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"No hay caso con todo esto"
Poemas de Cristian Cruz (Bogavantes, 2025)

Marco López Aballay


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La primera parte de este libro titulada ¿Te queda vida aún? nos conduce a variadas rutas de lecturas, aunque prevalece la decadencia humana donde el dolor, el abandono y el fracaso adornan poemas que se desenvuelven en espacios vacíos, rancios, al borde del abismo, cuyos personajes sean acaso actores de tercera o cuarta categoría que apenas permanecen de pie, como viejos robles que han sobrevivido a muchos campos de batallas y ahora sus existencias han perdido el asombro, el brillo y su colorido. Lo que queda son escenografías ruinosas, de un mal sueño, sombras y colores en sepia que atraviesan sus pensamientos endemoniados. Aunque a momentos lo que salva es el humor, el hecho de reírse de sus fracasos, limitaciones y porrazos que deterioran el cuerpo y la mente.

Poemas de un cincuentón cualquiera que está quemando sus últimos petardos en un círculo vicioso y acaso enfermizo, aunque consciente del paso del tiempo y del verdadero significado de la vida, la enfermedad y la muerte. En estos versos se la juega para encontrar la excusa perfecta ante lo que llamamos existencia de la condición humana, entre rutinas que amedrantan sus días decadentes. Poemas al borde de un precipicio, podríamos decir, donde el poeta utiliza un lenguaje en picada, con expresiones que fluctúan entre el humor, la descripción distorsionada de sus movimientos zigzagueantes, aunque con soltura y aparente espontaneidad, donde la poesía se convierte en crónica o en descoloridos cuadros que cuelgan en una pieza de 2 x 3: la de un fracasado, un actor porno, un profesional jubilado, un desempleado o un cantor a lo poeta. Pero el ritmo es contagioso, así como sus temáticas que danzan en espiral al estilo de los cuentos de Cheever los poemas de Carver o Bukowski: intensos, ácidos, provocativos, oscuros y malolientes. Leamos: La congeladora se fue en un camión tres cuartos / y ella se fue con esa congeladora. / Me había costado un mundo llegar con el artefacto a la casa / juntar la plata del pie, / el flete, súper caro desde la ciudad. Ella quería a toda costa esa congeladora, / llenar el espacio en la cocina, conservar algo allí.  / Me la llevo, se acabó.  / Dale, no olvides que aún la estoy pagando.  / Me la llevo ¿entiendes? Estoy harta de ti. / Dale, puedo comprar hielo en el almacén, / puedo comprar chocolates, cervezas y sentarme a esperar / a que ese camión regrese y asome la trompa por el antejardín.

Existen poemas autobiográficos con elementos claves de su existencia: ex amores, matrimonios fallidos, casas abandonadas, bienes materiales, llamadas telefónicas, palabras y gestos que perduran en la retina y vuelan por los aires de una ciudad cualquiera. Cristian Cruz se atreve, encara el pasado y su destino, lo describe a su manera y juega con la baraja de naipes a modo de experimento: escritura + vida + enfermedad + vicios, + muerte + felicidad= reinventarse en el oficio y en la vida, sobrevivir al caos cotidiano y lanzarse en pelotas sobre las olas de la literatura. Leamos: De nuevo agarrándome con la madre de mis hijos. / Los teléfonos deberían desaparecer, / al menos los de la gente divorciada.  / Cuelgo y quisiera no haber vivido en una época /atestada de teléfonos.  / ¿Cuántos números has tenido? No lo recuerdas.  / ¿Cuántas llamadas así? Mejor olvidarlas.

Poemas honestos, valientes, arriesgados, juguetones, aunque no menos profundos y bellos a la vez. El poeta encara a sus fantasmas, sus miedos y fracasos apelando a la libertad del cuerpo y del espíritu. Como un adolescente que se reencuentra después de mil años y camina a pasos de ciego en la búsqueda de su propio destino.

La segunda parte del libro titulada La montaña es la montaña nos cala hondo, en el sentido del lenguaje, la reflexión, el vuelo poético, las imágenes cuidadosamente distribuidas sobre la hoja en blanco. El poeta cambia el tono de su voz para adentrarnos en los misterios de su existencia: hijos, parientes, paisajes que cuelgan en la ventana nos permiten una lectura pausada, al compás de un ritmo suave y penetrante. Leamos: Si estuviese en ese banco frente al río / con el breve oleaje amenazando mis pies / les diría cuál es esa cosa extraña parecida a un poema, / uno que hable de hijos, / de mujeres, / de las discusiones dentro o fuera de un automóvil.  / Ese poema que siempre se extingue / y ese otro que se las arregló para estar ahí.  / Las olas de ese río se dan el tiempo para ir y volver / y no se atolondran entre una y otra.  / Yo no sé qué poema es la cosa extraña, / yo no sé cuál ola se convierte en poema / y no se apura por salir.

En el capítulo Mis asuntos personales han regresado, Cristian Cruz nos aterriza y vuela, nos toma de la mano y en medio del camino nos suelta con el claro objetivo de perdernos en esos laberintos de su máxima poesía, podríamos decir. Una secuencia de imágenes ochenteras atraviesa como balas las páginas del libro. Ahí están su niñez, adolescencia y juventud. El descubrimiento de la pobreza, los problemas familiares y la literatura, como una hermana a la que el joven Cruz se aferrará toda la vida. Esa es la buena nueva, la que salva y lo acoge como a un hijo que vuelve después de milenios. Una centrífuga que ahoga, aunque también libera, que aplasta, aunque también suelta y le permite seguir la ruta a sus anchas, ya más viejo y cansado, aunque más sabio, serio, reflexivo. El poeta cincuentón trae fotografías desparramadas de una niñez al límite del abandono, la tristeza, el dolor y la pobreza. Leamos: En la puerta de la abuela paterna ya era el año 81, / llevaba una carta escrita por mi papá / y un bolso de mano, / ahí comenzaron los problemas. // Ahora en la puerta de mis padres, /sin carta, sin bolso, / el problema era yo el año 85 y no lo sabía.  / Después el terremoto no dejó puerta que golpear.

El año 90 había dejado de ser un problema / en la casa de mi abuela, en la de mis padres.  / Repartiendo sobres de un laboratorio fotográfico / recorría todo el centro.  / Esa es la foto al desconocido que escribe hoy, / ya andaba revelándome por las calles.

Poemas y versos que manchan con su tinta la hoja blanca o amarillenta según sea el caso. Poemas como células vivas que se desparraman desde la montaña hacia la ciudad y entran a su casa diseminándose en sus habitaciones donde lo esperan sus amadas, hijos, abuelos, padres y ancestros. Todo está superado, no hay dolor ni enfermedad, ni mala onda, nada que pueda ser usado en su contra, absolutamente nada. Solo recuerdos que brillan en la oscuridad y el poeta se afana en recogerlos. A ver si esto sirve para un verso, a ver si esto encaja en el poema o lo que sea. Hay que sacar la maleza, la sangre, la mierda que queda dentro. Hay que poetizar la vida; así es menos violenta y más llevadera.


Callejón Spic, Putaendo



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