalcanzable, la Oficina funciona como un poder subrepticio cuyos arbitrios parecen incontestables, pero fundamentales para sostener un efectivo estado de cosas. “La oficina era origen y principio, juez, autoridad suprema, árbitro en última instancia y requisito indispensable para cualquier posibilidad de ser.” (Morir en Berlín, 62) Como en  Ante la ley  de Kafka, breve relato que encontramos en  El proceso, la Oficina supone una supra-entidad inaccesible para el sujeto, sustentada en las barreras burocráticas. Este fenómeno de distanciamiento entre dominadores y dominados nos habla, en la visión crítica de Cerda, de un Poder artificioso cuyas “vías oficiales” resultan inútiles en el mayor de los casos, pues en el fondo son simulacros institucionales pensados para resguardar una apariencia de orden y control.

 Lo anterior guarda estrecho vínculo con la disolución progresiva de las instituciones que postula Bauman y el cambio de un estado de solidez o presencia tangible de la autoridad, propias del llamado modelo panóptico de la vigilancia, a una sociedad líquida, en constante mutación y caracterizada por la ausencia material de lo hegemónico. En este sentido,  Morir en Berlín  puede leerse en código de novela  in between  en relación al contexto histórico descrito: un híbrido transitivo donde la pugna entre  poderes políticos suspende el tiempo de la realización individual en pos del afianzamiento de un orden.    Esa vinculación cada vez más “incorpórea” entre los protagonistas de la novela y el poder arbitrario de la Oficina, simboliza el desvanecimiento del “cuerpo institucional” y establece un estado de perpetua postergación, en el que sufren la condena de un tiempo repetitivo de confinamiento doméstico.

Así, la Oficina deviene en presencia espectral y en síntoma de una enfermiza dependencia entre los exiliados y los dispositivos institucionales que operan como espacios de dilación indefinida del deseo individual. Todos los personajes de  Morir en Berlín  están fatalmente condenados a la espera, a la expectación angustiosa frente a un futuro fantasmagórico: El Senador don Carlos, pese a su rol de “autoridad”, espera infructuosamente la posibilidad de volver a Chile. Mario espera que le concedan el divorcio y así juntarse sin impedimentos con Eva, aspiración que no llega a materializarse producto del conservadurismo burocrático de la Oficina. Lorena espera la aprobación de sus visas para marcharse a México con sus hijos y rehacer su vida como actriz, sueño que también resulta frustrado. El sino de la postergación atraviesa dolorosamente la narración de Cerda, prefigurando las distopías de las sociedades de control total que podemos leer en Orwell o Huxley y que hoy, en medio de una pandemia global, revitaliza el problema de la crisis como norma y del confinamiento, la restricción y la espera indeterminada, como únicas medidas esperables del vacío poder institucional.

[1]  Breve prólogo del autor a Momentos estelares de la humanidad.

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