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FRANCISCO COLOANE O LA SÉPTIMA PARTE VISIBLE

Por Carlos Droguett
Revista Mensaje. n° 235. Santiago, dic. 1974
Cuadernos Hispanoamericanos, n°349. Madrid, julio de 1979

 


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Son muchos los años que en las calles, plazas, homenajes, sesiones, desalientos, foros, ferias y concursos de la vida nos han estado juntando y separando con Francisco Coloane, como en el abierto mar, la calle innumerable de su vida, la tierra jamás quieta en la cual finalmente se siente a salvo, treinta y tres años por lo menos. Así, pues, las páginas que siguen, que contienen algunos comentarios sueltos, cabos mal atados de reflexiones alrededor de sus libros y de la historia no escrita de su desordenada vida, se fueron formando imperceptibles a través de conversaciones y deformaciones sostenidas en el curso del pasado invierno. Estas charlas o conversaciones a solas, sin testigos, sin tema o programa previo definido, han tenido, por lo menos, un agradable resultado, hacer hablar al autor de sí mismo, de sí mismo como persona carnal y ciudadana. Claro que él está a menudo presente o latente en sus textos, pero siempre mezclado y contaminado, como el terreno de aluvión, como las aguas del mar, su padre, su abuelo, su maestro, su amor y su odio. Lejos de él Francisco Coloane se secaría, dejaría de existir no sólo como hombre, sino seguramente como escritor. La cortedad impía de su obra se debe inobjetablemente a ese desarraigo, tal vez no deseado, de su tierra natal, de su isla austral, de ese mar ancestral tan metido en su sangre; esta lejanía y esta nostalgia lo han dejado solo en el mundo, solitario, abandonado, naufragado, sin motivo, sin palabras, sin aliento ni futuro. Es ya un milagro que, cercenado de su isla, cada vez más lejos del inmenso mar, haya podido seguir escribiendo.

La corta e informal conversación, desarrollada, como se ha dicho, en dos o tres etapas, no tuvo carácter estrictamente literario, porque ni a Coloane ni al que estas páginas escribe les ha interesado hasta ahora, que sepamos, la vida separada de la literatura, aunque en el curso de este texto se diga o aparezca otra cosa. Cómplices ambas, ambas viven en simbiosis buena o mala, amada u odiada, frívola o profunda, y el resultado, esa respiración que es la voz del artista, finalmente no puede estar ajeno a este clima y esta fatalidad esencial que son la vida y sus sufrimientos. Esos sufrimientos los iremos extrayendo y comparando de sus respuestas y de su obra, que, por lo demás, encierra más preguntas que respuestas.

Pregunta: ¿Cómo te ha tratado la vida, tanto en tu calidad de ser humano como en la de escritor? La pregunta se hace porque el preguntón tiene la impresión de que, al expresar esa vida, esa doble vida, te has evadido un poco de la realidad que te ha cobijado o, al menos, que la has rechazado.

Respuesta: La vida me ha tratado más bien que mal; de la realidad de ella uno no puede evadirse porque no hay otro trampolín, del cual saltamos haciendo cabriolas hasta cuando dormimos. Tengo una dualidad entre el hombre y el escritor que proviene de mi nacimiento del vientre de una campesina mediana y de un capitán de barco de cabotaje, y de mi educación posterior como pequeño burgués en Chiloé y Magallanes, y, sobre todo, de la dualidad en que se transforman constantemente las fantasías y realidades de esas regiones australes. ¿Cómo, por ejemplo, escribir un cuento fantástico de un hecho tan real como el que contara un patrón de cúter? Navegaba entre las islas Wollanston y Hermite cuando escuché sones musicales. Desembarcó en su chalana y remó en dirección de donde venía la música. Detrás de una punta con robles aparragados encontró un barco destrozado entre las rocas. El mar había sacado de sus bodegas un cargamento de pianos que llevaba, como hace poco el "Metula" encallado en el estrecho de Magallanes con su carga de petróleo, y arrojando los instrumentos sobre una restinga arenosa, las olas del Cabo de Hornos iban y venían por sobre sus teclados ejecutando tal vez una extraña sinfonía que le hubiera gustado escuchar a Beethoven. No he podido pasar del hecho y de su anécdota.


EL FANTASMA DE NERUDA

Como se ve, el escritor, que generalmente no adjetiva o adjetiva con avaricia, en esa carencia es en realidad un maestro, como veremos luego. Al hablar de sí mismo se mantiene siempre austero y enjuto. "La vida me ha tratado más bien que mal", dice sin agregar más, borrando lo borrable, saliendo del olvido para ingresar a sus temas, pero la vida, golpeándolo, lo fue puliendo y suavizando, dejándolo todo lo generoso que es como hombre y sin envidia como escritor. Pero es necesario rememorar algunos hechos, pequeños pero esenciales. ¿Qué opinaba de ti Pablo Neruda?, le pregunté de repente, sabiendo su amistad y admiración por el gran poeta. Pancho no rehuyó la pregunta. Me contestó sin encono, más bien divertido, como un niño, como el niño que igualmente era a menudo Neruda, que el poeta ignoró siempre su obra, que jamás lo mencionó como escritor importante, que no lo mencionó de ninguna manera, nunca, ni en el país ni fuera de él, y él, recordando esa flagrante omisión, la justifica absolutamente. Pablo era un poeta, dice, y era natural, entonces, que prefiera la prosa de Nicomedes Guzman, Nicomedes venía de él, de él se nutría, era un poeta en sus cuentos y novelas, era normal, en consecuencia, esa atracción, esa preferencia y esa simpatía. No lo dice, y no tenía por qué decirlo, que si algo falla en la prosa formidable y épica de Nicomedes Guzmán es esa fijación filial, incondicional y enfermiza al poeta Neruda, es decir al mal poeta que era Neruda a veces; pareciera que el autor de La sangre y la esperanza no terminó jamás de digerir la poesía nerudiana, que chorrea y mosquea su prosa irremisiblemente. Por lo demás, la deuda de Coloane con Neruda, con el mejor Neruda, no la oculta y textualmente ha dicho en unas páginas de homenaje:

"...Después leí otros poemas, y entre ellos "El fantasma del buque de carga", que me impresionó tan hondamente que creo que todo lo que he dicho me viene de su influencia. Me crié en el mar desde mi más tierna infancia; primero en botes y en lanchas y luego en los barcos que capitaneó mi padre. Sin embargo, no salí marinero; pero conozco lo que yo llamaría el alma de un barco, y ésa sí que está expresada en ese poema. ¿Qué es la poesía? No lo sé bien. Yo he escrito cuentos y novelas, y aún hoy podría explicar cómo los he hecho. A los sesenta y un años me parece que todavía estoy aprendiendo a escribirlos. Creo que ahora deben hacerse de otras maneras que las de antes. Si la vida va destruyendo y renovando sus propias formas, ¿cómo no ha de hacerlo la literatura?"

A esta generosidad de la poesía de Neruda, ya que no de la persona de Neruda, cabe agregar una sorprendente anécdota de la que fuera protagonista el genial e irascible Joaquín Edwards Bello y beneficiario Coloane. El la cuenta en el prólogo a las obras escogidas publicadas por la Editorial Andrés Bello:

"Conocí a Joaquín Edwards Bello en 1939, trabajando como repórter en la La Nación. Al otro día del terremoto que nos dejara miles de muertos a través del país, el director del diario, Carlos Préndez Saldías, y Joaquín Edwards, aparecieron de pronto en la sala de crónica donde tecleábamos agachados sobre nuestras máquinas. El director le insinuó a Joaquín que saliera a captar el ambiente de la capital para que escribiera un recuadro en la primera página. "Creo que lo puede hacer mejor que yo Coloane", dijo Joaquín. Levanté la vista sorprendido y vi un rostro un poco de medio lado, inclinado tal vez por el dolor que a todos nos afectaba. Salí a la calle, di vueltas alrededor de La Moneda, y escribí algo que no recuerdo; pero no se me olvidó jamás aquella generosidad del famoso escritor que le abría paso a un modesto compañero provinciano."


EL JUICIO DE LOS LILES

Sin embargo, existen los patoliles, tanto en el sur de Chile como en la literatura. Coloane los ha visto en acción, ha captado el movimiento exacto de su psicología, tanto en la literatura como en el sur de Chile. Manuel Rojas también los observó, por lo menos los sufrió. Hubo o hay un patolile, que fue o es director de la Sociedad de Escritores de Chile, cuya profesión más conocida era su odio constante, ya burocrático, a la persona y la obra del formidable escritor. Este patolile vivía o vive traspasado de aporías y frustraciones, con un diálogo platónico atravesado en el nombre y las obras completas de Manuel atravesadas en la garganta. Este patolile soñaba con ser escritor, novelista transatlántico y continental y no tenía más antecedentes para su ambicioso sueño que ser hijo del dueño de una carnicería. Probablemente son muchas las relaciones que hay entre las carnicerías y la literatura, pero no es éste el momento ni menos la oportunidad de hacerlo. ¡Carnicero a tus pasteles!

¿Qué es un patolile? Un pájaro, un pájaro del litoral sureño. ¿Qué hace? Destruir, sólo eso, matar valientemente, en patota, a picotazos a sus hermanos. Francisco Coloane los describe en acción:

"Era una bandada de pájaros liles parados uno junto al otro, formando un círculo con sus alas abiertas. Aquella reunión parecía tener un extraño sentido, más allá de lo que puede acontecer con un pájaro. En una circunferencia perfecta, de alas desplegadas, como si fueran personas tomadas de las manos, habían dejado al centro un pájaro solitario, alicaído y con el pico gacho. De pronto la ronda empezó a mover sus alas con aleteos paralíticos, como si tuvieran tercianas, y, de súbito, se lanzaron todos sobre el que permanecía en el centro, cubriéndolo con sus picotazos... En el bisel bituminoso de la orilla quedó el enjuiciado como un pequeño montoncillo desprendido del ya oscuro plumaje del crepúsculo." (El camino de la ballena, págs. 92-93.)

Porque solía ocurrir lo siguiente: alguna vez, en su mocedad, Coloane incursionó como artista en el teatro. En unas páginas autobiográficas recuerda:

"Fui actor en Santiago, en la compañía de Enrique Barrenechea. Estrenamos, entre otras, Árbol viejo, de Antonio Acevedo Hernández, donde Eugenio Retes, Gerardo Grez y yo hacíamos de hijos del viejo campesino. Con la compañía argentina de Rullán Torres me vine a Valparaíso, donde este conjunto, que actuaba en una carpa de circo, se deshizo. Quedé flotando dos meses duros en este puerto."

Con el tiempo escribió el drama La Tierra del Fuego se apaga, que al estrenarse tuvo un desafortunado y desgraciado eco en el público. Los patoliles, que asistieron al descalabro, empollando sus huevos en la platea, en el balcón o en la galería, se tiraron de piquero sobre el hermano alicaído que había tenido la audacia y la pretensión de emprender un ambicioso vuelo, oteando ya más vastos horizontes. Entonces Coloane escribió el texto transcrito y lo tituló técnicamente El juicio de los liles.

Cuando se le otorgó en 1964 el Premio Nacional de Literatura tuvo una sorpresa un tanto descaminada: un miembro del jurado, Diego Muñoz, había votado fundamentalmente en contra, pero personalmente creo que la sorpresa de Coloane fue un esfuerzo gratuito y exagerado, ya que, como todos, hasta los patoliles, lo saben, Diego Muñoz no actuaba por aquel entonces más que como un detective privado, incapaz de pesquisar la literatura, aunque, caso increíble, ésta lo anduvo husmeando en su primera juventud. Sí, Coloane tiene razón, la vida lo ha tratado más bien que mal, ya que el mal, siempre, siempre, aclara el camino y cambia en acción las dudas.

Pregunta: Tú, desde muy joven, has ingresado, en lo político, a un partido de vanguardia en la lucha por transformar este mundo de mierda. Sin embargo, en tu literatura, expresión de lo más puro, o lo más impuro, que hay en ti, como ser humano sensible y por sensible rebelde, no aparece esta preocupación, que es nuestra obligación: ser hombres de acción a través de la literatura, por ejemplo. En otras palabras, lo que quería Picasso, que el arte fuera, antes que nada, propaganda de este anhelo.

Respuesta: No he sido nunca lo que llaman un político profesional. Me he ganado la vida siempre con mis manos y mi cabeza en diferentes menesteres, donde jamás he mezclado lo uno con lo otro. Me parece una traición al espíritu del hombre cuando se mezclan creencias políticas, religiosas o artísticas con sus intereses personales. Jamás he mezclado los asuntos políticos inmediatos a mi literatura, y cuando se me ha ocurrido opinar, lo he hecho siempre con mi firma. Sólo en el diario El Magallanes, en mi adolescencia, empleé el seudónimo infantilmente siútico de Hugo del Mar, para escribir una columna, Desde el minarete. Las impresiones que allí dijera eran más bien para mi vanagloria entre las muchachas magallánicas. Porque entonces Punta Arenas se llamaba Magallanes, y los habitantes del territorio no teníamos derecho a voto, lo que nos ponía, en relación con el resto de los ciudadanos chilenos, en calidad de ciudadanos discriminados. Había sí siempre efervescencia social, pues la señora Sara Braun, a quien conocí personalmente y me dio mi primer trabajo de aprendiz de capataz en la estancia que aún lleva su nombre en la costa argentina de la Tierra del Fuego, tenía otras estancias, tanto en Chile como en Argentina, que totalizaban más o menos medio millón de ovejas. Muchos de mis cuentos han salido de esa estancia. Tenía diecinueve años, tropilla de un solo pelo, casa, buena comida y noventa pesos argentinos de sueldo mensual, que se acumulaban en la contaduría porque no los necesitaba. El administrador, míster William Breffit, era un gentleman. Salíamos juntos a envenenar ovejas con estricnina y arsénico para matar a los caranchos y gaviotas que se comen los corderos en la parición; pero era un hombre silencioso y correcto. Jamás pensé que era para matar indios onas porque en 1929 ya casi no quedaban. Habían sido exterminados por los antiguos administradores, sus capataces o cuadrillas de cazadores especializados para eso, ya que los grandes latifundistas, como los poderosos de todas las épocas, no se manchan las manos con sangre directamente, sino que organizan indirectamente las matanzas en defensa de sus intereses. Era como una ley del desarrollo social que iniciaron los buscadores de oro primero y continuaron los ganaderos. El sacerdote del Verbo Divino, Martín Gusinde, cita en su libro clásico Hombres primitivos en la Tierra del Fuego: "Indudablemente, la región se ha presentado muy apropiada para la cría del ganado, aunque ofrece como único inconveniente la manifiesta necesidad de exterminar a los fueguinos" (textualmente, de las págs. 99 y 100 de dicha obra).


APARECE LA SOLEDAD

Sin pretenderlo, en esta respuesta, que está poblada por otras respuestas y por temas que no se le propusieron en la pregunta transcrita, Francisco Coloane se remite, alternativamente, a su experiencia como hombre y como escritor y esto no lo podemos olvidar. En él, como en otros, como en los mejores, el escritor es lo que el hombre ha sido, su heredero directo y, lo que es más importante, su albacea. Así tenemos que, por ejemplo, El último grumete de la Baquedano y Los conquistadores de la Antártica, son novelitas leves, ingenuas, agradables, insignificantes, que, además de nutrir y poblar la imaginación de generaciones de juventud chilena, han tenido, con toda seguridad, el importante papel de servir, sucesivamente, de estímulo, de nexo y de plataforma de lanzamiento al futuro auténtico autor. En otras palabras, al escribirlas, Coloane ha templado sus armas y ha calculado su capacidad, al mismo tiempo que hacía un rápido inventario de sus tesoros, ganados con una dura vida y conservados por una celosa y pasional memoria. Tiene diecinueve años, tropilla de un solo pelo, casa, buena comida y noventa pesos argentinos de sueldo mensual; está montado en su caballo en la estancia Sara, oteando el horizonte, respirándolo, en espera de sus dramáticos temas. Y estos temas llegan, en primer lugar, con una constante que se va repitiendo a través de los protagonistas y de los años, que es la soledad, y esta soledad, como se es afuerino, afuerino de la tierra y de la vida, está expresada y encarnada, antes que en nada, en la mujer y, lo que es más curioso, en su presencia tanto como en su ausencia. En La Tierra del Fuego se apaga, dice el trágico protagonista, mientras él mismo, en las tinieblas, también se apaga: Mac Namara: Me refiero a la mujer en sí. Siempre es un problema..., cuando está y cuando no está... Cuando está no somos libres, perdemos nuestra independencia, nuestra soledad. Cuando no está somos incompletos (págs. 20-21). Aquí el autor equipara curiosamente la independencia a la soledad, son valores equivalentes; la soledad es ahora un bien y no un mal, como si el hombre, al encontrarse solo, estuviera más fuerte, de alguna manera misteriosamente acompañado. Sin embargo, toda la obra de Coloane, en su ambiente, en su trama, en el deambular de los personajes entre la vida y la muerte, entre la tranquila y frágil vida y la desatada desordenada desgracia, es un rechazo consciente o inconsciente al papel desintegrador, diluyente, de la desgracia y de su aspecto más persistente y socorrido, la soledad. Esta es la verdadera protagonista de la tragedia, la que ata el nudo de la fácil trama y lo desata brutalmente. Susana, la prostituta, rechaza la vida del prostíbulo, a la que parece haber sido llevada con engaño:

Susana: No puedo. Debo irme. No soporto esto... Esto es demasiado verdadero para resistirlo.
Mac Namara: Sí, es cierto. Esto es demasiado real. Toda la Tierra del Fuego es demasiado real (pág. 42).

La otra realidad brutal de la tierra, el crimen total innominado, apenas divulgado, la matanza bestial, el exterminio de los habitantes aborígenes, es olvidado, sólo orillado, mencionado apenas entre unas palabras de remembranza amoroso que llevan lentamente al apresurado sangriento final:

Susana: ...Qué lugar más raro. ¿Cómo se llama?
Mac Namara: Cabo Domingo. Allí hace años hubo una gran matanza de indios onas. Los cazadores de indios, en esa época, ganaban una libra esterlina por cada cabeza. Muchos se hicieron ricos; hoy siguen ganando una libra esterlina, pero en vez del indio, por cada oveja. Se acostumbraron a esta ganancia (pág. 60).

Nada más; este pintoresquismo de apoyo sirve tal vez, a lo sumo, para dejar paso a la lenta desintegración de un ser humano por la fatal soledad acompañada. Sin mujer, Mac Namara se vuelve loco; con mujer, se torna asesino. Para apresurar o posibilitar el sangriento drama pasional, se recurre de un acto al otro, de un cuadro al otro, siempre tangencialmente, al recuerdo de las antiguas matanzas; pareciera que el rumor de la sangre vertida implacable va transformando gradual y  misteriosamente en asesino al gringo de buenos sentimientos y de gran corazón que es Mac Namara; necesita apoyarse en un enorme crimen colectivo sin castigo para ingresar él mismo en el pequeño crimen personal y doméstico, que de todas maneras lo va a despedazar. Su asesinato será, en definitiva, un suicidio, pero para llegar a él tiene que matar; para matarse, mata.

Susana (Se acerca a Mac Namara y al descubrir el paisaje que se ve por entre las rocas exclama) : ¡Oh! (Admirada.) ¡Qué hermoso es! ¿Qué es esto?
Mac Namara: Es la Tierra del Fuego en su parte oriental. (Indicando.) Allá a la derecha está el Páramo que se interna varias leguas en el Atlántico... Allí el rumano Popper sacó el oro que lo convirtió en rey de esto..., acuñó libras esterlina con su imagen...; formó un ejército y ayudó a exterminar a los indios... (págs. 97-98).
Susana: ¿Nadie los defendió?
Mac Namara: Sí, un fraile salesiano... José Fagnano... Los onas le llamaban Capitán Bueno y era tan querido que cuando se iba de las tolderías, los indios se colgaban de la cola de su caballo para que no se marchara. Luchó como un valiente en favor de los onas, pero nadie lo acompañó, ni gobiernos ni poderosos; al contrario, lo hostilizaron hasta que casi cayó vencido... Logró salvar algunos indios en la isla Dawson y en la misión de Cabo Domingo (pág. 100).


EL OTRO CRIMEN

Francisco Coloane es maestro en montar una historia dramática con escasos recursos y con poca acción; la acción viene por adentro, por adentro de la sangre, por adentro lejos en el recuerdo; le basta recordar, sentarse tal vez para hacerlo, bajarse del caballo, subirse a él, irse trotando, desmontarse, ingresar a la sombra para que empiece a manar el recuerdo tan elocuente y quitado de bulla. Este es su reino, su territorio, su límite; tal vez no debiera pedírsele más, pero él tiene la culpa, comenzó un poco ingenuamente, con la certeza y la arrogancia de la plena intacta juventud, a lanzar un territorio virgen, inexplorado, ignorado, intocado, a la literatura chilena; una naturaleza grandiosa, inclemente, diferente, indiferente; unos hombres tallados a semejanza, formados y deformados por ella. Y de repente menciona el atroz crimen, el genocidio increíble y la sangre inabordable, industrial o política, oficial u oficiosa, y se hace a un lado, como el matador en el ruedo o en el matadero, para que el tajo no lo salpique, y deja al lector condicional, que lo admira, con un gesto de desabrimiento en la boca ante la promesa incumplida, ante la página entreabierta, ante la herida entreabierta, para cerrarlas en seguida y abrir otra página, otra herida, una inminente historia de amor, de desamor, de celos, de ambición, de avaricia, de garito, de prostíbulo, de contrabando, de simple personal odio. ¿Y lo otro, y el inmenso amor y el inmenso odio? Es, de hecho, como si el autor nos defraudara irreversiblemente, como si esa fuerza puesta en pie, implacable e insobornable, de repente se hubiera sentado, hubiera arrastrado una silla y se hubiera arrinconado para balbucearnos unas consejas sobre Kuanip, héroe liberador de los onas, advirtiéndonos a los pies de la página, a los pies cansados del autor: "Este relato puede abreviarse y quedar reducido a esto; a semejanza de Prometeo, él trajo el fuego, y por aquellas fogatas que aún ardían cuando vinieron los navegantes blancos, llamaron del fuego a esta isla d nieves" (pág. 103).

Pregunta: Tú has vivido siempre en función del territorio magallánico, patagónico, las islas donde Chile se hace pedazos. Esto aparece excelentemente en tu obra. Sin embargo, esta parte del continente ha sido escenario permanente, durante decenios y centurias, de la más inicua y despiadada explotación del hombre por el hombre. ¿Por qué tu literatura, entonces, ha ignorado esta realidad y, en general, diría que casi siempre, ha quedado cristalizada sólo en lo folklórico, aunque esta cristalización sea, por otra parte, elocuente?

Respuesta: No sólo en decenios y centurias el territorio de Magallanes y de la Patagonia ha sido escenario de iniquidades y catástrofes. El padre sol, en la época secundaria del planeta, se olvidó de incubarles los huevos a los grandes reptiles, como los dinosaurios, cuyos ejemplares de sangre caliente galopaban a ochenta kilómetros por hora, como lo hizo a ciento veinte días atrás el viento en Punta Arenas, y olvidando sus huevos se extinguieron dejándonos sólo sus gigantescos esqueletos. Hace menos de un siglo los buscadores de oro y ganaderos pagaban una libra esterlina por cada par de orejas de indio ona muerto, que, según lo ha comprobado el radioactivo carbono catorce, vivió en esa gran isla de hielos, bosques y estepas durante diez mil años y era un pueblo de unos diez o doce mil seres humanos. ¡Una bala de Winchester para cada mil años de hombre! ¿Cristo llegará a los dos mil años con todas las bombas atómicas acumuladas? Los onas o selknam tenían ya la noción de un solo Dios, Timáukel, antes  que los testigos de Jehová y los musulmanes de Alah; pero eran tan respetuosos de la noción de Dios, que se referían a él como "el que no se nombra", "el que está más allá de las estrellas", y referían que sus héroes y grandes antepasados habitaban en "la isla grande que está dentro del cielo", como si fuera una réplica maravillosa de la que ellos tenían en el Onaisín, como designaban a la que Hernando de Magallanes llamó en 1520 Tierra de los Fuegos. Unos cuantos criminales con sus perros de caza, veneno y carabinas dieron cuenta de ese pueblo de corredores atléticos tras el guanaco, que llegaron a medir hasta dos metros de altura y posiblemente con la religión más antigua de la tierra. Cuando en noches claras del extremo sur he contemplado las dos sombras luminosas de las nebulosas de Magallanes, no he dejado de preguntarme si aquella religión era divina o humana, por la forma en que desapareció. No responden las huellas titilantes de los onas que el viento de la altura, con su lengua eterna, levanta desde el polvo cósmico en "la isla grande que hay dentro del cielo". Cristalizar todo ese drama desde mi "folklorismo" a una obra de arte superior necesitaría el genio de un Picasso para pintar una Guernica de dimensiones cósmicas, o el de un Neruda para un Machu Picchu tan terrestre. Mis cosas son más pobres, pero son mías.


NUEVA TIERRA, NUEVA VIOLENCIA

La respuesta que antecede es importante, porque pareciera que Francisco Coloane tiene siempre presente, ojalá que fuera obsesivamente, su fabulosa y sacrificada tierra austral. De repente me ha brotado la alegría provisoria de descubrir, todavía como en nebulosa, que el poderoso escritor realista que es él, se sumerja en ese sueño tan olvidado y tan presente; él es capaz de ses sueño y lo merece más que ninguno. Es su dueño por derecho propio, no lo olvidemos; desde luego que no lo olvidamos, que Coloane es el descubridor, el afortunado conquistador literario de aquel rico e infernal país; él, indudablemente, ensanchó geográficamente los límites de la literatura chilena, creando tipos y arquetipos memorables entre los animales irracionales y este otro animal, a veces más irracional, que se llama hombre. Enfrentado a este clima, que es más bien un inagotable desafío, el escritor descubre, en primer lugar, a la naturaleza como productora de caracteres duros, endurecidos, helados e ilimitados con ella misma, y en segundo lugar, a los seres que la pueblan, animales u hombres, animales y hombres. No ignora la violencia, la observa, la escucha, la respira y la recoge; pero esa violencia es casi siempre una violencia particular, personal, limitada, enloquecida, maleada, civilizada, enfrentada al interés material o sensual, la codicia del oro, del oro blando que es la lana, de la tierra, de la mujer, de su carne, nada más que de su carne. Lo otro, la expoliación, la explotación del ser humano, por humilde, solo, desamparado, ignorante y débil, la desorbitada proliferación de inmundas pasiones, de increíbles enfermos, sentimientos tendiente sólo a una cosa, a vivir plenamente para que otros no sólo no viven de igual manera, sino para que sencillamente no vivan, es ignorada, desahuciada, archivada, en espera de imaginación o de coraje. Pero no nos equivoquemos con la capacidad del escritor; tampoco olvidemos lo que nos acaba de decir. El no olvida, y la prueba de que no olvida está en su piedad. Sí, muchas son las páginas suyas en que este sentimiento está siempre presente y activo, presidiéndolas y echándolas a caminar. Desde muy niño, por ejemplo, él no olvida el sufrimiento de los animales, eso consta en sus recuerdos, en sus textos primitivos, en sus novelitas de infancia, en sus cuentos memorables. En su narración Rumbo a Edén, el cocinero del barco se convierte en asesino por defender la vida de un corderito que ha adoptado como mascota. Y en Cururo, el protagonista llora amargamente recordando la muerte trágica de su pero, fiel compañero de su aporreada existencia, a quien intenta salvar inútilmente:

Igual, igualito que su finado Cururo había sido él: ¡un día cualquiera acabaría su vida en una rodada traicionera del destino! ¡Perro y hombre son casi lo mismo en estas tierras!, pensó. ¿Acaso sus compañeros no eran otros innumerables y anónimos Cururos que arreaban los piños de oro blando en las dilatadas regiones magallánicas? ¡Sí, eso no más eran! Y Subiabre, abrazando fuertemente el cadáver de su perro como si abrazara a su vida, se sentó en un montón de nieve duro y frío como el corazón de los dueños de esa tierra (pág. 138).

La última frase es sintomática y nos confirma la fugitiva idea. El autor no olvida, no olvida incluso casi nada, ahí está su piedad pasando de uno a otro recuerdo, del sufrimiento de las pobres bestias al sufrimiento de las pobres bestias humanas, y mientras ello ocurra, las posibilidades están, pues, abiertas. Hay, por lo de más, de uno a otro texto del escritor, recuerdos crueles tan imborrables y corrosivos, que tornan una y otra vez, como las grandiosas mareas de su isla natal, que descubren hasta el fondo insondable del océano. La muerte cruel y despiadada de la ballena que acaba de parir aparece ya en El último grumete de la Baquedano, sólo ligeramente esbozada, sólo por mantener vivo el recuerdo (págs. 100-101), y el mismo episodio retorna en El camino de la ballena, más engrandecido, más sádico y fatal.


ASESINOS DEL MAR

Cuando los tirones disminuyeron y el cabrestante lo fue recogiendo con su gran presa que se movía entre las mares arboladas, el característico chapoteo sanguinolento se hizo formidable. Era un enorme animal que se debatía entre los estertores de la muerte; pero, de súbito, todos, con los ojos abiertos por el asombro, vieron otro cetáceo más pequeño que rondaba en derredor asistiendo a la agonía. Ya cerca de la proa se vio el hermoso ejemplar de ballena azul con los últimos temblores de la agonía, y, a su lado, como un reflejo de su propia sombra, su hijo, un ballenato recién nacido, de alrededor de siete metros de largo. De la madre muerta y desde su pequeño hijo nadando entre su sangre las miradas de toda la tripulación cayeron sobre el piloto. Albarrán volvió a sacarse la gorra y a rascarse la cabeza. Bárcena bajó la mirada como buscando un cabo sobre la regala.

-¡No lo alcancé a ver; debe de haber estado mamando desde el otro lado! -dijo el piloto cuando llevaron la lanza para rematar al cetáceo. Con desabrimiento tomó la tradicional arma del arponero y cuando le colocaron el animal en disposición de recibir el lanzazo junto a la proa que subía y bajaba entre las olas, la hundió aprovechando la viada de una de ellas. Pero luego, al escuchar el sordo quejido lanzado por la ballena en su último estertor y al ver al ballenato que acudía con su trompa a topetear el pecho de la madre muerta, el piloto Yáñez se arrodilló en el castillo de proa, se quitó la gorra y se persignó ante la expectación de todos, que por primera vez veían a un ballenero en tan extraña actitud.

- ¿Qué le pasa al piloto?- preguntó Pedro Nauto desde el timón.
- Ha muerto una ballena madre, recién parida- dijo el capitán, y agregó-: ¡Eso no lo debe hacer nunca un ballenero que se precie!
En la noche, cuando regresaban con el andar muy reducido por la manada de cachalotes y la alfaguara a remolque, alrededor de esta última parecía seguir rondando algo bajo las aguas, cuya sombra venía a proyectarse en la conciencia de los balleneros (págs. 208-209).

En el cuento Cabo de Hornos aparece también esta piedad, pero ya furiosa, ya en segundo plano o más bien en primero, haciendo una descripción, que es una interrogación, sobre los matadores de lobos, esto es, los asesinos de la vida:

Pero es inútil que se esconda la vida en lo más profundo de sus entrañas; allá se mete el hombre con sus instintos para arrancarla. Los tres cazadores iniciaron su tarea de siempre y de todas las partes: matar...; matar, destruir la vida hasta cuando empieza a nacer. Con los mazos mortíferos en alto fueron brincando por sobre los cuerpos que daban a luz y descargando garrotazos certeros sobre las cabecitas de los recién nacidos. Los tiernos lobeznos no lanzaban un grito, caían inertes, entregando la vida que sólo poseyeron un instante. ¡Matar y matar...! ¡Cuanto más rápido mejor! Como poseídos de una locura extraña, los hombres asestaban mazazos e iban amontonando los pequeños cuerpos. Sudorosos, cansados, se detenían un momento a tomar aliento. Un macho viejo y grande los atemorizaba a veces, y hacían intervenir el fusil. Las lobas no se defendían y sus ojos contemplaban fijamente, con un fulgor indefinible, la tarea de los matadores de sus hijos (págs. 20-21).

El comentario trascendente está esta vez a cargo de León Bloy, quien clama:

Pero, Señor, entre tantos misterios hay sobre todo uno que me confunde y desalienta. He aquí, por ejemplo, una bella criatura inocente, a pesar de su ferocidad, porque está privada de razón. ¿Por qué es necesario que ella sea, al mismo tiempo, privada de su libertad? ¿Por qué sufren los animales? He visto a menudo maltratar a las bestias y me he preguntado cómo Dios puede soportar esta injusticia ejercida sobre pobres que no han merecido, como nosotros, sus castigos. Sería preciso preguntar antes dónde está el límite del hombre. Se necesitaría saber lo que Dios no ha revelado a nadie, es decir, cuál es el lugar de este felino en la universal repartición de las solidaridades de la caída.

Pregunta: Tú sientes gran admiración por Ernest Hemingway, admiración que comparto en dosis homeopáticas. ¿No crees que Ernest, como hombre y como escritor, se transformó, a través del whisky y de los toros -ese otro alcohol sangriento-, en un evadido de la vida y de la realidad económico-social de su pueblo? ¿No crees que por eso mismo, porque hay alguna frustración humana que a él te une, es que lo admiras tanto?

Respuesta: A Ernest Hemingway  lo admiro porque jamás traicionó al hombre e inmortalizó su espíritu desde el primer cuento que le leí, donde unos soldados que van a enfrentar la muerte en la primera guerra mundial, donde él participó, cansados de luchar, escuchan el rumor de unos gusanos de seda que están comiendo hojas de morera donde están refugiados y asustados. Es como el rumor de la vida frente a la muerte; hasta ese gran Viejo y el mar, cuando el pescador de la albacora regresa sólo con el esqueleto del gran pez comido por los tiburones del mar antes que los de tierra. Siempre los esqueletos tienen un resplandor heroico por la carne que han llevado en vida. Hemingway derribó el suyo con la naturalidad y precisión con que lo haría un buen leñador para alimentar su última fogata. Niños y viejos seguiremos aspirando el perfume de lo que quemó en ella, sobre todo cuando releemos esa descripción de los ojos del pescador: todo en él era viejo, salvo sus ojos, y éstos tenían el mismo color del mar y eran alegres e invictos.


LA BALLENA MÍSTICA

Es lamentable que Francisco Coloane no haya contestado derechamente la pregunta. No hay en ella, desde luego, animadversión contra Ernest Hemingway, a cuya grandeza me he referido en otra ocasión, y tampoco hay animadversión contra Pancho, porque si la hubiera no estaría escribiendo sobre él como lo hago, con libertad y alegría frente a su obra. Pero en ambos, y mi pregunta lo contiene, descubro una misma lentitud, un lento resbalarse de la obligación primordial del artista: su tiempo presente y su realidad insoslayable, la realidad que toca a su propia carne, la de Estados Unidos, la de Chile. La profundidad de El viejo y el mar no corresponde, me parece, a la realidad del artista, que fue, por condiciones de herencia, quizá de esa herencia cuya sangre contenía un suicida, su padre, y que, finalmente, contenía otro suicida, él mismo, un vagabundo, un trotamundos, un marginado echando fugaces raíces en los aviones, en los safaris, en los ringsides, en las guerras lejanas, en las revoluciones lejanas, ignorando siempre, siempre alejándose, siempre esquivándose, ocultándose en el whisky, en la chatarra humana, en los guantes del viejo boxeador, en el tipo drogado, en la nieve del Kilimanjaro, en los largometrajes coloreados de Hollywood. El hombre que dejó escrito: Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado, tenía, me parece, la obligación de proceder en consecuencia y aplicar su incisivo pensamiento a su pueblo grande y miserable, tan destructor y tan destruido, tan asesino y tan asesinado.

Hay, por otra parte, en esta respuesta de Coloane algo sintomático: su poderosa atracción por el mar, que, lo hemos dicho antes, lo mantiene vivo y lo nutre totalmente. El mar está siempre presente en su obra; para sus personajes, la tierra firme es el mar, no cualquier mar, sino el mar inmenso, implacable e inabordable de las tempestades, el gran asesino desatado, el formidable creador de memorables tragedias y de consabidos legendarios lutos: mientras más tremendo, salaz y demoníaco, mejor. Y si hay mar en sus temas, hay súbita tragedia, drama inesperado, sufrimiento sin plazo ni esperanza, el submundo de los ex hombres, de los que perdieron incluso hasta el aspecto humano, es decir, siempre el mar, el gran ausente. En sus libros no hay hombres tranquilos, tal vez porque el hombre tranquilo no es un hombre. Es natural su fervor por Hemingway, ya que el mar los une y los emparenta. Su referente admiración por el autor de El viejo y el mar está apoyada en el siguiente párrafo de El camino de la ballena, en que se describe un cementerio marino:

Las aguas antárticas son muy transparentes y lúcidas y en su movimiento ondulatorio hacían moverse también aquellas osamentas como si adquirieran extraña vida. De una blancura espejeante, sus reflejos se mezclaban al celeste de aquellas ondas y toda la manada, en un ondular macabro, trataba como de ascender a la superficie. Desaparecida la carne de aquellos monstruos, quizá por cuantos años, los calcinados huesos habían adquirido una expresión de pureza como si testimoniaran algo. Era como si el tiempo estuviera preguntando algo al agua (pág. 143).

Las palabras finales las pudo escribir Herman Melville, el fascinante autor de Moby Dick. Este propagandista abismal del dios sanguinario que preside la vida inmemorial de la tierra y de las aguas respiraba pletórico y satisfecho mientras escribía su obra magna:

...porque en el mero hecho de escribir sobre este leviathán, mis pensamientos me agobian y me debilitan con su vuelo de alcance agotador, como si pretendieran abarcar todo el círculo de las ciencias, y todas las generaciones de ballenas, de hombres y de mastodontes, pasadas, presentes y futuras, con todo los panoramas giratorios de imperio en la tierra y en el universo, todo, sin excluir sus suburbios. ¡Tal es la virtud amplificadora de un tema grande y liberal! Nos agrandamos en proporción a su tamaño. Para producir un libro importante, hay que elegir un tema importante. Jamás se ha escrito un libro grande y perdurable sobre una pulga, aunque son muchos los que lo han intentado.

Moby Dick, se ha dicho, es un texto difícilmente clasificable, es una enciclopedia, una totalidad, un canto épico y un evangelio, una gran novela de aventuras y una obra mística. Cuando, cansado y entusiasmado, terminó Melville aquella tarde el capítulo 105 y el conmovedor epílogo, fue a visitar a su vecino Nathaniel Hawthorne, y al no encontrarlo, le echó un recado bajo la puerta: He escrito un libro diabólico y me siento puro como un ángel. Y en este extremo del mundo y del tiempo, le contesta Coloane, con un misticismo terrestre superior a su intención: ¡Sí, era el tiempo el que interrogaba al agua, no pudiendo remover siquiera esas conciencias que flotaban sobre cuatro tablas curvadas! (página 144).

Coloane ha confesado siempre, por lo menos privadamente, que no tiene inquietudes religiosas, lo que de todas maneras es un consuelo, aunque el ateo profesional parte exactamente de la existencia de Dios, la que no inquieta mayormente a los místicos, sino a los otros. Es interesante, por eso mismo, comentar, sólo a manera de curiosidad, que el antiguo alumno de los sacerdotes salesianos de Punta Arenas le ha prestado sigilosamente sus reminiscencias al novelista para que describa, con una alegoría mística, el horrendo y despiadado sacrificio de la caza de la ballena. Este cuadro no excluye, textualmente, a Dios, al crucificado, al manto de la agonía, la lanza homicida y la corona infamante, como tampoco la presencia de la música sacra y de los dos acólitos, en el siguiente orden ceremonial:

1°. Todos se tensaron al escuchar el fuerte estampido y una nube de pólvora envolvió al capitán y su cañón, como un dios en su trono del castillo de proa.

2°. Sobre el plomizo espejo del mar vuelve a reventar la rosa de espuma y sangre a gran distancia; pero ahora de sus pétalos sonrosados y burbujeantes se levanta un cuerpo negro que hace un esguince en el aire y se desploma parando las dos aletas caudales, que se abren como dos brazos al cielo, también gris, pero luminoso. Unos cuantos sacudones, cada vez más débiles, anuncian los estertores de la agonía.

3°. El cazador y su presa acortan la distancia. La ballena no ha muerto del todo, pero ya sin sus poderosas fuerzas, se la ve oscilar horizontalmente como un péndulo, saliendo a babor y estribor de la proa, suspendida de la espía. En cada emergida saca su enorme trompa fuera del agua, se abren las mandíbulas gigantescas y por entre sus barbas saltan espumarajos de sangre que van cubriendo el mar de un manto violáceo, y una profunda nota de órgano se deja oír, como si saliera de las entreabiertas puertas de una iglesia.

4°. Dos marineros llevan al castillo una lanza de acero con un larguísimo mango de madera. Albarrán la toma con ambas manos como si fuera a dar un gran salto de garrocha desde la proa al horizonte marino. Los dos marineros se retiran respetuosos, como dos acólitos ante el rito. Toda la tripulación dirige sus miradas hacia el último oficio de su capitán. Este levanta los brazos y la arroja como si una ola le hubiera entrado en el pecho, y hunde, con todas sus fuerzas, desde la proa, el hierro que se va abriendo paso por la capa de grasa, de la carne, en busca de la región de los pulmones y del corazón. Un nuevo chorro de sangre sube como un surtidor que quisiera alcanzar al capitán. Este saca el pañuelo y se enjuga en la frente una corona de sudor, y levantando la visera de su negra y sebosa gorra, se retira satisfecho (págs. 151-153).

Pregunta: Frente a la realidad que vivimos, ¿crees o no que para nosotros, esta especie de sirena varada que somos los escritores, es válida y jodida la sentencia de Napoleón, el águila herida de Santa Elena, herida en el ala o en las dos alas, que suspiraba: "Cuando no sé si luchar o no, siempre lucho"?

Respuesta: Sobre escritores y sirenas, tu pregunta, estimado Carlos, me hace recordar el cuento que Oscar Wilde no escribió, pero cuya nuez se la contara a André Gide en un café del parque Luxemburgo de París, una tarde en que lo encontró ya medio derrumbado por dentro y por fuera. Lo narra en sus Memorias: un pescador solía contar a la gente de su pueblo que cuando salía al mar se encontraba siempre con sirenas; pero un día regresó silencioso, no habló más de sirenas porque se había encontrado con una de verdad.


SIRENA Y SER HUMANO

La respuesta de Francisco Coloane no es digna de él, sino de un efebo o de un despistado. Todos, hasta los críticos literarios, saben que el gran escritor evolucionó desde una frivolidad y una egolatría regias hasta un sentido heroico y trágico de su obligación como artista, desde que veía sirenas hasta que vio, por fin, al ser humano. No es sólo el feliz autor del Retrato de Dorian Grey, también lo es de la genial y actual Balada de la cárcel de Reading. Esta evolución sorprendente la tuvo a raíz de que una sociedad cerrada e hipócrita lo enviara a la cárcel; ahí olvidó a las sirenas y descubrió al sufrimiento y la pobreza, vestidos, como él, con traje de presidiarios. Oscar Wilde es precisamente el ejemplo típico del artista que pone, finalmente, su talento al servicio de su tiempo y de su despiadada realidad; pero todos no tienen la suerte de haber sido tan desventurados. Esta desventura es la que le da todo su valor como verdadero escritor y verdadero hombre. No olvides, Pancho, que en sus ensayos él dijo definitivamente: La ventaja principal que nos traerá la implantación del socialismo será la de librarnos de la maldición de vivir para otros.

Francisco Coloane no ignora el sufrimiento ni las injusticias. En su obra, novelas, cuentos, teatro, se refiere a menudo a ellas, pero siempre en forma adicional, tangencial. De ahí que, por ejemplo, si hay rebeldes en sus creaciones, aparecen más bien como tipos out law, fuera de la ley, marginados por la sociedad, casi delincuentes o delincuentes de hecho, que están más cerca de la novelería yanqui del far west que de la rabiosa rebeldía. Por ejemplo, en su relato Tierra del Fuego, la matanza memorable, organizada y callada de los indios onas, queda convertida, textualmente, en "el último tiroteo contra las fuerzas de Julio Popper...", agregándose estos datos adicionales, que oscilan entre una novelita de James Oliver Curwood y una de Zane Grey:

...Sólo Novak, Schaeffer y Spiro huyeron por la costa sur de la Tierra del Fuego, con la esperanza de ocultarse tras el sombrío mogote del Cabo San Martín. Conservaban todavía algunas balas para sus carabinas, y Novak, una cartuchera completa de las del calibre 9 para su colt de caño largo, el último del trío (pág. 29).

Por otra parte, en Los conquistadores de la Antártida, hay un párrafo esencial para comprender tal vez cabalmente la mentalidad del hombre Coloane y los intereses que mueven o remueven la carne de su alma y que, desde luego, podrían definir o situar, limitándola, su literatura:

Del seno de la tierra parecía emanar la voz de ese hombre, encorvado por los años y moldeado en ese hueco de la montaña por los únicos elementos que fueron penetrando en su ser a través de su soledad: la piedra y el agua. De esos dos extremos elementales, el más duro y el más blando, estaba impregnada la voz y tal vez el alma de Cauquenes... (página 53). ...Ustedes creerán que yo maté. No, no maté; yo impuse el sufrimiento durante vidas enteras. Mis antepasados lo impusieron durante generaciones enteras. Fueron encomenderos durante la colonia, azotadores de indios. Luego dueños de la tierra y de sus siervos, los inquilinos (pág. 54).

Como se ve, pues, en sus escritos aparece el sufrimiento, por lo menos la mención auspiciosa de él, que en sí mismo anuncia una, dos o tres novelas aún no escritas; pero se trata de un sufrimiento hecho costumbre y tradición, incorporado al clima de una sociedad enferma, un sufrimiento callado y humilde, ordenado en círculos, sin esperanza ni redención, de que son ejemplos insignes La voz del viento y La botella de caña. El autor no ha llegado más allá, no se ha hundido en plena carne de la desgracia y de las injusticias, seguramente que no ha querido, culpablemente no ha querido, pues dadas sus condiciones, a menudo ha estado en trance de tratar estos temas palpitantes e intactos, que apenas ha rozado tangencialmente. Y a esta altura del sufrimiento no creo que ya lo haga, lo que será, de todas maneras, una irreparable desgracia para nuestra literatura.


REBELDÍA Y ESPERANZA

Sin embargo, en su obra aparecen dos notables excepciones, que abren, alternativamente, por lo menos, una posibilidad e inician una luz. Ellas son El flamenco y Témpano sumergido. El flamenco me parece el símbolo de la rebeldía, el único, y Témpano sumergido, el de la esperanza. Veámoslo, es decir, tratemos de verlo.

Creo haber mostrado en estas páginas que Francisco Coloane describe minuciosamente el sufrimiento de los animales y resbala, postergándolo, ante el sufrimiento humano. La piedad hacia los animales, en efecto, y la solidaridad con sus sufrimientos aparecen como un leit motiv en toda su obra, y Cururo y Rumbo a Edén son buena prueba de ello. La piedad hacia el sufrimiento del ser humano aparece también en sus escritos, pero más diluid y fragmentada, sin comprometerse y participar, es una piedad que no toma partido, que no se solidariza, y frente a ello, a ese padecimiento total y generalizado, quien se rebela sorpresivamente no es un ser humano, sino un animal, un caballo, el inolvidable Flamenco, sin lugar a dudas el personaje más vivo y puro que ha creado Coloane. Es el brioso alazán quien, en un mundo despiadado y egoísta, asume el papel del vengador y del que no olvida. Es un precursor, es un guerrillero. Verdadero vengador de su especie y también de los que no lo eran, de las generaciones de anónimos seres humanos, pobres, miserables, abandonados, negados, desconocidos, sin dinero y sin nombre, que fueron metódicamente sacrificados, ni siquiera con furia, sólo fría, industriosamente, para que los poderosos de este mundo, los dueños de la tierra, los permanentes dueños de la tierra, fueran echando ésta primero en sus bolsillos y después en sus herencias. Parece increíble, pero la grandeza de algunos relatos de Coloane nace de esta cerrazón suya, de esa continencia para ignorar el gran tema y escribir el otro, la pequeña joya sangrante que nace del enorme crimen, del fabuloso genocidio, que se nutre inconscientemente de él, y por eso, para perdonarlo y para hacerse perdonar, sus personajes no olvidan del todo y entonces muestran la fisura, la grieta en el hielo o en la memoria, el tremendal que va cediendo ante la fuerza disolvente del verano, ante el calor y la fiebre de esta otra estación del ser humano, que se llama rebeldía, rebelión, y entonces, pues, si no hay un vengador de los millares de indios asesinados, hay un vengador de los miles de potritos y potrancas desangrados sólo para eso, para que no decayera la buena carnadura del producto seleccionado sin mácula.


EL HÉROE TRAICIONADO

Como auténtico héroe legendario, Flamenco había de desaparecer muy joven, y también, como todo héroe, su desaparición había de deberse a una delación. No murió luchando, pues él era un triunfador y no podía ser vencido. Por eso lo mataron, por eso lo asesinaron, por eso fue denunciado. En esta verdadera joya literaria, sin embargo, mañosamente se resalta y distingue la maldad del animal y se presenta como víctima la maldad del hombre. La historia aparece escrita parcialmente, desde el punto de vista del hombre, aún más del ayudante del hombre; no es contada por el matador del alazán, sino por su secretario. Este observa ladino la conducta valiente y digna del caballo, adivina su capacidad de absorber la maldad humana y oponer a ella su fuerza, su astucia, su habilidad, y entonces llama la atención de su amo, cobardemente, como el más vulgar delator, sobre los instintos criminales o vengativos del formidable bruto, que, finalmente, como coronación de tanto crimen impune, que el narrador-delator menciona, pero calla, es también asesinado:

Cuando terminé la narración, en que mencioné mis observaciones hechas desde la primera vez que vi al alazán, con su extraña mirada, contemplando el degüello de los potritos en el corral de tropilla, y manifesté al escocés mi opinión de que ese animal había obrado casi como un ser humano, con la idea fija de la venganza, tuve temor de que aquel hombre no me comprendiera y me considerara un loco o un chiflado (página 64).

Falta, pues, la otra versión, la del Flamenco, la del narrador honesto y limpio que investigue su fulminante gloriosa existencia, que explique su impecable conducta y el pasado de crímenes bestiales que dio nacimiento a esa trayectoria vengadora y única. ¿Qué pasaba si el Flamenco no era asesinado? ¿Qué pasaba si no era delatado? Parece que los hombres de la estancia, allá en las serranías de Carmen Sylva, tuvieron miedo, y el narrador también, trocando su simpatía, su admiración, que consta en la primera frase de la narración, por una abierta y cómoda delación. El tema queda, pues, abierto.


EL TÉMPANO COMO TEMA

El témpano sumergido, su presencia física, quizá metafísica, su recuerdo, su nostalgia, su probable multiforme simbolismo, es una constante en la literatura y en el alma de Francisco Coloane: "Somos como los témpanos -exclamó en voz baja Manuel-, ¡la vida nos da vuelta a veces y nos cambia totalmente de forma!" (El último grumete de la Baquedano, pág. 148), idea que es reiterada en Cabo de Hornos: "¡Tierra sobrecogedora, inolvidable y querida; el hombre que se ha estremecido en sus misterios, se amarrará para siempre a sus recuerdos; ella y sus hombres son como el témpano! ¡Cuando la vida le ha gastado las bases azules y heladas, da una vuelta súbita y aparece de nuevo la blanca y dura mole navegando entre las cosas olvidadas!" (pág. 20).

Pero el témpano sumergido es también, o puede ser, una técnica humana o espiritual, un estado del cuerpo o del alma del ser devorado por el mundo, por sus carencias, por las preocupaciones, por la vida y sus frustraciones. Pero, sobre todo, es, además, un tema.

La historia se cierra y se encierra entre dos proposiciones, cortas, sobrias, austeras, una partida y un regreso, que hace recordar ahora al que estas páginas escribe lo que le contestara Manuel Rojas a Francisco Coloane cuando éste le preguntaba en cierta ocasión cómo le había ido con Jorge Luis Borges: "¡Mira, no es capaz de escribir un témpano sumergido!", lo que es seguramente verdadero. Borges es el producto enfermo de una sociedad enferma, el tenaz y maravilloso resultado exacto o variable de una antiquísima masturbación, de una carne hastiada y estragada, seres cerrados y oscurecidos como los moluscos, inmersos en la oscuridad de sí mismos, no sólo ciegos, también sordos, también paralizados y temblorosos, predestinadamente torcidos y malditos, ensalzadores de las tinieblas y de sus cadenas. Francisco Coloane no, es la luz y el espacio, la pampa abierta de par en par, el arrebatador océano, el espacioso cielo, el espacioso silencioso hielo, en el encierre seguramente se muere y envejece y se disuelve, como sus personajes, sueltos de cuerpo, de lengua, de alma, los eternos vagabundos de sus libros, que entran y salen de ellos, jóvenes, viejos, casados, solteros, viudos, desahuciados, acorralados, asesinados, asesinos, llenos de sangre, llenos de lágrimas, buscando en la lejanía la línea del horizonte que señala el continente misterioso que los llama y los espera. Témpano sumergido encierra esta soledad de la carne humana después que ha pasado por ella el viento de la desgracia, de la tragedia, de la injusticia, de la fatalidad, arrasándola y dejándola más sola, viva y sola. Es el destino mismo, apenas insinuado, cargado de amenazas y de turbias acciones, el que se aparece en forma de:

Un hombre de guardapolvo gris salió de la garita del muelle y acercándose me dijo:

- ¿Quiere usted ir a trabajar a Navarino?

- ¿Navarino?... -le pregunté, tratando de recordar.

- ¡Sí, Navarino! me dijo-, la isla grande que queda al sur del canal Beagle. Allí se necesita una persona que sepa hacer de todo un poco.
La proposición me tomó en uno de esos días en que uno puede zarpar hacia cualquier parte y en un momento en que vagaba por los malecones como separado de mí mismo, cual esos retazos de nubes que quedan flotando sobre la tierra después de una tempestad y que se van con el primer viento que llega.
Algo como una tempestad había ocurrido en mí; una tempestad de la que quedaba aún en mi mente la imagen de una mujer y una gota de sombra en mi corazón, que se repartía de tarde en tarde por mi sangre (pág. 171).
...Harberton no hablaba. Después de haberme dado las instrucciones, enseñando los caminos y dividido las faenas, permaneció en el más completo silencio.
Se levantaba con el alba, ponía en su morral algo de carne o pescado ahumado, pan y cebolla, y partía hacia la montaña, de donde regresaba con el anochecer.
La india tampoco hablaba... (págs. 177-178).

Y el hablante tampoco casi habla, sólo lo justo para llevar adelante la historia, y es esta parquedad de palabras impuesta por una naturaleza distinta, por otra naturaleza que impregna visible e inerte todo el quieto mundo circundante, también al pequeño ser humilde y sencillo, la que le da absoluta permanencia. Desde que el protagonista llega al lugar de este suplicio sin palabras apenas hay voces, las necesarias para remover el callado duelo del viejo protagonista, las suficientes para que el hablante casi enloquecido decida irse, en definitiva. Y lo que conmueve más en la escueta historia es que, al final, se sabe que un día volverá, y que su regreso será inútil, pues el drama se habrá consumado. Cuando huye de la prisión, donde lo habían amarrado para que no se fuera, Harberton habla por fin, digno y humillado, pues el témpano sumergido, antes de morir, deja ver un trozo de su ser desconocido y helado:

-¡No se vaya, quédese! ¡Yo voy a morir pronto, y los niños y ella, que son unos animalitos, no sabrán que hacer! ¡Vendrá la rapiña, alguien se hará dueño de esto y los echarán de aquí! ¡Excúseme lo que he hecho, pero no quería que se fuera! ¡Usted puede ser el dueño de todo esto y cuidar de ellos como lo ha hecho hasta ahora!  ¡Yo no sé lo que quería decir porque quería probarlo más! ¡Muchos años he buscado a un hombre como usted! ¡No se vaya, lo haré dueño de todo! ¡Búsquese una prima de mi mujer y quédese!
Su voz era destemplada y me daba la impresión de oírla por primera vez; quedó como agotado de hablar; sus labios estaban temblorosos como en una plegaria, y la mirada..., ¡ah!..., ¡esa mirada de súplica no la podré olvidar jamás! (pág. 181).

Tampoco es posible olvidar que si el hablante, ante esa mirada de súplica, se hubiera quedado, la historia se deshacía en el aire y su misterioso protagonista, con aspecto de pastor protestante y de personaje de Dickens, se habría hundido en el incierto olvido, en la literatura cebollera. Sin embargo, es uno de los más recios y perfectos de la literatura chilena, junto con el marinero de El vaso de leche, de Manuel Rojas. Una misma sobriedad, una misma avaricia en las palabras, los une, ya que la desgracia no habla, sólo actúa; no se anuncia, sólo llega, desciende de improviso; una misma o parecida soledad los hace colegas y hermanos en el sufrimiento, la soledad del hambre en el protagonista de Rojas, la soledad total en el protagonista de Coloane, y ésta más terrible y más fatal, porque es irreversible.

Es notorio y remarcable, finalmente, que el hablante de Témpano sumergido, ansioso de compañía y de voces, termina huyendo inexplicablemente de una soledad que, según el texto, necesita; él no se ha dado cuenta de que el desventurado Haberton lo había ya vacunado, transfiriéndole su soledad panteísta e irremisible, pues de otra manera no se explican sus palabras finales: Pero no he vuelto todavía.


EL TÉMPANO COMO SÍMBOLO

Témpano sumergido, realidad física y metafísica, tema riquísimo y austero, idea fija, obsesión humana, obsesión artística, simbología para el hombre y el artista. Siempre han existido en el mundo, y tal vez, desgraciadamente, sigan existiendo, esa clase de seres, solemnes y trágicos, trágicos y misteriosos, que, finalmente, suprimen la libertad o arrancan la vida para no quedarse solos. ¿A qué se debe esto, esta técnica estática e inerte? ¿A simples causas físicas, a un misterio no explicado de la metafísica? Ahí van ellos en el mundo visible y en el de los sueños y de los deseos, los majestuosos témpanos errantes, con una porción, la séptima, a plena luz y a plena tormenta, con las otras seis porciones, sumidas en la insondable oscuridad, en el insondable silencio, en el insondable misterio, en el insondable peligro, errantes y solos, taciturnos y amenazadores, llenos de vida y de muerte, cumpliendo el fatal y milenario periplo desde su Antártica natal hasta las aguas templadas del verano continental. Este fenómeno, esta horrenda maravilla, es probable que también se transfiera a los mares del espíritu, a las tempestades que tienen su origen y asiento en el puro e impuro animal humano. También es posible que exista una glaciología literaria, con la misma tranquilidad helada y pasmosa, un tanto clásica y envidiada, de los orgullosos silentes témpanos mortales y eternos. Es la mentalidad del témpano sumergido que se transforma también en técnica literaria después de ser utilizada durante una vida, dos vidas o tres vidas como técnica sencillamente humana. No sólo se es un témpano sumergido cuando no se habla, como el inolvidable protagonista, sino que también se es cuando no se actúa, y en el escritor su sola acción reside en su palabra, en su voz; el libro no es un producto material, un mueble manuable, una condensación de tramas, traumas, ramas, argumentos, acciones, pasiones desordenadas, cosidas y encoladas, es de todas maneras, y siempre, una acción, aunque el que lo escribe lo ignore y aun lo niegue. Tal vez por eso el autor a menudo no se atreve y se sumerge en sí mismo, porque la carne es frágil y temblorosa; la carne suele sufrir vicisitudes que se llaman hambre, frío, soledad, cesantía, cárcel, tortura, muerte; la carne no se atreve, pero de todas maneras no olvida, y entonces de repente despierta, como cuando el témpano azulado y mortecino se da vuelta y surge de nuevo blanco y poderoso, cada vez más potente, y de repente despierta, recuerda un poco, unas gotas, unos temblores, unas cuantas palabras, y, como el témpano, se va yendo, va regresando, tal como el mismo escritor lo dice y lo promete:

Cuando hemos cargado nuestra barca con el equipaje, con las más bonitas ilusiones y sueños, y quedamos estupefactos en la playa del engaño, viéndola partir, en lontananza, llevándonos todo y dejándonos la fofa hilacha que no atina a nada..., entonces aflojamos; pero echamos un vistazo hacia atrás, vemos que hay senderos de regreso, nos recobramos, y aunque vayamos curvados por nuestra pesada cruz, con el alma doblada, ya levantaremos el hombro y arrojaremos la cruz en alguna vera polvorienta, y volveremos a ser lo que fuimos. Cabo de Hornos (pág. 23)


Santiago, 12 de noviembre de 1974, 19,45 horas
Carlos Droguett
Grünaustrasse 37
3084 Wabern
SUIZA

 


 


 

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FRANCISCO COLOANE O LA SÉPTIMA PARTE VISIBLE
Por Carlos Droguett
Revista Mensaje. n° 235. Santiago, dic. 1974
Cuadernos Hispanoamericanos, n°349. Madrid, julio de 1979