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LECTURA, REESCRITURA Y POESÍA:
UNA APROXIMACIÓN A LA ALDEA DE KIANG DESPUÉS DE LA MUERTE, DE CRISTIAN CRUZ

READING, REWRITING AND POETRY:
AN APPROACH TO LA ALDEA DE KIANG DESPUÉS DE LA MUERTE, BY CRISTIAN CRUZ


Por Sergio Mansilla Torres
Universidad Austral de Chile
sergio.mansilla@uach.cl
Publicado en Anales de Literatura Chilena. Año 23, junio de 2022, número 37.



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RESUMEN

En este artículo se analiza el libro La aldea Kiang después de la muerte, del poeta chileno Cristian Cruz, en relación con su intertexto: el poema “La aldea de Kiang”, de Tu Fu, poeta chino de la dinastía Tang. Se examina la noción de paráfrasis con la que opera Cruz en su escritura, así como los tópicos que son comunes entre un texto y otro. En este punto, el común motivo de “la canción de Kiang”, que Cruz convierte en tema clave de su poema, opera como un símbolo de que lo que, según el poeta chileno, sería el poder indestructible de la poesía ante el averno, siempre y cuando la memoria la tenga presente.

Palabras claves: Poesía chilena, Cristian Cruz, interxtualidad poética, memoria y poesía.

ABSTRACT

This article analyzes the book La aldea Kiang después de la muerte, by the Chilean poet Cristian Cruz, in relation to its intertext: the poem “The Kiang Village”, by Tu Fu, a Chinese poet from the Tang dynasty. The notion of paraphrase with which Cruz operates in his writing is examined, as well as the topics that are common between one text and another. At this point, the common motif of “The song of Kiang”, which Cruz makes the key theme of his poem, operates as a symbol of what, according to the Chilean poet, would be the indestructible power of poetry before hell, as long as the memory keeps it in mind.

Key Words: Chilean Poetry, Cristian Cruz, poetic intertext, memory and poetry.

 

UN POETA COMPUESTO DE POEMAS

Se podría decir que leer poesía es vivir/imaginar la experiencia de un viaje por los meandros de nuestra realidad entendida esta como constelación de experiencias desplegadas en y por el texto. Un viaje muy particular, sin embargo, pues no se trata de un simple desplazamiento de un punto a otro. Se trata de una experiencia de movimiento interior que podríamos caracterizar como un viaje rizomático colmado de asociaciones varias, de guiños lingüísticos de variada índole, lo que nos conduce (o nos induce) a la elaboración de una escena lingüística y mental singularmente densa del mundo referido en el texto. En efecto, los textos son mundanos, nos dice Said: están en el mundo, hablan de él, el mundo habla en ellos, las cosas se tornan en palabras porque las palabras las evocan.[1] Y cuando eso ocurre, las palabras cobran peso vital en cuanto que la realidad del mundo reverbera en ellas. El lenguaje, entonces, evoca múltiples dimensiones de las materias, de los objetos, de las personas, tanto que como nunca uno siente que el lenguaje es parte constitutiva (acaso también instituyente) del mundo. Y es en la poesía donde estas transitividades recursivas adquieren a menudo magnitudes y complejidades sorprendentes. La poesía es siempre una invitación a cruzar las fronteras de nuestras consabidas y normalmente estereotipadas representaciones de la naturaleza de las cosas con las que interactuamos. La fuerte densidad semántica de la poesía con frecuencia se consigue a través de una dialógica intertextual que da paso a una escena en que el mundo se manifiesta multidimensional, escena tan extraña como familiar y sugerente al mismo tiempo. Esto porque, en sus muchos atributos, la poesía es, de una manera u otra, también un texto de textos.

“Yo creo que un poeta [...] se compone del territorio que abarca su escritura. Pero si te das cuenta, si quieres llegar a un área definida, un poeta también, a veces, se compone de poemas, así de simple” (web, itálicas mías).[2] Son palabras del poeta Cristian Cruz (n. 1973, San Felipe), autor, entre otros libros, de La aldea de Kiang después de la muerte (2017),[3] volumen que, como veremos, atestigua que un poeta está efectivamente compuesto de poemas; en este caso, el poema del que “se compone” el autor de La aldea de Kiang..., es “La aldea de Kiang” (Jiang o Qiang), pieza del poeta clásico chino, de la dinastía Tang, Tu Fu, nombre a veces transcrito también como Du Fu (712-770).[4] El libro de Cruz objeto de estas disquisiciones es un volumen breve, de solo 26 páginas, que contiene un poema único cuya arquitectura textual se despliega como diálogo-respuesta-continuación-modificación del poema “La aldea de Kiang” ya mencionado.[5] Cruz presenta su poema-libro como “Paráfrasis sobre el poema ‘La aldea Kiang’ del poeta chino Tu Fu, 714-774, d. C.” (5); formulación en la que, significativamente, hallamos un detalle que no debe pasarse por alto: la paráfrasis anunciada es sobre el poema, no del poema (que sería el régimen preposicional esperado) lo que, desde el inicio, nos hace sospechar que tal vez el texto de Cruz no sea propiamente una paráfrasis, al menos no en el sentido más corriente del término.[6]

Como sea, el hecho es que el poema de Cruz —compuesto por 18 secciones enumeradas con números romanos, las que se pueden igualmente leer con poemas independientes— dialoga con el poema chino “La aldea de Kiang”; en dicho “diálogo”, sin embargo, el poema de Tu Fu opera más bien como texto seminal disparador de la escritura, que determina un cierto campo de referencias originarias como si fuera una especie de primer relato a partir del cual se monta una escena nueva que, aunque mantiene los personajes y el motivo del retorno presentes en el poema originario, se distancia lo suficiente del poema chino como para afirmar que Cruz ha realizado una operación traslaticia del mismo acomodándolo a nuevos motivos y a nuevas realidades. En el poema de Tu Fu, el retorno de la guerra de parte de un campesino, forzosamente reclutado en el pasado presumimos, abre espacio a la alegría, a la conversación vivificadora, al recuerdo, también a la tristeza por los campos devastados. Cruz mantiene estos motivos líricos, pero, a diferencia de Tu Fu, nuestro poeta introduce de manera reiterativa el tópico de la “canción de Kiang”, el que termina siendo uno de los motivos estructurantes de todo el poema-libro. Se trata de una metáfora-símbolo que evoca la particular visión de la poesía de Cruz y que se proyecta en este texto: una instancia artística tan poderosa capaz de cruzar los mundos de la vida y la muerte, hacer memoria, construir humanidad, otorgar consuelo en un mundo devastado. En el averno imaginado por Cruz solo la “canción de Kiang” está por encima de la muerte. No sería, pues, descaminado afirmar que el volumen La aldea de Kiang ... es una cerrada defensa del poder vivificante de la poesía ante la desolación producida por la guerra, el tiempo, la muerte: la “canción de Kiang” será entonces una canción contra la muerte.


LA CANCIÓN DE KIANG Y EL AVERNO

Leamos, para empezar, el poema de Tu Fu:

La aldea de Jiang[7]

I
Nubes purpúreas del oeste flotan sobre las montañas.
El sol desciende ya al nivel del horizonte.
En la puerta de leño bullen los gorriones.
Recorridos mil li[8] de distancia
retorno a casa.
Mi esposa se asombra de verme sano y salvo,
y al salir de su sorpresa se enjuga las lágrimas.
La guerra ha sido la causa de mi vagar,
y, si sobrevivo, es por casualidad.
Los vecinos, en multitud, curiosean por encima de la cerca,
y me saludan entre suspiros, sollozos y lamentos.
Avanzada la noche, alumbrados por una vela tras otra.
Mi esposa y yo nos miramos, cara a cara, como en un sueño.

II
Mis vecinos vienen de visita.
Los gallos, que cacareaban en plena riña,
se espantan y vuelan hasta el árbol.
Entonces oigo que llaman a la puerta.
Abro y encuentro a cinco ancianos,
que me saludan después de mi larga ausencia.
Cada uno trae un jarro de vino,
que, turbio al verterse, luego se vuelve claro.
No te molestes por lo ligero del licor.
Pues como la guerra no cesa,
“los muchachos fueron todos al campo de batalla,
ya no hay quien trabaje la tierra”.
Me piden cantar después de beber.
Y canto, agradeciendo el afecto
que me muestran en tan difícil momento.
Concluida mi balada, prorrumpen en suspiros.
Y alzando hacia el cielo la mirada,
todos derraman copiosas lágrimas.

¿Qué hace Cruz con este poema? Lo “parafrasea” de manera extendida, es decir, hace una “interpretación amplificativa” del mismo, de modo que las dos partes del poema chino (secciones I y II) se convierten en 18. Y, como ya se adelantó, el protagonista del poema —estamos ante un poema narrativo, ciertamente— no vuelve de la guerra sino de la muerte. A poco andar advertimos, con sorpresa, que la aldea a la que retorna el protagonista también es un espacio de muerte, que quienes reciben al viajero y quienes se acercan más tarde a conversar con él, o sea, los habitantes de Kiang —ancianos y mujeres casi todos, pues los jóvenes varones, igual que en el poema de Tu Fu, han sido reclutados para la guerra— están todos muertos. La aldea de Kiang de Cruz se asemeja a la Comala de Juan Rulfo en este punto. No obstante, y a muy poco andar, nuevamente nos encontramos con otra sorpresa: los habitantes de Kiang, si bien están muertos, están al mismo tiempo vivos, pues cantan insistentemente la “canción de Kiang”, beben vino, conversan, lloran de alegría y de tristeza, son diferentes unos de otros; no como quienes permanecen atrapados en el averno donde hay otra clase de muertos: todos iguales, incapaces de no ser otra cosa que sombras mudas entre llamas, lejos de la luz del sol y de los paisajes de la vida; los cuales, por otra parte, al ser contemplados o evocados en la memoria, no cesan de producir afectuosas emociones por más arruinados que estén a causa de la guerra. Precisamente, una de las emociones vivificantes es la que se deriva del ejercicio de la memoria: recordar la canción de Kiang y cantarla se ha vuelto la única manera de seguir vivo o, algo que viene a ser lo mismo, la única forma de ser un muerto que no ha olvidado y que no lo han olvidado. La nostálgica canción de Kiang será el conjuro que impide, por su sola potencia poética, la total disolución del tejido de la vida humana, vida que, como se ve en el libro de Cruz, se funda en la palabra, en el canto, en la memoria.

Y es que, según mi óptica, este poemario nos habla de memoria. Claro, existen también, como en todo texto que soporta diversos registros de lectura, otros tópicos claramente distinguibles: la muerte, el viaje, la familia, el tejido social, por mencionar sólo los más destacados. Pero creo que es la memoria y su derrotero, sus tráficos y cauces, consecuencias y negaciones, lo que prima y trasciende en este libro trazado desde una belleza sosegada, luminosa, pero a la vez obstinada e inquebrantable. No, obstinada no es la palabra. Estamos frente a una belleza serena pero nunca tranquilizadora. Belleza reposada dispuesta, siempre, a cobrar y recuperar el pasado (Ayenao Lagos, web).

Suscribo la tesis de Ayenao Lagos, aunque de mi parte agregaría un importante aspecto: esta memoria no se agota en el solo trabajo de recordar y recuperar el pasado. Su trabajo es nada menos que el de recuperar la vida, la paz, la libertad, conjurando, con la palabra, con el canto, con el vino, la tragedia de la muerte causada por tantas guerras incomprensibles para quienes combaten y mueren en ellas sin más lógica que la de obedecer a los príncipes o reyes enzarzados en eternas disputas homicidas. El poema de Cruz es en sí mismo un conjuro para superar la ruina y la devastación. La poesía y el vino se convierten entonces en la oportunidad para que los muertos vuelvan a tener sangre y sean otra vez verdaderamente humanos.

Después de vagar por el averno
el muerto vuelve a casa,
simula estar bien y sonríe para sus hijos
. . . . . . . . . . . . . . /que esperaban este regreso.
Su esposa recoge sus lágrimas echadas en tierra
y lo recibe con un canto y el vino rastrojeado de los odres.
“Anduve demasiado entre llamas”
relata el muerto con los niños entre sus rodillas,
“allá se libraban muchas batallas
y los ejércitos jadeaban entre las ruinas y barrancos humeantes”.
Su esposa no cesaba de enjugar sus lágrimas en la cocina
mientras insistía sobre los odres para que sustentaran el vino (Cruz, I, 7).


Como vemos, desde el comienzo del poema, el motivo del canto y del vino se unifican en un gesto de emocionada celebración por el retorno del muerto quien, para los niños, viene a ser como la materialización de un sueño que parecía imposible: tener nuevamente a su padre en casa, sentirlo, abrazarlo. En las secciones siguientes, el poema avanza trazando un panorama de desolación en la aldea: campos solitarios sin roturar e invadidos de maleza, los corrales derruidos, los habitantes de la aldea se ven envejecidos y faltos de brazos jóvenes que cultiven la tierra. A pesar del desastre, el señorío de la muerte está lejos de ser absoluto. Queda algo de vino, aunque aguado; están los bondadosos ancianos de la aldea, la esposa, los niños; los campos siguen ahí pacientes esperando brazos para cultivarlos. Pero lo que significativa y esencialmente permanece, cual poderoso conjuro contra la prevalencia del mal y la muerte, es la sempiterna “canción de Kiang” que todos saben cantar y que les salva del derrumbe final. Naturalmente que los habitantes de Kiang quieren oír la historia de este hombre que ha conseguido retornar de la muerte: “Ahora, en el patio se reúnen junto a unas vasijas / para que el regresado relate las historias tan temidas del averno” (IV, 10). Nos enteramos, entre otras cosas, de que el protagonista es uno de muchos que en el pasado fueron llevados por la fuerza a la guerra, o sea, al averno: “nuestros captores ondearon las banderas del averno sobre un tilo [...] / y fuimos atado a nuestro pasado / a las aldeas hambrientas después de la guerra” (III, 9).

A lo largo del poema, Cruz perfila una imagen múltiple del averno: es el país de los muertos, es la guerra, es el imperio del mal, es la miseria de los que sobreviven a la guerra, es la aldea huérfana de jóvenes; son los campos abandonados, los ruinosos corrales, la nostalgia por un pasado que sí fue mejor. Pero, por encima de todo, el averno en el poema es una realidad ominosa que se hospeda en cada uno de nosotros: “El averno que se hospeda en cada uno de nosotros / no debe nublar la canción de Kiang” (XVIII, 26), leemos en la sección última del poema. Solo la canción de Kiang, el vino, el amor familiar, la amistad de los amigos y vecinos son, al fin, los únicos antídotos eficaces contra el poder devastador del averno. Al averno no se le puede expulsar del ser, sin embargo; está en nosotros, nos constituye. Aunque, por otra parte, la canción de Kiang también está en nosotros, nos constituye igualmente, por lo que existir, tanto en este mundo como en el otro, será entonces un ir y venir constante entre la muerte y la vida, o, para ser más preciso, entre la aldea y la oscuridad llameante del averno. Y es precisamente ese deambular interminable y circular el que se convierte en condición existencialmente definitoria de la voz hablante, es decir, del personaje principal del poema que ha regresado de la muerte, mas no para quedarse en casa.

No teman una nueva partida
esposa e hijos míos,
sé que estoy condenado a vagar entre purgatorios
. . . . . . . . . . . . . . . ./y avernos,
lo sé, pues el canto de Kiang
aquel que entonábamos cuando estábamos vivos
ha quedado resonando en el bosque.
La campana de la choza, que tañía sobre nuestra mesa
y resonaba en los odres, me obliga a combatir,
aunque sea con mi corazón desaparecido (XII, 18).


La superposición de planos de realidad crea una escena como de ensueño en la que el personaje protagonista está en más de una dimensión ontológica al mismo tiempo. Ha vuelto, ha cobrado cuerpo, materialidad, pero, como adelantábamos, él y los suyos están igualmente muertos o desaparecidos, son sombras en la aldea que, a la vez, pertenece y no pertenece al mundo de los vivos: “Aldea muerta, gente desaparecida / nombran a Kiang para reencontrarnos junto al grano / y los licores amados” (XVII, 23). Ha vuelto, pero, al mismo tiempo, está otra vez yéndose en dirección a los sombríos espacios del averno en el que la aldea solo es un recuerdo nostálgico. Más adelante, en la sección XVII leemos:

Cuando estuvimos vivos
reímos junto a nuestros padres camino al estanque
y colgamos nuestros morrales en las acacias
. . . . . . . . . . . . . . ./con la intención del regreso.
No importa que estemos muertos
ya hemos ascendido con la humareda de la choza
y bajado con la tortuosidad de las lluvias,
canta el estanque, canta el morral
la arquitectura de ustedes sentados a la mesa,
los voy a levantar hermanos de Kiang
como quien levanta una jarra, un puñado de musgos
un manojo de helechos (XVII, 24-25).


La historia contenida en La aldea de Kiang... no se condice, claro está, con la historia de una resurrección en el sentido cristiano del término. En su lugar, Cruz nos instala en la escena de un averno omnipresente, que convierte a las personas en sombras, o humo que asciende por las chimeneas de las chozas, o en algo parecido al agua de la lluvia (repárese de paso en la circularidad del arriba y el abajo) que transitan por distintas dimensiones del mundo. Pero siempre hay un origen inamovible: la aldea y su canción que reverbera en cada uno de los habitantes. Diríamos que la aldea de Kiang los habita y, por lo mismo, los torna en seres con memoria, memoria que toma la forma de una evocadora canción que insufla energía vital para contrarrestar la desolación del averno. De hecho, en la sección final del poema nos encontramos con un llamado a conservar siempre lo que sustenta la vida: “no abandonen las cosechas ni el vino de los odres” (XVIII, 26), admonición final del poema libro que cobra fuerza y valor gracias a la poesía precisamente. Y esto porque es la poesía —o sea, la canción de Kiang— la que hace posible que desde la sombría condición del protagonista —quien nunca deja de ser un cadáver dolorosamente consciente de sí mismo y de los suyos— emane una sabiduría moral suprema adquirida por su larga experiencia de nomadismo transmundano. La experiencia de la guerra (del averno) y la sempiterna memoria de su aldea que lo mantiene vivo en la muerte (memoria codificada en la canción de Kiang) lo han convertido en una especie de embajador de los diversos mundos en los que viven los muertos cuya misión ahora es la de asegurar entre los suyos la prevalencia de ese poderoso mensaje contra la muerte justamente: hablamos de la canción de Kiang, esa balada que hace llorar de emoción y une a todos en un sentimiento común de humanidad y amor por la vida.

Traed mi túnica, mi amor por Kiang y sus ancianos,
debo partir
lanzar las barcas al río
voy a cantar entre las llamas la canción de Kiang
No abandonen las cosechas ni el vino de los odres (XVIII, 26).


El protagonista del poema no es un aldeano cualquiera. Cruz lo presenta como una figura que recuerda a Prometeo en tanto que él porta una cierta sabiduría que deriva de la experiencia de haber podido volver de la muerte; solo que tal sabiduría no se la ha robado a ningún dios. Su sabiduría se funda en su particular experiencia de la vida y la muerte, en la memoria de esa experiencia, en el amoroso recuerdo de su aldea y los habitantes de esta. Kiang entonces pasa a ser mucho más que una simple aldea, más que un lugar que, presumiblemente, se agotaría en su sola condición de espacialidad habitada. Es el lar amado que graba, con indeleble trazo, en la memoria de sus modestos habitantes las huellas de un existir que no puede sino sustentarse con el recuerdo fervoroso de la aldea. Tales huellas se graban en forma de una melancólica “canción” que reclama ser cantada una y otra vez para que el vínculo entre el yo hablante y su aldea, con el recuerdo de los suyos, se torne indestructible, aun si la muerte y la desolación prevalecen. La canción de Kiang es un patrimonio colectivo, cotidiano, que tiene nada menos que la capacidad de devolver a los muertos a la vida, aun si este retorno no sea sino en la condición de sombras errantes y sufrientes, portadoras, en cualquier caso, de la Palabra mayor ante la que la muerte y el averno nada pueden hacer.

Pero el triunfo de la poesía solo será posible si esta está hecha de las materias de la aldea. Y así es en efecto, por lo que el libro-poema de Cruz cabe igualmente ser leído como un homenaje a la llamada poesía de los lares en el sentido de que, según el texto, la potencia vivificante de la poesía se materializa solo si esta se hunde en la memoria de los seres y objetos amados haciendo de ellos la materia esencial de los mundos poéticos. De la poesía emana la energía para asegurar la continuidad del existir aun si la guerra se ha cebado con tantos y tantos. La poesía y el vino —guiño teillieriano, sin duda— evocan esa escena de comunión con la palabra y con los amigos y vecinos en un gesto de suprema humanidad a favor de la vida.

Los ancianos de la aldea
aquellos que vi morir y que enviamos
. . . . . . . . . .. . . ./barca abajo por el río
han brindado una cena en mi honor,
me preguntan cómo salí de las tinieblas,
les respondo con un vaso de vino en la mano
que quisiera cantarles una canción y que en ella
. . . . . . .. . . . . . .. ./busquen respuesta,
luego de terminada mi canción
ellos llenaron mi copa llorando (XV, 21).


En la canción está la respuesta a la pregunta crucial; pero solo el vino hace explícita la respuesta. Como se adelantó, la huella de la poética de los lares es evidente. Cruz, sin embargo, a diferencia de Jorge Teillier que evoca ambientes pueblerinos semirrurales reconocibles como del sur de Chile, convierte la imagen del lar, de la poesía y el vino, en una alegoría desterritorializada en la cual la celebración de la vida aldeana pasa a ser una manera de administrar la inmortalidad y sus dolores. En el texto de Cruz la poesía cobra atributos vitales tan poderosos que la vuelven un medio para sobrevivir a la muerte. No hay, pues, lugar para el silencio; la poesía ha de ser presencia cantada o no es. “Mi averno fue el silencio / por eso canta mujer que lloras en la cocina / canta esa canción que aquieta las sacudidas del corral” (XVIII, 26). Así, entonces, el silencio se vuelve el averno mismo, de modo que la poesía, ante esto, no puede sino ser un “canto de vida y esperanza” como hubiera dicho Darío,[9] lo que no impide que el poema sea al mismo tiempo un relato dolido de la barbarie y violencia de parte de un poder contrario a la vida. En este punto La aldea de Kiang... se puede leer como un poema político.

El poema de Tu Fu, transcrito en páginas anteriores, evoca una escena aldeana de la antigua China imperial: un hombre providencialmente afortunado vuelve de la guerra a casa. El reencuentro con su esposa es “como un sueño”, es decir, al poeta tal reencuentro se le figura una escena casi irreal. Volver vivo, sano y salvo por añadidura, de las interminables guerras era entonces (y lo sigue siendo ahora) algo tan raro como volver de la muerte; Cruz lee el poema chino en esta dirección precisamente. Emocionante es la escena en el poema de Tu Fu en la que cinco ancianos visitan al recién llegado para compartir el vino que traen de regalo; un vino “ligero”, no el mejor para la ocasión ciertamente, pero es del que disponen dada la ausencia de brazos jóvenes para cultivar la tierra. La balada que entona el protagonista cobra un doble valor: por una parte, es una muestra de agradecimiento por el afecto de los ancianos; por otra, es la respuesta a una petición específica de los ancianos: “me piden cantar después de beber” (353). ¿Por qué? ¿Qué efectos tiene esa balada en ese grupo de amigos que beben para celebrar el retorno de uno de los suyos? “Prorrumpen en suspiros / y alzando hacia el cielo la mirada, / todos derraman copiosas lágrimas” (354). Es un momento de extrema emoción a resultas de un nexo profundo con el universo. La “mirada hacia el cielo” denota un viaje mental o espiritual a las estrellas, a la infinitud y grandeza de la creación, lo que, por otra parte, hace patente la pequeñez humana ante tamañas realidades, lo que, sin embargo, no resta peso a la tristeza de unos humildes campesinos, ancianos casi todos, que lloran por los ausentes y por sí mismos. Sin embargo, las lágrimas son, al mismo tiempo, la celebración del hecho de que estén ahí vivos, compartiendo el vino, la conversación, la balada. Y esta es precisamente la balada que Cruz transforma en la “canción de Kiang”, canción que reconecta una y otra vez a los muertos con los vivos —o más bien, con las diversas maneras de estar vivo o muerto, según se mire—, con la memoria de los suyos, de la aldea originaria; canción que revive a los muertos una y otra vez aun si nunca dejan de ser solo sombras que vagan por los entresijos del averno. Mientras el poema de Tu Fu concluye con el llanto emocionado de los contertulios, el de Cruz, como ya vimos, lo hace con una nueva partida y con un mandato que, en última instancia, resume la interpelación político-moral transversalmente presente en la composición de Cruz: “No abandonen las cosechas ni el vino de los odres” (XVIII, 26).


EL POEMA COMO (PRESUNTA) PARÁFRASIS

Cobra, entonces, sentido que Cruz haya presentado su poema como paráfrasis “sobre” el poema de Tu Fu. En rigor, sin embargo, no es una paráfrasis lo que aquí encontramos si es que por paráfrasis entendemos explicación o interpretación de un texto para lograr mejor comprensión del mismo (es, en efecto, la definición común de paráfrasis). El poema de Cruz no está ahí para entender mejor el poema de Tu Fu, si bien el sentido de poema chino de algún modo podría verse afectado por el poema chileno: por lo menos ahora sabemos que el poema de Tu Fu se presta para ser leído como una fuente escritural primera con capacidad para gatillar segundas escrituras basadas en el despliegue del motivo del retorno a la aldea natal. Cruz se vale del poema chino clásico, es decir, aprovecha la situación humana que en él se expone (retorno del padre después de una larga y forzada ausencia) así como su tono narrativo y meditativo, para elaborar una metáfora que reúne motivos y sentidos varios: la victoria sobre la muerte, el retorno del padre y el reencuentro familiar en la aldea, la memoria, el nomadismo eterno, la violencia de los poderosos al servicio del averno, la solidaridad humana, el poder de la poesía contrario a la muerte, entre otros tópicos o motivos que se podrían identificar en el poema de Cristian Cruz. La operación traslaticia que realiza Cruz y a la que hacía mención en páginas anteriores viene a ser una forma de comprender/representar el presente con un relato/poema del pasado (el texto chino), lo que reafirma, en última instancia, la idea de que la poesía de los grandes poetas del pasado, sin importar su filiación cultural o lingüística, nunca deja de producir alguna forma de iluminación de nuestro propio tiempo. La “modernidad” de La aldea de Kiang... radica justamente en su unificación con el pasado, unificación que, en este caso, se manifiesta en un poema libro construido sobre la infraestructura poético narrativa del poema chino clásico. De este modo Cruz cancela la tesis de que el presente “moderno” sea la superación de lo antiguo “clásico”. En la poesía no hay “progreso” si por ello entendemos desechar el pasado por primitivo o menos evolucionado. Lo que hallamos en el poema de Cruz es la imagen de un presente concebido como un gran palimpsesto en el que diferentes escrituras de la historia se encuentran y se imbrican unas con otras. La aldea de Kiang después de la muerte es, pues, un caso particular de palimpsesto del presente, una escritura sobre y con otra escritura.

La poesía china clásica, leída en traducciones ciertamente, ofrece un modelo de escritura lírica que podríamos caracterizar como realista-descriptivo-narrativo de escenas cinemáticas que se evocan mentalmente al momento de leer. El lenguaje de esta poesía se aleja del modelo asociativo de imágenes que operan más por yuxtaposición que por continuidad “narrativa”, yuxtaposición que a veces suele dar paso a un estilo, digamos, “surrealista” a menudo peligrosamente cercano a la arbitrariedad asociativa de imágenes que pretenden proyectar un aura de “novedad” por la vía de una cierta acumulación de versos e imágenes que valen más por sí mismas que como piezas integradas de un todo textual. Se aleja, asimismo, de lenguajes poéticos “abstractos”; entiéndase: de aquella forma de componer poesía que se afirma más en conceptos o ideas formuladas en clave de fantasía poética que en la evocación de materialidades concretas percibidas o percibibles por los sentidos. Al contrario, la poesía de Tu Fu, como la de Li Po y otros poetas chinos clásicos, ofrecen un modelo de escritura “visual”, de lenguaje contenido por la necesidad de delinear una escena en la que hallamos sujetos humanos cuyo devenir cotidiano se perfila como una constante interacción con su entorno, en el que casi siempre predomina la naturaleza, en una suerte de meditada contemplación cronotópica de lo numimoso o, en general, de realidades metafísicas a las que no es posible acceder sino recorriendo el camino de la contemplación de escenas “visuales”, como si de un cuadro o pequeño relato cinemático se tratara. Es una poesía alejada de cualquier grandilocuencia retórica o de sobresaturación de imágenes; en contraste, su lenguaje prosaico, cercano al de la narrativa, tiene el efecto de llevar al lector a ser partícipe, vía contemplación/visualización lírica, de una determinada escena del vivir cotidiano de personajes (uno o varios), protagonistas de un drama vital que puede o no ser trágico.

Cruz, un admirador de la poesía lárica, muy lejos eso sí de anclarse en nostalgias estereotipadas, entiende la poesía como un permanente ejercicio de “desliteraturización” del lenguaje; esto es, arrancar la literatura, en particular la poesía, de entornos o tradiciones textuales signados por una retoricidad sobresaturada que, en la mayoría de las veces, pretende erigirse como legítima continuidad del paradigma de “lo literario” entendido este último —desde la perspectiva de Cruz— básicamente como un tipo de escritura formalmente hipertrofiada en términos retóricos.[10] El apego de Cruz a la poesía inglesa contemporánea, a la poesía china clásica, a la poesía de los lares, a lo conversacional poético (que no antipoético), habla de su empeño por escribir una poesía que no renuncie a la transparencia designativa, de modo que esta termine convirtiéndose en una especie de carta de relación de hechos propios de situaciones cotidianas existencialmente significativas.[11] No se trata, en todo caso, de una poesía de lo cotidiano, si por ello entendemos un tipo de escritura que se afirma en la sola representación realista coloquial de acontecimientos de la vida diaria. Cruz nunca renuncia al lirismo profundo y meditado, de manera que su escritura siempre es una incursión en los terrenos profundos de la subjetividad y sus voces entrecruzadas. La frecuente actitud narrativa que Cruz asume en sus textos la pone al servicio de una voz lírica que suele asumir una naturaleza coral. Por otra parte, la poesía de Cruz nunca deja de ser metapoética en cuanto que en ella hallamos una constante preocupación por elaborar un tipo de lenguaje que, sin debilitar lo poético, sea muy transparente, muy designativo, precisamente como estrategia para arrancar al lenguaje de la poesía de su “prisión literaria” entendida esta en el sentido antes expuesto.

La aldea de Kiang... es, desde luego, un homenaje a Tu Fu. Y un homenaje a la memoria del origen concretizada en el recuerdo de la aldea, ahí donde el hogar y la memoria de este nunca se extinguen. Y, sobre todo, es la celebración del poder evocador e instituyente de vida que posee la poesía, siempre, claro, que la poesía no se fagocite a sí misma en el estéril ejercicio de reiterar una cierta retórica literaria en la que la realidad del mundo diario se debilita o simplemente desaparece. Cruz no pierde de vista que “la muerte no otorga beneficios ni da concesiones”, ni siquiera a los poetas, por más que sus canciones permanezcan guardadas en los corazones bondadosos.

La muerte no otorga beneficios ni da concesiones; los poetas,
los soldados, los aldeanos bondadosos pagan su tributo al dolor
pagan con el silencio infernal: como Li Po, Tu Fu,
como tú que ondeas la bandera de Kiang como si levantaras
. . . . . . . . . . . . /el bosque entero,
como si removieras las nubes otoñales de sus antiguos”
Esta era la voz del cuartel del averno (VI, 12).


Kiang es la aldea, el origen, el lugar de la memoria y la poesía. El averno es el exilio, la guerra, la violencia, el poder opresivo de gente armada. Cruz, en aquella conversación personal antes aludida, me explicaba que en su idea escritural primaria del texto estaba, entre otros aspectos, el propósito de representar alegóricamente a la situación de dictadura por la que atravesó la nación chilena entre 1973 y 1990. De ahí la alusión a “la voz del cuartel del averno” (VI, 12). La aldea de Kiang..., sin embargo, no es un texto en que la contingencia histórica y política chilena salte a la vista. Lo que el poema nos pone explícitamente ante nuestros ojos es una historia de sobrevivencia tenaz a pesar del poder totalizante de la muerte y sus esbirros. Ante el poder destructor del averno, la tarea es sobrevivir aferrándose al recuerdo de la aldea, vale decir, de la familia, de los vecinos, de los campos, que se manifiestan a través de la “canción de Kiang” insistentemente cantada y oída en el rumor mismo de la naturaleza.

No todo está perdido en este lugar, que puede ser cualquier lugar. El poeta nos dice que los verdaderos muertos son los olvidados, aquellos que no se recuerdan y se pierden en la vorágine de los días. Son ciertos ámbitos frágiles, comunes, no por ello menos profundos, los que entregan esperanza y resistencia: El canto como lugar de comunión, de encuentro con la historia del pueblo, las penas y alegrías, esperanzas y anhelos: “la muerte no derribará nuestro canto / de choza en choza levantando su copa de vino”; también es la familia un lugar de resistencia, donde se enfrenta lo que no se pudo detener y lo que esperamos que suceda: “pero mis hijos se cuelgan de mí / temiendo siempre una partida. / ¡Oh! Mujer que lloras en la cocina / canta siempre por la llegada” (Caro, web).


La poesía de Cruz no renuncia en absoluto a ser una herramienta de interpelación moral. La aldea de Kiang... es una lección de resistencia y sobrevivencia tanto como una lección acerca del poder enorme de la poesía a la hora de batallar contra el averno. Tal propósito moral explica, me parece, que Cruz opte por un lenguaje en que lo lírico y lo narrativo se imbrican con vocablos extraídos del hablar llano, con un tono versicular que invita a la solemne y serena contemplación “oriental” de un cierto drama humano ante el cual no podemos permanecer indiferentes. Visto así, cobra absoluta pertinencia que Cruz haya hecho del poema de Tu Fu el intertexto maestro de su poema-libro. Y explica, asimismo, el esfuerzo sostenido de Cruz de “desliteraturizar” la poesía, en la medida en que opta por lo que en otro momento se hubiera llamado “poesía de la claridad” con el fin de asegurar de que la lección moral de la que la poesía se hace cargo haga luz en la conciencia del lector:[12] “Canten a la aldea de Kiang / aunque estén muertos” (19) leemos al inicio de la sección XIII, dejando en claro que hay una responsabilidad, una tarea por hacer, que nos interpela a todos, pero más al poeta porque este está llamado a recordar a los suyos, a cantar y a interpelar con su canto. Multiplicar la poesía, hacer de ella una moneda cotidiana (como diría Teillier)[13] es la tarea primera, acuciante, del poeta. La dimensión metapoética del poema salta, pues, a la vista.

En la citada entrevista a Cristian Cruz de Ricardo Herrera este le pregunta: “Desde tu primer libro Pequeño país (2000) se instala la idea de construir un territorio, un espacio propio donde se reclama un cierto orden del universo. Ese mundo cifrado del hogar, en tu primer libro, es luego el territorio y la lógica de los bandoleros y sus leyes propias, en La fábula y el tedio, o la aldea y los ritmos de la naturaleza, en La aldea de Kiang, por ejemplo. ¿Sientes que has tenido que ir destruyendo ese mundo para seguir existiendo poéticamente? ¿Es posible una poesía del arraigo hoy en día?”. (Web). La respuesta del poeta es muy decidora:

Lo que pasa con la poesía, es que no es cualquier historia la que se cuenta. Es, digámoslo así, un arte de la verdad. La autenticidad de lo que escribes va cimentando tu propia poesía. Ser falso en ese plano es peligroso, y por lo general se derrumba irremediablemente. Por eso no doy por descontado esa primera etapa. Es la fundación de algo serio, y eso te forja. Lo que sucede es que hay distintos tipos de poetas, aquellos que se mantienen en su tono, su naturaleza. Tienen enormes capacidades para obtener combustible de sus propias norias. Eso es un acierto. Y existen otros que vamos visitando cavernas, nuevos mundos que nos permiten alucinar y no detenernos. Lo importante es que guardan un sentido de rebelión de sí mismos. Mis mundos están en los libros que citaste, y de volver a ellos está hecha la poesía (Cruz, web, itálicas mías).

La desnuda verdad a la que nos expone la poesía de Cruz es que, así como la muerte no hace concesiones, la poesía tampoco las hace, menos todavía si la poesía se hermana con el reencuentro familiar, con el vino y la conversación con los amigos y los vecinos de la aldea originaria. “Y la muerte no tendrá señorío”, reza un conocido verso de Dylan Thomas,[14] porque la muerte —el silencio, el no-canto, la no-palabra, la deshumanizada brutalidad de la guerra— no puede con la poesía cuando esta asume la tarea de desalojar “el averno que se hospeda en nosotros” (XVIII, 26).

Yo regreso a Kiang [...]
para levantar los cadáveres con mis canciones
y a mis hijos para sentarlos en mis rodillas,
tu casa es una choza sin campana
y aún no construyes el estanque,
mi cadáver y el tuyo gozan de salud si cantamos
. . . . . . . . . . . . . . . ./unidos en la fosa (XVIII, 26).


Los poetas mueren, mas no sus canciones, no su poesía. Son sus canciones las que sobreviven a la guerra, al averno; ellas son las que transitan por los diversos mundos, por diversos tiempos, sobreviven a los olvidos de la historia. Y son ellas las que traen al poeta a nuestras vidas, en la forma de una sombra-cuerpo que habla, que vive en la palabra, que comparte el vino, que llora y canta con los suyos siempre. Y nosotros, lectores de Tu Fu y de Cruz, somos los suyos; escuchamos sus cantos y, al igual que los humildes campesinos de Kiang, nos emocionamos a veces hasta las lágrimas.

 

 

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NOTAS

[1] “En mi opinión —dice Said— los textos son mundanos, son hasta cierto punto acontecimientos, e incluso cuando parecen negarlo, son parte del mundo social, de la vida humana y, por supuesto, de momentos históricos en los que se sitúan y se interpretan” (15).
[2] “Entrevista a Cristian Cruz”, por Ricardo Herrera Alarcón, agosto de 2020, web.
[3] En el volumen no se consigna fecha de publicación; no obstante, la edición que he usado para este trabajo corresponde, en efecto, a la de 2017, año en que se publica el poema como volumen independiente.
[4] La dinastía imperial Tang gobernó desde el año 618 hasta el 907 de nuestra era. En cuanto al año del nacimiento de Tu Fu se suele señalar que este habría ocurrido en 710, 712 o también en 714 d. C.
[5] La Aldea de Kiang después de la muerte (en adelante La aldea de Kiang...) se publicó por primera vez como segunda sección del libro Reducciones de Cristian Cruz (Editorial Fuga, 2008). La edición independiente de 2017 agrega algunos textos nuevos. Cruz ha publicado Pequeño país (2000), Fervor del regreso (2002), La fábula y el tedio (2003), Reducciones (2008), Dónde iremos esta noche (2015), Entre el cielo y la tierra. Antología poética (2015), La aldea de Kiang después de la muerte (2017). En ensayo ha publicado Papeles en el claroscuro (2003). Es también editor de la antología de ensayo y poesía Felices escrituras. Poetas chilenos pensando una provincia (2019). Y más recientemente el libro de poesía No era yo esa persona (2021).
[6] El Diccionario de la Lengua Española, de la RAE, consigna para el vocablo paráfrasis tres acepciones: “1. f. Explicación o interpretación amplificativa de un texto para ilustrarlo o hacerlo más inteligible. 2. f. Traducción en verso en la cual se imita el original, sin verterlo con escrupulosa exactitud, 3. f. Frase que, imitando su estructura conocida, se formula con palabras diferentes” (web). Si bien, ninguna de las tres acepciones es aplicable en todo rigor al libro de Cruz aquí comentado, dada su evidente relación intertextual con el poema de Tu Fu, es lícito suponer que habría, cuando menos, una “interpretación amplificativa” del poema chino, aunque no con los fines consignados en la definición transcrita. Vuelvo sobre este punto más adelante.
[7] Transcribo la versión de Chen Guojian, traducción directa del chino según lo indicado por el traductor. El texto aparece en la sección “Dieciocho poemas de Tu Fu” (342-355), de la revista Estudios de Asia y África Vol. 16, núm. 2 (48), abril-junio, 1981, p. 353. del Colegio de México. Evidentemente Cruz tuvo al frente una versión diferente, en la que el nombre de la aldea se transcribe con K (Kiang). En efecto, en una conversación personal sostenida con el autor (septiembre de 2021), Cruz confirmó que trabajó con una traducción distinta a la de Guojian. Lamentablemente, el libro utilizado en su momento por Cruz ya no estaba en su poder.
[8] Li: medida de longitud china equivalente a 500 metros. (Nota del traductor). El dato consignado por el poeta es real. En el año 756, a causa de una rebelión armada contra el emperador Xuanzong, que reinó entre 712 y 756 precisamente, Tu Fu debió dejar Chang’an, capital de la dinastía Tang, y se refugió con su familia en la aldea de Kiang, en la región de Fuzhou, actual Fu en la provincia de Shaanxi. En cuanto tuvo noticias del ascenso del nuevo emperador Suzong, que reinó entre 756 y 762, Tu Fu deja Kiang con la intención de ponerse al servicio de la nueva autoridad. Durante el viaje, sin embargo, fue capturado por topas rebeldes. Una vez liberado, el poeta consiguió trabajar en un puesto menor para el emperador Suzong y solo después de un año se le permitió visitar a su familia que había quedado en la aldea de Kiang. Debió viajar 500 kilómetros (1000 li) hasta la aldea. La experiencia del reencuentro con su esposa e hijos, quienes pensaban que el poeta había muerto, se describe en el poema “La aldea de Kiang”. (Cf. “Missing Family on a Moonlit Nigth in Chang’an”, artículo en el que se describe contexto y situación de algunos de los poemas más señeros de Tu Fu).
[9] Aludo a Cantos de vida y esperanza, libro de Rubén Darío publicado originalmente en 1905, en España.
[10] En la conversación personal antes aludida, Cruz me hacía notar su reticencia hacia aquellas escrituras sobrecargadas de barroquismos. Aunque, en realidad, su desconfianza no es hacia la estética barroca, sino hacia estilos de escritura en que lo designativo de lo cotidiano se disipa en constelaciones retóricas presuntamente “metafísicas”.
[11] En la entrevista ya aludida de Ricardo Herrera a Cristian Cruz, Herrera le pregunta: “En tu último libro Dónde iremos esta noche se hace evidente la influencia de, al menos, dos escritores: Raymond Carver y Robert Creeley. ¿Nos podrías hablar de qué manera te han influido estos escritores y cuáles otros sobrevuelan ese libro?”. En su respuesta, Cruz traza un breve panorama de sus principales influencias y afinidades de sensibilidad: “Esa pregunta, después de un tiempo, se resuelve rápido. Han sido poetas a los cuales has llegado a querer como Teillier, Lihn o el emblemático y misterioso Chico Molina. En verdad, tengo filiaciones con toda una pléyade que va desde los chinos del 760 a.C. hasta los rusos o los norteamericanos. Son innegables y los considero una especie de amigos con los cuales suelo beber. Imagina que tienes que escalar el Annapurna (de 8.091 metros de altura) en condiciones físicas deplorables por tus excesos, amerita sin lugar a dudas un tanque de oxígeno, una luz en el camino, una muleta si se quiere. En un país lleno de influencias, la poesía puede ser una posibilidad de renovación, reconociéndose el poeta en todas sus facetas y tonalidades. Barquero va a China y ahí tienes El viento de los reinos. Huidobro va a Europa y se chorea un teléfono. Lihn viaja a Francia y aparece París, situación irregular. Guardando las proporciones yo viajo a mi biblioteca, encuentro a Pablo de Rokha y me motivo, aparece la Mistral y me lleno de montaña. Pero como apuntabas en la pregunta, Carver y Creeley ya anunciaban en los 60s cierta decadencia del sistema, lo que hoy vivimos y sufrimos como sociedad. En eso encontraron el poema. Yo los veo como adelantados que anuncian la caída de las instituciones: familia y amor, mercado y religión. Estas poéticas son puntos de partida que se contraponen sutilmente a nuestra tradición. He tratado de ser el nexo conmigo mismo, el latido cotidiano y esa tradición. No me quedaba otra, tanto lirismo aburre y agota. Pero nada de anarquismo poético, el poema siempre debe imperar, eso es lo que importa.” (Web).
[12] Poesía de la claridad o poesía diurna alude a una forma de escribir que se asumía con-traria a la poesía hermética o nocturna, también calificada de “sacerdotal”. Se trata en realidad de una tensión suscitada por corrientes poéticas en pugna en el campo literario chileno a fines de la década de 1930 y años siguientes, pugna que, con altibajos, se prolongó hasta inicios de la década de 1970. La noción de “poesía de la claridad” en su momento fue propuesta por Nicanor Parra. Remito al lector a “Poetas de la claridad por Nicanor Parra”, texto de una conferencia que Parra pronunció en 1958 en la Universidad de Concepción, publicado en Atenea 500, II semestre, 2009:179-183.
[13] “La poesía debe ser una moneda cotidiana / y debe estar sobre todas las mesas / como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo” (Jorge Teillier, “El poeta de este mundo”, Muertes y maravillas, sección “Homenajes”).
[14] “And death shall have no dominion” es uno de los poemas más estremecedores, y más citado desde luego, de Dylan Thomas (Collected Poems, 77).

 

 

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BIBLIOGRAFÍA

-Ayenao Lagos, Pablo. “Aunque sea con mi corazón desaparecido. Apuntes sobre La aldea de Kiang después de la muerte, de Cristian Cruz”. Web. http://letras.mysite.com/ccru110617.html [10-10-2021].
-Caro, Felipe. “La aldea de quién. Sobre La aldea de Kiang de Cristian Cruz”. Web. http://letras.mysite.com/ccru250617.html [13-10-2021].
-Cruz, Cristian. La aldea de Kiang después de la muerte. Valparaíso: Ediciones Casa de Barro, s/f [2017].
-Herrera Alarcón, Ricardo. “Entrevista a Cristian Cruz”. Elipsis. Poesía y Literatura desde el sur. Agosto de 2020. Web.
https://revistaelipsis.org/2020/08/27/entrevista-a-cristian-cruz/ [14-10-2021].
-Parra, Nicanor. “Poetas de la claridad por Nicanor Parra”, Atenea 500, II semestre (2009): 179-183.
-PressReader.com. “Missing Family on a Moonlit Nigth in Chang’an”. Digital Newspaper & Magazine. Beijing (16 de septiembre de 2021). Web. https://www.pressreader.com/china/beijing-english/20210916/281543704063100 [28- 10- 2021].
-Real Academia Española. Diccionario de la lengua española. Edición del Tricentenario. Web. https://dle.rae.es/ [14-10-2021].
-Said. Edward. El mundo, el texto y el crítico. Trad. Ricardo García Pérez. Barcelona: Random House Mondadori, 2004.
-Teillier, Jorge. Muertes y maravillas. Santiago: Universitaria, 1971.
-Thomas, Dylan. Collected Poems. New York: New Direction Publishing Corporation, 1971.
-Tu Fu. “Dieciocho poemas de Tu Fu”. Trad. Chen Guojian, Estudios de Asia y África Vol. 16, núm. 2 (48), abril-junio, (1981): 342-355.




 


 



 

 

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Lectura, reescritura y poesía: una aproximación a "La aldea de Kiang después de la muerte", de Cristian Cruz.
Por Sergio Mansilla Torres.
Publicado en Anales de Literatura Chilena. Año 23, junio de 2022, número 37.