Hace pocos meses Editorial Aparte publicó una nueva antología poética de Cristian Cruz: Una bella noche para bailar rock. Una antología que merece nuestra atención por reunir de un modo portentoso la obra de uno de los más importantes poetas del último tiempo y también por confirmar una escritura en constante actualización que sin duda busca conferir al poema un lugar central dentro de sus preocupaciones “cotidianas”. Si bien nos congrega esta entrega, creemos necesario volver a uno de sus libros que a nuestro gusto es uno de los capitales de este poeta y que recoge la presente edición con una suma de correcciones formales. Hablamos de La aldea de Kiang
después de la muerte, un libro que retoma el poema “La aldea de Kiang” de Tu Fu (714 – 774 d.C.) a modo de paráfrasis o como motivo germinal y del que conserva tan sólo unos cuantos arquetipos que desarrolla a lo largo de dieciocho partes en las cuales la palabra poética y el relato acompasado se equilibran hasta convertirse en uno de los más logrados trabajos líricos de Cristian Cruz.
La aldea de Kiang después de la muerte, que como hemos dicho trabaja sobre el poema clásico chino (o lo amplifica, anota Sergio Mansilla), narra el retorno de un guerrero-campesino-cantor desde el averno a su aldea, asediada por la muerte y la devastación de la guerra, inscritos ambos en una suerte de limbo en el que resta el diálogo trashumante entre él y los pocos ancianos y mujeres que salen a recibirlo. La aldea es un escenario baldío que el poema nunca se encarga de definir si se encuentra más acá de la vida o más allá de la muerte. De igual forma, los habitantes que quedan conversan, beben, desaparecen y reaparecen envueltos en un aura fantasmática y en lágrimas lavadas por el canto, precisamente “La canción de Kiang”. Poco a poco el hablante se va adentrando en esa mezcla de muertos vivientes, de corrales, de azules montañas. Recorre los campos, los túmulos y mausoleos y comienza un sentido relato memorioso sobre ese particular paraíso perdido, el de “los días felices de Kiang y sus sonidos de laúd”.
En otro poema de Tu Fu encontramos un motivo semejante y que probablemente Cristian Cruz haya leído. Se trata de “El hermoso Palacio de Jade”, el cual versa la historia de un palacio en ruinas de cuyo rey no queda recuerdo, tampoco de la sangre que vertieron los soldados que guardaban sus recodos. Cuando el poeta transita esos vestigios observa cómo escurren las aguas y las fuentes hacen cauces de suave música, un eco de bellezas pasadas y riquezas efímeras: “todo se hundió, y en tierra / cayó revuelto”. Aunque reprochando su ostentación y vanidad, el poeta se lamenta frente a tal desolador paraje: “y a cantar mis canciones / después comienzo… / Las lágrimas me ahogan, mojan mis dedos”. Hallamos en la canción de Tu Fu frente a las ruinas del palacio, tal como en “La aldea de Kiang” que parafrasea, el mismo canto que entona el hablante de Cristian Cruz, donde “a pesar de las llamas, canta la canción de Kiang para mitigar el dolor”.
Cuando vuelve el canto a la aldea, retorna “la voz de la tribu”, es decir, la balada como unión, como afianzamiento, una voz genuina que es capaz de ahuyentar el silencio de la muerte, o el ruido de las guerras y los dolores, aunque siga debiéndose a sus vicisitudes: “Para levantar los cadáveres con mis canciones”. A este tipo de canto, al decir de Manuel Espinoza Orellana, “el lenguaje se le propone como un modo de exorcismo”, cuando no menos de invocación. Las canciones al crepitar de las fogatas repiten pequeñas ceremonias que le dan a la aldea la posibilidad de despertar de su oscuro ensueño: el canto, el retorno de los muertos, el escanciar del vino. Arquetipos que nos recuerdan la vuelta del padre (Odiseo como paradigma), pero también al convidado de piedra que se sienta a la mesa a relatar la suma de sus desdichas y remueve de su somnolencia al pueblo, poniendo orden a sus pesares tanto como puede hacerlo un himno de consolación. El guerrero cantor que regresa a la aldea puede ser tomado entonces como un espectro coral que da forma al padecimiento y al dolor, es decir, le da sentido, como afirma: “con mis canciones me daba respuesta”. Un canto, sin embargo, que no está escrito y nunca llegamos a leer verdaderamente en el poema, donde quizás el propio relato sea “La canción de Kiang”, o quizás esa canción se parezca mucho más al indistinguible concierto de las ruinas y de las fosas que se pierden junto a los trinos de las aves y cacareos de los gallos: “Lo sé, pues el canto de Kiang / aquel que entonábamos cuando estábamos vivos / ha quedado resonando en el bosque”.

Cristián Cruz
Junto con la necesidad de la poesía que se plantea en La aldea… hallamos otros elementos que se unen a su despliegue simbólico, donde se destaca por sobre todo la vid y los odres, símbolos de la estirpe (las generaciones, las edades, la descendencia) y la memoria, el refugio del espíritu, respectivamente. En el vino (“los licores amados”) también se sostiene el recuerdo de la siembra, el emparrado, las cosechas y las vendimias, no menos que del tiempo de guarda y reservas. Alrededor del vino se reúne “un arte de la verdad”, como diría Cruz, que nos recuerda el proverbio de Plinio el Viejo in vino veritas: la embriaguez producida por los elixires como un camino hacia la desnudez del alma y, en su justa medida (como advierte Hipócrates), aliciente de males. La libación constante que se presenta en La aldea… y el símbolo de los odres (una suerte de estribillo maravilloso) es el ritual mediante el cual se mezcla el amor, el canto, la raigambre en el cultivo de la tierra y los frutos del trabajo humano.
Que por su referencia trate de ubicarse este poema dentro de un entrecomillado orientalismo, se olvidaría que en todo canto tribal habitan dos motivos de arraigo: el de una comunidad inmediata (es decir, la que actualiza el ritual) y el que nos une a lo remoto, casi en una posición de extranjería o extrañeza ante lo ancestral. Creemos que es este canto remoto, como en toda gran poesía, el que opera en La aldea…, es decir, una voz que nos viene de lejos pero cuyo murmullo aún podemos reconocer como algo olvidado y familiar. De tal que nos venga del abismo con su naturaleza órfica para conjurar a los muertos y con ello levantar toda una elegía a la aldea imaginada, que antes de convertirse en un aldeanismo o provincialismo, se reconstruye a través del decurso de los siglos y lo vuelve como “de otros tiempos”, o como dueño de una “nostalgia primitiva”. No vemos en la poesía de Cristian Cruz otro momento decididamente volcado a esa tierra lejana y poco cotidiana, y es cuando recordamos la sentencia de Sung-Nien Hsu: cuanto más se acerca uno a Extremo Oriente, más se acerca a la imprecisión. Gracias a dicha imprecisión o difuminación de los contornos idiosincráticos del poema chino es que Cristian Cruz se permite parafrasear sin hipotecar su imaginario local. Es el recurso de los tópicos comunes el que le propicia una continuidad, pero también el concederle a la imaginación los puentes necesarios para reconocer el cotidiano sin necesidad de sofisticaciones retóricas ni de apelar a la contingencia histórica más inmediata, lo que sería una instrumentalización demasiado huera y mediocre por alegoría.
La aldea Kiang después de la muerte cifra de manera exquisita la poética general de Cristian Cruz, y la que, mejor que todo texto programático, puede dar cuenta de lo que suponemos son las diatribas fundamentales de todo poeta: él y el mundo, él y el poema, él y sí mismo. Aldea, si se quiere decir provincia o lar imaginario. Categorías accesorias, en el mejor de los casos, que en un poema como este tienden a quedar obsoletas. Si de resuelta despersonalización, su verso claro y libre de pretensiones lo ubica en las antípodas de una épica nigromante. Es un corro de melancolía y gracia velada, de voces apagadas y no menos melodiosas. “Mi túnica y mis palabras / son simples como la fabricación del vino”. Un canto que lo aleja del ritmo fagocitado de un artilugio literario, y lo acerca más a la comunión, a la conversación con los otros; lo acerca más a la poesía como portadora de memoria que hace a la palabra prolongarse allende la muerte, sólo posible con esa última admonición: “No abandonen las cosechas ni el vino de los odres”.
Otoño de 2025